Milei y la venganza del desfondado

Por: Hernán Sassi

Para Carlos Quiroga, cuando despierte
  1. Teletubbies, zombies, Cyborgs

“Cuanta más información tenga el público, más facilitará su reacción al ajuste.”

Milton Friedman, Carta a Pinochet del 21 de abril de 1975.

Un día noté que personas que quería se alejaban de modo inexorable. Hay familiares, amigos y colegas de trabajo que te miran, pero no; que escuchan, pero no; y tras ese “No”, fatal, decisivo, notás que no les importás un carajo, y ellos, cada vez menos. Esa desaprensión no es fruto de una afrenta de tu parte ni de un disenso nimio o decisivo. Se da. Como cuando una pareja se diluye y es tarde mirar atrás. Miramos y familia, pareja, Estado, escuela, sindicato hoy son cáscaras vacías. Se dio. Culpa de todos más que de ninguno.

La pantalla ayudó, qué duda cabe, aunque la devastación es previa: el lazo, que mantenía unida a instituciones y a la lengua misma, se cortó antes de que el celu acompañe este no hacer pie y que el otro importe un bledo. Lo cortó el neoliberalismo que, desde que ni soñaba tener ese nombre, deshizo lo que estaba atado.

Todo empezó en los 70, cuando el dólar se desengancha del oro y va de acá para allá sin ataduras productivas fogoneando primero la subida del petróleo y luego afincado, de ahí en más, tranca 120, en la rueda loca de la fortuna financiera de tres piolas.

Fue entonces que el capitalismo, en lugar de consolidar un mercado sólido y duradero, según manda la teoría de Adam Smith, y de recibir manirrota fuerza de trabajo, se ahoga a sí mismo con monopolios y una Técnica que reemplaza a esa fuerza tornándola en superflua.

Ahora bien, los descartes humanos que crea el sistema no viven del aire. Lo que se conoció como la “sociedad del espectáculo” (hoy “sociedad de la información”) los acoge con sus manos abiertas. Comienza el declive de la escuela como productora de subjetividad y su reemplazo por la pantalla como productora de vidas inertes. No es otro el tiempo en que nace la video-política y empezás a votar al más simpático (o al más loquito), antes que al más persuasivo (era en vano implorar “votá al normal”). En criollo marxista, la producción de zombies es en Base y Super-estructura.

 ***

Un día me cayó la ficha. “Cagamos, estoy rodeado de Teletubbies”, me dije. Fue mi camino de Damasco, la embestida del rope de Rousseau. El término se impuso menos por el ser-pantalla inscripto en el nombre de la tira infantil que ni siquiera vi, que por ese estadio previo al lenguaje que escuché (y escucho), y ese desapego del sujeto desfondado de esta Era que palpo cada día.

Con pantalla en mano o no, el Teletubbie tiene “los ojos ciegos bien abiertos”. Está más conectado a una pantalla que a un hijo, novia, esposo, nieta, jefe o profe. Babea desde la caja boba, ahora frente a Instagram, Tic Tok o el juego en red con el que evade el conflicto que trae un hijo, novia, esposo, nieta, jefe o profe; siendo que el conflicto, precisamente, lo que vela el discurso de la felicidad garantizada del neoliberalismo, es lo que te hace saber que estás vivo, y va de suyo, te hace unirte a otros/as y crecer.

Foto: Manan Vatsyayana / AFP

No soy yo el único que, cuando habla con alguien, palpa sus 8 o 9 años, la edad promedio del Teletubbie a la que nos reduce la Matrix, algo que entendió Milei tanto como Durán Barba. Se palpa también que la atención se redujo a menos de un minuto, se presta a videítos, Steamers, Influencers, igual da; y las ganas de leer algo que no sean redes sociales, a cero. Game over para el Sapiens. Adiós libro, ciencia, docentes y argumentos. Ganaron pantalla, Doxa emocional, payasos mediáticos y Fakes. Hay cerebro frito y no hay con qué unir A con B. En este contexto y es al revés la cosa: ganábamos de chiripa.

El bestiario “desfondado” (el término es de Lewkowiczy Corea) incluye a zombies y Cyborgs. El primero es algo más que un desclazado. Es un agotado, alguien que tiró la toalla, que ya no está entre nosotros. Que robe picaportes en CABA o cables en el Conurba, queme ahorros en cripto y viva en barrio o country, o no responda cuando su pibe le dice “Che, pa, ¿hacemos algo?”, o peor, que haya desaparecido cuando se enteró de que iba a tener un crío, es lo de menos.

No nació ayer. La primera película de zombies de George Romero, que es quien avisó que el capitalismo en nueva fase deshumaniza, data de 1968, cuando esta etapa asomaba para pisar fuerte con Pinochet, Thatcher, Reagan, nuestro –ahora glorioso– 76 y una repetición traumática que llega hasta Milei.

El Cyborg es otra cosa, un humano medio máquina –medio del todo– que funciona sin preguntar, cuestionar ni reaccionar, y tal enseñara Philip Dick, como es de esperar, tampoco sueña: solo funciona, es su modo de estar sin ser, como nos recuerdan María Alché y Benjamín Naisthat en la genial Puan.

Esta fauna distópica evidencia la desafección del otro, el gran triunfo del neoliberalismo, la nota más distintiva que pone de relieve Milei, garante de esta tabula rasa, que es previa a él, claro está. 

Créase o no, pero el reino de la post-verdad creó al único político que no te miente. Acá no hubo engaño, sólo ficción, paquera, pero ficción al fin. Confortablemente anestesiada con orejera digital a medida y post-democracia como fachada, ya no hacen falta ni milicos ni tortura para el shock, al que ahora, como en otro tiempo, también le llaman “guerra” (Rodríguez dixit). Como hay “infoxicación”, no habrá reacción al ajuste. Crimen perfecto de esta “guerra”.

Agréguese al escenario de espanto que si el capitalismo de plataformas apura la marcha y se sube al Uber de McFly para ir a un pasado pre-moderno (volvemos al feudalismo, pero sin Señor feudal, y eso es lo que preocupa), ¿cómo no íbamos a volver a la carrera, como propone Milei, al modelo agro del Siglo XIX previo al “Estatuto del peón rural” de Perón? A eso llegaron “los buenos que están rodando [otra vez] cine de terror”.

  1. Desfondamiento: sin palo en qué rascarse

Las cosas cayendo en el olvido y con ellas sus nombres. Los colores. Los nombres de los pájaros. Alimentos. Por último, los nombres de cosas que uno creía verdaderas. […] El sagrado idioma desprovisto de sus referentes y por tanto de su realidad.

Cormac McCarty, La carretera

Dicen que primero fue el verbo. Para mí es cuento. Las imágenes dan soplo de vida a las palabras y éstas a aquellas. Bisontes o manos escrachadas en cuevas, una pareja sin nombre sobre una pared, un ideograma dibujado sobre jarrón chino; ícono cristiano, símbolo de pirámide azteca en un escalón o serigrafía del Che o Perón sobre un afiche: las imágenes nunca están solas, las sostiene el relato que mantiene unida a la tribu. No hay unas sin el otro, se plasme éste en un cuento junto al fuego, en plegaria de convento, en manifiesto (liberal, anarco o comunista), en la marchita, en “Juguetes perdidos”.

Todo muy lindo, pero esto era así hasta que las imágenes se desengancharon de las palabras y ya no valen por lo que narran, sino por lo que informan. Hoy están sobregiradas: a una serie de Netflix le sigue otra, una Storie tapa a otra como esta foto de Insta matchea con la anterior y aquel Reel se pega al siguiente en la rueda de hámster del celu. Sin sostén ellas ni capacidad biológica nuestra de procesarlas, las imágenes se le plantan al más pintado y crean una panacea virtual que vela esta vida cada día más rota.

La cruel picardía de esta etapa histórica es que millones de desfondados con vidas cada día más precarias se sientan libres, crean que, así como la lengua parece no tener historia ni sentido al cual someterse, son “empresarios de sí mismos”, bravos emprendedores nacidos de un huevo que no le deben nada a nadie y andan libres de toda atadura no sólo a un jefe o patrón, como sabía todo asalariado de la Era industrial en que había un sano odio de clase (Marx, no te despiertes, la cosa se puso más fulera que nunca); sino a un padre/madre, abuelo/a, hijo/a, maestro/a, nada. Este es el carácter desfondado del “capitalismo del desastre” que viene de hace tiempo.

En la escena hiperreal, más real que la real, ha triunfado Milei. La Matrix no miente (en los números): sus videos tienen millones de reproducciones frente a un puñado de miles de su rival en la elección. Lo triste es que cuando este idealista de teoría paquera baje de la nube a usar la motosierra real en esta Argentina que es ya un cuerpo sin órganos, no habrá desencantados entre sus votantes. En primer lugar, porque ellos solo quieren venganza por su desfondamiento, y él será su vengador. Pero en segundo término, no habrá despertar porque las imágenes, que lo crearon y no solo ellas, ya están desatadas de la realidad, tanto como las palabras de las cosas.

Foto: @JMilei

A la lengua, por ejemplo, esa capacidad de ampararnos en un símbolo antes que la de comunicarnos, la vendimos por dos mangos en este Turbo-capitalismo. La hemos cambiado por emojis, stickers y memes, el mejor modo de volver a un analfabetismo medieval (repito, la marcha es hacia allá atrás, ¿por qué se cree que se mentan orcos?) del que nos había sacado precisamente el liberalismo hoy mancillado por la secta de fanáticos que propone destruir otra singularidad argentina, la educación pública sarmientina.

Hay lengua desfondada a tal punto que llegamos al terraplanismo del lenguaje. Milei puede anunciar que rompe relaciones con el taller del mundo, China, sin sorpresota de nadie; Menem, que destruyó la industria nacional, puede ser citado en la UIA sin que el auditorio mosquee.

Como pedía Pancho Muñoz, necesitamos más que nunca “un diccionario del español al español”. Un periodista pregunta “¿Qué es la casta?”, y el liber-púber Marra responde: “Cada uno puede tener su propia definición de lo que es casta”. Es el sueño neoliberal hecho libertinaje semántico: cada quien decide el sentido de la lengua. La cosa no es así, advierte Alicia: “No se puede hacer que las palabras signifiquen cualquier cosa”, dice. Como bien agrega Humpty Dumpty, “La cuestión es saber quién es el que manda, eso es todo”. Quien manda hoy dice que la libertad significa solamente libertad de mercado. Punto. Esa verdad cruel triunfó con el voto popular.

Importo yo y nada más que yo, que ya no pertenezco a un proyecto de comunidad (internacional, nacional, escolar, vecinal), pero tampoco de familia ni de pareja si quiera. Esto es así porque ya no hay ni lengua común ni un“Nosotros” que amuche: ni capitalismo industrial ni Estado benefactor ni dictadura del proletariado; ni movimiento ni la barra de la esquina ni la del club; tan siquiera ni emos o floggers (¡qué tiempos aquellos! ¡Y qué lejos el ayer!).

Todo se atomizó y decile adiós a cualquier “Nosotros”, salvo el de los feminismos contemporáneos, último fueguito moderno, tabla frágil en el naufragio.

Indicios había, pero no ganas de parar la oreja. “Yo no te jodo, no me jodas”, escucho en el furgón, donde rara vez alguien levanta la vista de la pantalla y da una mano si no hay asiento para una madre con hijo en brazos o lugar para una bici que no entra, y rara vez alguien dice “Gracias” si el que la da sos vos.

Sabíamos que “Córdoba sólo sabe que existe Córdoba” (Sarmiento dixit), pero el mapa todo se volvió violeta (de furia), no el de una provincia que se cree un país dentro de un país, sino todo; y no queda sino entender una furia que va más allá del gorilismo como más allá del “que se vayan todos” va que los libertarios hayan ganado en provincias que viven de la teta del Estado.

Acá pasa algo más fulero.

El voto a Milei

Hubo voto roto de empleados de Call Centers, Rapi o Cabify, los descartes del sistema. Hasta ahí todo bien. “No como yo, no come nadie”. Punto. Pero hubo voto a Milei de los que gozan de vacaciones pagas y aguinaldo, quienes habían marchado contra el 2×1 y hasta de quienes van año a año a la marcha del Orgullo. Hubo de los que comen, con parche del Estado o no, pero comen. Porque yo viví la híper de Alfonsín y todos vivimos el 2001 con el trueque y los papelitos del Juego de la vida como moneda: eso era realmente no comer.

Acá pasa algo distinto. No es el simple “voto bronca” o el voto aspiracional a los CEOs. Hay voto desfondado del que se sabe fuera de toda forma de comunidad. Para él es lo mismo tener paritarias que no (y las tiene), recibir un plan que no (y lo tiene), tener algo de plata en el bolsillo que no tener nada (y la tiene). Salvo a la única narrativa en pie (“El buey solo bien se lame”), el desfondado no está atado a nada ni a nadie (además de al celu, claro); y en el horizonte no hay ni una soguita, ya laburo digno, ya proyecto de vida, de escuela, de pareja, igual da. Por eso no hay culpa por tirar del mantel y que me lleve puesto incluso a mis familiares con el voto-suicidio, tanto a quien tenía un plan y no lo tendrá, como a quienes tienen trabajo en blanco y no lo tendrán, y hasta a la abuela que recibía remedios del PAMI y no los recibirá.

Que si explota sea por culpa del “post-capitalismo, estúpido”, eso parece no importar. Que si explota se salven los que tienen info privilegiada y reserva en la alacena, eso tampoco importa. Lo que importa es que explote. Y Milei es el superhéroe distópico con pinta de animé salido de Tic Tok que viene a satisfacer la revancha del desfondado, del que ya no está atado a nada y sólo quiere “faulear y arremolinar”, principalmente de envidia a quien aún está atado a algo.

El autor es profesor y docente en Letras (UBA). Mag. en Comunicación y Cultura (UBA). Ejerce como profesor en institutos de formación docente en Avellaneda y Lomas de Zamora. Es crítico de cine. En la colección Nuevo Cine Argentino publicó «Hoteles. Estudio crítico» (Pic Nic, 2007) sobre film de A. Paparella. Es autor de «Cambiemos o la banalidad del bien» (Red Editorial, 2019), «La invención de la literatura. Una historia del cine» (Red Editorial, 2021) y «P3RRON3, el corsario» (Red Editorial, 2023). Prologó «Escritos corsarios» de P. P. Pasolini (Red Editorial, 2022) y prologó y estuvo a cargo de «El nuevo cine murió» (Red Editorial, 2021).

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