Marlene Wayar: “Soy un gerundio: no sé qué soy, sí que estoy siendo travesti”

Por: Nicolás Zuberman

Psicóloga social y directora del primer periódico travesti de la región, habla de la identidad como una construcción permanente y del resentimiento como potencia creativa.

Entre muchas otras cosas, Marlene Wayar (Córdoba, 1968) es activista travesti, psicóloga social por la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo, directora de El Teje –el primer periódico travesti de América Latina– y fundadora de la cooperativa textil Nadia Echazú. Aunque a ella no le gustan los verbos conjugados. Se queda con los gerundios: “Nos estamos construyendo, cada día estoy siendo la mejor versión de mí misma. Somos un gerundio constante: estoy siendo travesti, no te puedo decir a ciencia cierta qué soy”. Desde hace unas semanas, a todo lo que Marlene está siendo hay que agregarle una cosa más, su libro: Travesti, una teoría lo suficientemente buena, publicado por Editorial Muchas Nueces.

–¿Por qué “una teoría lo suficientemente buena”?

–Me fui quedando sola en un aspecto muy particular, que es la intervención política desde lo travesti. Muere Lohana Berkins, asesinan a Diana Sacayán y medio que quedé en primera fila sin quererlo, porque a mí siempre me gustaron las filas segundas y terceras. No tengo temores, pero la claridad y el poder de síntesis, el carisma de ellas y de Nadia Echazú antes, eran otro nivel. El reclamo de muchas es tener de dónde leer para poder formarse. Es una teoría lo suficientemente buena porque realmente no creo que se trate de una cuestión cerrada, que se pueda decir: hay que hacer esto. Eso es lo que se hace desde todos los sectores: ponen un caretón que diga qué hacer. Y eso es colonialismo. Es más de lo mismo del pensamiento heterosexual y adultocéntrico. Estamos acá para reproducir subjetividad. Ese es nuestro objetivo fundamental. Nosotras venimos a proponer un mundo diferente desde una ética diferente, que es autoimponernos la no violencia. Y menos la violencia de pobres contra pobres o de putos contra putos. No. Frente a ese cinismo, mi experiencia es que yo no sé muy bien qué soy. Y no me sirve para nada saberlo. Sí puedo decir qué no soy. 

–Más allá de la experiencia, hay formulaciones teóricas que vertebran tu pensamiento. ¿De dónde salen: de tus lecturas, de las vivencias de tus compañeras?

–Nosotras planteamos una epistemología convergente. Mi primer amor es la pedagogía a través del arte. Yo soy profesora de cerámica recibida en la Escuela Provincial de Cerámicas “Fernando Arranz”, en Córdoba. La ejercí durante un año. Y ya no más. Después tuve un ejercicio prostitutivo muy largo, que no es sólo eso sino también estar con mis compañeras en situación de prostitución. Lo prostitutivo es una forma de aprendizaje, creo que la más grande que he tenido junto con la de mi casa, una formación muy libertaria en un hogar obrero. Mis amigas y yo podríamos haber comprado armas y salir a matar heterosexuales sólo por someternos desde los ocho años a la prostitución. Pero no lo hicimos, elegimos consensos que nos fueron posibilitando la supervivencia, aun cuando siendo niñas el mundo adulto nos ofrece para el sanguchito como intercambio sexual. Y después quiere que cumplas 18 para señalarte como degenerada, sidosa y la culpable de que se caiga Occidente. Nos meten presas, nos someten a coimas. Después, leí todo lo que estaba a mi alcance. Me enamoré de Donald Winnicott, a quien le robo el título del libro. Lo leí mucho más allá de la Psicología Social. Me encanta Freud, Nietzsche, Darwin o Einstein, aunque no sepa de física cuántica.

–No hay teóricos trans entre esos nombres.

–Creo profundamente que nos podemos identificar en las experiencias más allá de cuál sea tu corporalidad. Esta taxonomía de travesti, transexual, transgénero, gay, lesbiana, es una imposición del Estado. Una sale desesperada a pedir desde esa identidad, pero una es mucho más compleja. El universo es amplio y plural.

–¿Cómo conviven esas teorías con la decisión de entregarle tu cuerpo a cambio de dinero a alguien que sabés que es un sorete?

–Con pactos mínimos. En algún momento aprendí a adiestrar mis miedos. Mientras me agachaba en la ventanilla de un auto para cantar el precio, semblanteaba al otro para ver hasta dónde era capaz. No si me iba a pedir rebaja. Otras dudas: si me voy a bajar viva o no de este coche, a ese nivel. Después, el tipo me puede pedir que lo ate a la cama, que lo patee, que le camine con los tacos sobre la espalda, que le cague en la cabeza, que le diga que es una mierda y que hizo todo mal en su vida, y seguramente si cruzo eso con la edad, con su situación económica y con algo particular que había en la billetera, tal vez entienda que es un militar que pudo haber estado dirigiendo vuelos de la muerte. Lo que puedo hacer ahí es resguardarme lo más posible. Tampoco puedo hacer una venganza colectiva. Estoy tramitando vida: pagar el alquiler, pagarle al jefe de calle la coima que me pide. En esa situación donde no tengo otras herramientas, mi posición social es de impotencia absoluta. Frente a la maldad y la enfermedad, somos todos impotentes. Y de lo que no se hace cargo esta sociedad, no me voy a hacer cargo yo, último orejón del tarro, prostituta.

–Eso ya es el terreno de lo empírico.

–La clínica que otros psiquiatras han tenido en los manicomios, yo la tuve en la cama con la prostitución. Se de lo que hablo cuando hablo de criaturas violadas, de violadores, secuestradores. Las travestis queremos recuperar los lazos con el pasado, entendiendo debilidades, miedos, vergüenzas, faltas de recursos. Pero empecemos a visibilizar para cambiar el estado de situación.

–En el libro decís que ir de un barrio a otro es una travesía. ¿Hoy arriesgás un poco menos que hace 20 años?

–Siempre es una travesía porque tenés el enemigo inserto en la cabeza. A principios de año me invitaron a la Universidad Federal de Salvador de Bahía, y en algún momento necesité ir a cambiar dinero. Con el Google Maps me perdía, así que dije: me subo a un taxi y me voy a la zona de las casas de cambio. Cometí el error de dar demasiada información, y en un momento veía todo favela. Y empezó mi paranoia: este tipo me lleva a cualquier lado, yo ando con plata, soy argentina, voy a aparecer muerta tirada en cualquier lugar. Al final me llevó al Pelourinho, a una galería donde una mina le daba una propina por cada turista que él le llevaba. Me cambiaron perfecto y me trajo de vuelta. Por ahí pasaron todos mis prejuicios de que ese negro grandote me iba a desnucar, que entre tres negros de la favela me iban a hacer pipoca. El enemigo está adentro: son mis miedos. Pero también está lo concreto real: un Estado que produce hambre, una institución como la católica que produce odio y descerebramiento. A una persona que supuestamente tiene que ser hombre le gusta experimentar y cada vez que ve una travesti siente que quiere hacer algo, pero después le da culpa y piensa que matando a las travestis se le va a ir ese deseo. Hoy la sociedad es menos violenta. Vos ves en toda las mochilas de millones de minitas un trapo verde. Pero también de muchos varones jóvenes. O sea, hay otras masculinidades, otros pibes que no quieren lo que les propone esta sociedad. Pero si en un horario determinado cruzaste equis calle, te encontrás con algo terrible. Como le pasó a Diana Sacayán, asesinada por un crimen de odio.

–La rabia es un concepto que se repite en el libro. ¿Cómo se construye desde ese sentimiento?

–Lo de la rabia también lo dice Susy Shock. Nosotras venimos de la pobreza, del fracaso, y somos resentidas. El resentimiento es nuestra potencia creativa, el tema es cómo lo elaboramos. Esto es reconocerse vulnerables, que estamos hechas mierda, con nuestras fobias, con que tenemos VIH, ataques de pánico, las hormonas que nos dejaron tiradas, las siliconas, el hígado… Hay un montón de vulnerabilidades cruzadas en cada corporalidad. E impotencia también. Ningún pibe nace para acosador escolar. ¿Quién le mete en la cabeza que hay que tener un chivo expiatorio al que romperle los lápices, robarle la mochila, patearlo en el baño? Es, necesariamente, el mundo adulto. No es genético, es cultural.

–¿Qué hay a nivel cultural de parecido entre las grandes ciudades del continente en la cuestión travesti?

–Acá llegó el colonizador y la Iglesia cristiana y lo primero que hicieron fue juntar a las trans en Panamá, entre las que estaba el hermano del cacique Torecha. Nos dieron latigazos en la plaza pública, nos dieron a devorar por los mastines y sentaron el pecado nefando, que ni se puede nombrar. Desde ese momento fuimos perseguidas, alojadas en lo cloacal, lo prostitutivo, lo pornográfico. En Europa hay cuestiones de la diversidad con las que nos colonizan pero que tienen que ver con el neoliberalismo y el emprendedurismo: si vivís en una villa pero te esforzás y trabajás 25 horas diarias para ir a la universidad, podés lograrlo. ¿Por qué desmadrarnos? Podés esconder tu sexualidad y trabajar, mientras no hagas ruido. Si sos travesti, operate, depilate, hormonizate, sé bulímica y vas a tener éxito. Buenos Aires, San Pablo, todas las grandes ciudades tienen ese baño progresista de que todes están incluides. ¿Pero qué pasa si sos pobre, negra, originaria? Ahí te das cuenta de que sos más parecido a tu vecino heterosexual que a la legisladora María Rachid o al puto que está en el gobierno o a la travesti sobrina de Patricia Bullrich que está en Seguridad. Nos separan cuestiones abismales, aunque la gente quiera pensar que es factible ponernos en una misma grupalidad. Pero yo soy una continuación de mi mamá, que era heterosexual.

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