El documental La casa de Argüello reconstruye la historia de las mujeres de la familia Llorens, marcada por la militancia y el brutal accionar del aparato represivo de la última dictadura.
«Fue un proceso bastante largo, que tuvo muchas etapas –cuenta Valentina–. La casa de Argüello es una cicatriz que tiene mi familia para adentro, es algo muy íntimo. Porque no se habla de la casa y tiene un peso muy fuerte. A nosotros nos queda más un fantasma de todo eso que fue esa gran casa». Por allí pasaron y rieron los 12 hijos de Nelly, dos de los cuales desaparecieron en la dictadura cívico-militar de 1976. «Por otro lado, como directora el espacio, me parece que tiene mucho sentido y mucho peso, y una lo analiza mucho», destaca Valentina para explicar el título del documental que funciona como autobiografía de la historia de los Llorens.
Por eso, cuando retomó el documental en 2012 (lo había empezado en 2000, pensando en hacerlo sobre su abuela) hizo toda una investigación en relación a la casa, que casi no aparece en la versión original: «Entrevisté a todos mis tíos, pude saber exactamente qué color tenían los pisos: hasta quise hacer una maqueta. Un poco reconstruir lo que no se puede reconstruir: de alguna manera en nuestra familia la casa es un desaparecido más», señala Valentina.
Muchas de las cosas que aparecen y suceden en el documental «no fueron pensadas, se dieron de manera inconsciente». Decisiones a las que lleva la indómita memoria. «La casa fue diseñada por mi abuelo. Fue una implosión muy profesional. Es como si ahora estoy acá sentada en mi casa y mañana no está más, con todas las cosas adentro. La implosionaron hasta los cimientos. No quedó absolutamente nada», cuenta la cineasta.
Y entonces aparece como figura metafórica lo que hicieron con la sociedad: una implosión perfecta, hasta los cimientos, en lo que queda entre los sobrevivientes es una «cicatriz en la memoria, ese murmullo que siempre está y no lo podés ver, que es lo que implica un desaparecido». Una implosión social que según Valentina, para los Llorens siempre estuvo presente porque todo eso se hablaba entre ellos, como hoy se ve en la película que su hija Frida, de cinco años, pregunta cómo es que no está más la casa, por qué lo hicieron, quiénes lo hicieron, y su mamá y su bisabuela le responden de manera abierta, sencillamente pero sin subterfugios.
Seguramente Frida volverá a preguntar, como estos últimos años lo hizo más de una vez Valentina a su madre y su abuela. «Mi abuela era muy mamá conmigo, y tenía una relación muy fuerte. Y de hecho para mí, mamás eran las dos». En un momento, Fátima –que por momentos es llamada así por Valentina, y otras mamá o madre–, recuerda que en una de sus primeras visitas a la cárcel no la quiso saludar y la acusó de ser «fea». La mención del pasaje fílmico trae a la entrevistada la risa que la misma Valentina registra en la película. «El documental me ayudó a poder ordenar esa mezcla de vínculos que hice inconscientemente entre mi mamá y mi abuela».
Acaso la empatía que consigue el film provenga de lugares que el paso de la dictadura volvió comunes: la implosión del mundo, confundir las creencias al punto de desconfiar de todo y cualquiera. Hay en él una naturalidad al decir y reconocer esa tragedia que consigue transmitir la dimensión de la fabulosa transformación sociocultural que operó la dictadura. «No creo que el documental haya dejado todo aclarado, sí que es otra manera de relacionarme con la historia. Me parece bueno que abra un espacio de reflexión y, cuanto más visiones haya, mejor. Es la manera en que uno se relaciona con la cicatriz. Como digo al final: ‘El río de mi infancia siempre va a volver y voy a tener que hacer algo con eso'».
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