Mi gran encontronazo con una ciudad que no huele a Chanel justamente, ni es patrimonio de lo que reluce palaciego, envidiado por la gente aturdida de pos verdad tilinga.
Creo, creía mejor dicho, conocer París más o menos elegantemente, desde hace más de 20 años, cuando realicé mi primer viaje. En aquella oportunidad fue a partir de una invitación del inolvidable maestro Juan Carlos Cáceres. Su mítico atelier de Montmartre será motivo de una próxima crónica para Tiempo Argentino desde la capital francesa.
Pero ahora la cuestión se trata de lo que fue mi gran encontronazo con una París que no huele a Chanel justamente, ni es patrimonio de lo que reluce palaciego, envidiado por la gente aturdida de pos verdad tilinga. Y ya sabemos de memoria el proverbial verso que dice que Buenos Aires sería «la París latina».
Después de una noche preciosa donde canté en la mítica Maison de la Amerique Latine, los amigos organizadores invitaron a un sabroso tentempié a modo de cena. Como la noche trascurrió y se hizo tarde, me apuré luego a tomar el metro que me llevara a combinar el tren RER (las líneas regionales de París) para regresar a Fontenay sous bois, donde yo me encontraba parando. Se trata de un barrio que se encuentra sobre los límites de la ciudad propiamente dicha. Llegué apurado a estación Nation con el metro: es allí donde mejor se combina con el tren.
Pero resultó que a poco de llegar, pude advertir, verdaderamente absorto, que el andén de la estación del RER estaba casi repleto. ¿A esa hora? Sí, pero nadie esperaba el tren sino que la estación era un gran dormitorio, ocupado entre gente necesitada, colchones, cobijas, orines palpitantes y ratas a sus anchas, incluso una muy apurada que me rebotó en un pie y acabó acobachada justo debajo de un pernoctante en bolsa de dormir al lado de una máquina de bebidas.
Entendí de inmediato que mi viaje no podría cumplirse con estrellas ni glamour ante mis ojos curiosos como palpitantes de cierta angustia recelosa.
Encima no tenía red en el celular para comunicarme con el afuera, y cada salida indicada estaba sellada. De repente, me sentí prisionero sin visas de solución ya que nadie se asomaba detrás de ninguna reja, más allá de un creciente rumor de personas que seguían llegando, como en una procesión silenciosa. Llegaban a los andenes por las escaleras de esa conjunción de tren y metro. Una, dos, tres veces reboté en el fracaso de un plan de poder salir a la calle. Todo estaba clausurado, con todas las intensas barandas, olores de diversos significados, solamente comparables a Constitución después de una noche de clásico importante.
Para colmo, en ese momento caí en la cuenta que llevaba en mi mochila, todo lo orgullosamente recaudado en la velada, que no se transfirió a más cuenta que la de mi billetera. Aunque parezca un modo antiguo y sin saliva virtual.
La cuestión es que al fin recuperé señal luego de una eternísima media hora y entonces pude recurrir al querido amigo Lucio, quien en estado de rockandroll, por vía de complejos mensajes me recomendó procedimientos y detalles para no perder la cabeza. Y fue así que, finalmente, logré detectar a un grupo de seguridad que se estaba despidiendo en una de las bocas de salida, ya cambiados y vestidos de civil. Fue a ellos a quienes imploré que tomaran registro de lo que me sucedía… Claro, que si bien hace más de 20 años que ando por París, todavía me cuesta un bonjour confundido con bonsoir. Claro, depende la hora…. Entonces en castellano profundo, mezclando silvuplé con im’sorry y una expresión urgente de hagan algo, les arrojé una extraña parrafada con la esperanza difusa de salir airoso de ese inframundo parisino.
Fue entonces que uno de ellos me abrió un portón, desganadamente y bajo protesta. Y así salí a la luz de la madrugada. Entero. Para pedir un taxi hasta mi destino con la dirección escrita por el precavido amigo Lucio en el celu. Útilmente asesorado, sin perder la dignidad ni lo recaudado por mi trabajo, en una secuencia que si no la hubiera vivido parecería obra de la ficción febril de un viajero o de un duende vetador de historias culturales de una París ignota y elevada a un lugar que debiera reconocer, como si de vidas de jubilados o docentes se tratara.
En definitiva, París, después de medianoche, bien valió una pérdida.
Justamente un par de días antes, escribí este soneto inspirado en la misma ciudad para que vean que no la deploro, al contrario… Que el contraste ilumine lo que se quiere…
París de tarde
De toda forma nunca será ajena
esta ciudad de historias incontables,
así tal cual, los brillos de los sables
se esfuman en las brumas sobre el Sena.
De pronto es una lluvia pasajera
que recuerda a mi paso indiferente,
me pierdo en el asombro del presente
es todo ensueño la cruz de mi quimera.
Ciudad, en la que soy también historia
y como tal intriga que reparte,
alguna vez a algunos su memoria
su carne, desaciertos, poco de arte.
Me resta no sufrir por mi destino:
trashumo así de humano, hasta un próximo vino.
………………………………………………………………………….………
Así será, entonces.
Besos de esquina y abrazos de cancha! «
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