La escritora Claudia Hilb dedicó a la polémica un nuevo libro publicado en 2018 al que tituló ¿Por qué no pasan los 70? En una entrevista que tuvo lugar en 2019 el profesor y ensayista Horacio González se atrevió a afirmar que era necesario reescribir la historia argentina con una valoración “te diría positiva de la guerrilla de los años 70” y su propuesta escandalizó no solo a la derecha, sino también a referentes de cierto progresismo. No postulaba un aval absoluto a la actuación de las organizaciones político-militares, pero intentaba huir de la condena in limine.
La imposibilidad de un balance común no se debe a la falta de intenciones de los protagonistas, sino a que el pasado aún es un campo de batalla con heridas que permanecen hasta el presente. Superadas ciertas versiones justificatorias —aunque nada es para siempre—, como el negacionismo o la teoría de los dos demonios, emergió un peligro inscripto en la razón democrática: pasar del culto de la memoria a la obsesión memorialista.
Ese periodo perturbador de la historia de nuestro país se inscribió en el largo itinerario de un siglo XX con sus incalculables horrores que hicieron de la reivindicación de las víctimas una urgencia impostergable. El recuerdo de las atrocidades, de los ríos de sangre derramada y la insistencia en la responsabilidad de los criminales habrían de servir como una advertencia y un alarma permanente. Sin embargo, allí donde radica la principal potencia de la memoria quizá se aloje también su debilidad: el énfasis recayó más en la rememoración que en la intelección del pasado.
Una de las operaciones recurrentes para esquivar o simplificar un balance político es transformar al pasado en un juego de espejos y una confrontación binaria entre verdugos y víctimas. Hace algunos años, el historiador italiano Enzo Traverso rescató un libro de otros dos autores (Daniel Lévy y Natan Sznaider) que se titula La memoria del Holocausto en la edad global. Allí destacaban la dimensión cosmopolita en la memoria del Holocausto y el rol jugado en el proceso de construcción de una memoria global del siglo XX, caracterizada como una época de víctimas. Con esta perspectiva, Traverso exploró la operación político-ideológica que transformó a los vencidos en meras víctimas que, en esencia, son pasivas. La veneración de la memoria terminó superpuesta a la historia o, incluso, absorbiéndola. La “memoria de las víctimas” reemplazó a la “memoria de las luchas” y el testimonio a las conclusiones políticas. Los sujetos quedaron escindidos de sus compromisos, de sus apuestas y de sus objetivos. Es decir, despojados de su politicidad. Nuestros años 70 no estuvieron exentos de interpretaciones de ese tipo. Sin embargo, la década no estuvo compuesta solo por la violencia de víctimas y victimarios, la masacre o el régimen totalitario. También fueron los años de la apuesta revolucionaria, la insurgencia obrera, la politización masiva, las nuevas formas de democratización de masas y las múltiples luchas colectivas. Esta memoria no ha sido lo suficientemente valorada en la gran escena pública y adquiere, en este contexto, una dimensión disruptiva.
El complemento de la dehistorización fue una “exigencia” de crítica y autocrítica permanente hacia quienes integraron organizaciones revolucionarias (armadas o no) juzgados desde la “estructura de sentimientos” del presente. Una exigencia que contrasta con la escasa demanda de “crítica o autocrítica” a quienes fueron los principales beneficiarios del genocidio (más allá del personal militar que operó a su servicio).
En el último Festival de Cine Independiente de Buenos Aires se estrenó un documental dirigido por Jonathan Perel y titulado Responsabilidad empresarial. Habla de rol central que tuvieron las empresas en la represión de la dictadura que no fue mera complicidad, sino activa responsabilidad. La película y los libros en los que se basó tuvieron escaso espacio en la difusión y en la gestión memorial de la vida pública argentina. Por algo será.
La reducción memorialista o victimizante oculta los fines; la exigencia de “crítica y autocrítica” despolitizada, en lo formal cuestiona los medios. El fin no justifica los medios porque, en primer lugar, es el fin el que reclama ser justificado. Pero, el que quiere el fin necesita de los medios. Y todavía en muchos de los debates actuales se ataca a los medios para impugnar el fin.
Carece por completo de sentido del ridículo. Se considera el personaje más importante del planeta.
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