Mudanza

Por: Cecilia González

Veo las cajas cerradas, etiquetadas y numeradas y el alud de recuerdos me abruma. Mudarse es tratar de empaquetar la vida.

¿Qué mudamos cuando nos mudamos de casa? En principio, es apenas un traslado geográfico. No debería ser tan intrincado. Pero lo es. El ánimo se altera. Estalla un maremoto de emociones. «Va a ser fácil, no tengo casi nada», pienso mientras recorro con la vista el lugar del que me voy. Me engaño. Los objetos, estoy segura, se reproducen cuando decidimos que ya está, que ya fue suficiente, que, de nuevo, marchamos. Quizá sea una manera de complicarnos más la partida. En cada rincón aparecen libros, documentos, zapatos que creía perdidos. O que ni siquiera recordaba. En el armario encuentro, arrinconada, una carpeta de plástico. Conserva, desordenadas, las cartas de amor que me han enviado. Prefiero ni asomarme a esas páginas añejas. En una caja aparecen los diarios íntimos que escribí desde la adolescencia. Tampoco quiero ojearlos, pero todavía no me atrevo a tirarlos. Es demasiado pesado el pasado. Y ahora, se supone, hay que pensar en el futuro, en ese nuevo destino en el que la vida va a continuar con otros paisajes, aromas, colores, espacios. Pero antes hay que guardar, seleccionar, empacar, embalar muebles, ropa (poca), libros (muchos), cuadros, decenas de frascos con especias, ollas y sartenes, vajillas mexicanas, copas.

Tres días de trabajo dan como resultado 43 cajas de cartón, maletas o bolsos grandes. Elijo, tiro, regalo. No hay modo. Los objetos siguen brotando. Me sorprende pero no me preocupa. De última, en algún lado cabrán. Son lo tangible. El problema es lo intangible. ¿Dónde, cómo acomodamos las evocaciones? Las tardes cocinando aquí para amigas y amigos. Las cenas infinitas. Las pijamadas con Juana bailando  Taylor Swift. Las historias de amor que fueron eternas, así duraran apenas una noche. Las risas, las lágrimas, las celebraciones, las canciones. Los huéspedes que vinieron de otros países. Los libritos que escribí. El duelo por mi mamá, vivido en la pandémica soledad. Mi barquito-altar a Cortázar. Recién ahora que me voy entiendo que aquí he pasado los mejores años. No me había dado cuenta. La despedida cuesta más. Veo las cajas cerradas, etiquetadas y numeradas y el alud de recuerdos me abruma. Mudarse es tratar de empaquetar la vida. Suerte con eso. Llegan los peones y les advierto que no toquen las cajas que dicen «frágil» porque contienen piezas que pueden romperse. En realidad, la que está frágil y a punto de romperse, soy yo. Nostalgia, tristeza, melancolía, cansancio, nervios, ansiedad, alegría, ilusión, orgullo, miedo, escepticismo, incredulidad. La ebullición de sentimientos me abruma. Tiene sentido que la mudanza sea la experiencia más estresante después de la muerte. Implica, también, un duelo por el lugar que deshabitamos. Por lo vivido. Por lo que fue.

Anidar un nuevo lugar es el desafío. Todo cambia. La primera vez partí de la hacinada casa familiar con un par de bolsas de ropa y algunas cajas de libros como todo equipaje. El destino fue un departamento en el que pasé las primeras semanas a oscuras porque lo alquilé todavía sin luz. No me importó. Por fin, a mis 20 años, cumplía el sueño infantil de tener un cuarto propio. Luego me mudé decenas de veces en ciudades de dos continentes, siempre con la certeza y comodidad de lo provisorio. Eran lugares amueblados por otros, con la ayuda de otros. Camas donadas, escritorios prestados, sillones baratos, mesitas de plástico, precarias bibliotecas de ladrillos y tablas viejas.

Aquí y ahora, en cambio, por primera vez tengo que preparar una casa. «Mi» casa. Busco electricista, albañil, plomero, carpintero, vidriero, pintor. Todos hablan lenguajes plagados de tecnicismos que me parecen ininteligibles. Me proponen colores, materiales, modelos. Las opciones me agotan. Ojalá alguien resolviera, eligiera todo por mí y yo sólo tuviera que llegar a trabajar, vivir, dormir, con todo resuelto. Pero hay que ser adulta (o millonaria). La resistencia al cambio (no es más que eso) se va desdibujando. Alicientes, hay.

Durante años, desde un pequeño balcón, sólo pude mirar la pared blanca del pulmón de manzana. Hoy me basta asomar a cualquier ventanal de este piso 21 para saludar a los cielos de Buenos Aires y disfrutar la belleza de la ciudad, las tonalidades del Río de la Plata. Hay luz. Hay sol. Hay paz. Y una cocina grande. Es suficiente para tomar aire, y continuar. Las amigas, los amigos, comienzan a venir. A dejar su amorosa, generosa huella en un espacio que siempre será colectivo. Ya me apropiaré de mi nueva casa. Ya la convertiré, también, en mi nuevo hogar.«

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