En "Para que sepan que vinimos", su nueva novela, la ganadora del premio Sara Gallardo 2021 se centra en la historia de una mujer que viaja con su marido y su hijita a Nueva York para descubrir que la sigue muy de cerca el aterrador fantasma de su madre.
Después de su impactante novela La sed, en la que hizo vagar a una vampira hambrienta por la Buenos Aires del siglo XIX hasta la actualidad – y con la que ganó la primera edición del Premio Nacional de Novela Sara Gallardo en 2021-, Marina Yuszczuk vuelve al gótico en Para que sepan que vinimos, editada también por Blatt & Ríos. Sin embargo, si bien en su nuevo libro hay una madre monstruosa que genera tanto miedo como asco, no se trata de una novela de fantasmas en el sentido más clásico. Su presencia aterradora funciona más bien como un catalizador a través del cual la poeta, escritora y editora del sello Rosa Iceberg –en el que publica solo a mujeres- logra acercarse a distintos tópicos que le interesan, como la forma en la que fueron mutando la pareja, la familia y la maternidad.
“La figura del fantasma me parece muy poética y sugerente. Porque, de alguna forma, el fantasma es lo opuesto del vampiro por su materialidad”, señaló la autora en entrevista con Tiempo en su casa en Parque Patricios. “Como empecé escribiendo poesía, es algo que tengo muy presente. El punto de partida de un libro es siempre trabajar con algún objeto que te permita desplegar cierta materialidad. En el caso del vampiro es la sangre, lo carnal. En el del fantasma, es todo lo contrario: es lo etéreo. Me parece que ahí apareció el fantasma; en esta intuición de que me iba a salir un libro que iba a ser todo lo contrario de La sed. Y finalmente terminó siendo así: un libro muy sutil, donde se va desgranando con otra lentitud lo que hay de misterioso y donde tuve que asustar con otros recursos que no son los colmillos y que tienen que ver más con sutilezas, con presencias, con equívocos de la visión. Por otro lado, la madre de Para que sepan… es también lo contrario a la de La sed”, afirmó.
-Sin embargo, en ambas novelas las madres de las protagonistas están enfermas.
-Sí, pero podrían ser tranquilamente dos facetas opuestas de la misma madre, como cuerpo y alma. La madre de La Sed es una madre moribunda que no puede hablar y por eso es, básicamente, apenas un cuerpo. Ella representa lo que implica despedirse para siempre del cuerpo de la madre. La de Para que sepan…, en cambio, es la madre como pesadilla, como trauma. En Patrimonio, Philip Roth narra todo el año previo a la muerte del padre del protagonista y lo que remueve en él la cercanía de la muerte del padre. Son esos momentos de umbral en los que se empieza a reescribir la propia historia, que se agita y vuelve a estar muy presente. En las últimas páginas del libro, el padre ya está muerto y él sueña con él cuando era joven y fuerte. Y dice que a partir de entonces su padre se separa entre el padre que fue cuando él era niño, que siempre sigue existiendo de alguna manera para el niño que uno sigue siendo; pero también en otro padre con mayúsculas, que siempre lo va a estar juzgando. Es la muerte la que posibilita ese desprendimiento. Todos los padres y madres son todo a la vez, pero cuando están vivos es más difícil percibir la diferencia. La madre de Para que sepan… es esa madre con mayúsculas, una figura de opresión.
-En una parte de Para que sepan…, Fernanda dice acerca de su madre fantasma: “De algún modo sabía (…) que solo las mujeres podían convertirse en una casa”. ¿Podrías ahondar en esta idea?
-La maternidad es algo que se construye primero desde lo físico y creo que eso determina muchas de las sensaciones que después caracterizan la relación de la madre con el cuerpo del hijo y viceversa. El padre llega después y desde otro lugar, que tiene más que ver con lo simbólico, al menos en una pareja heterosexual. Por supuesto que no es la única forma de ser madre, pero es la que me tocó a mí y la que trabajo en mis libros: esto tan literal de alojar al hijo antes que cualquier otra cosa que hagas por él y de luego de expulsarlo. Este aspecto comporta una violencia que me interesa. Porque la separación siempre es violenta, no puede ser de otra manera. Tanto la literal, que es el parto, como luego la de orden más simbólico, como el momento en que el hijo le dice por primera vez a la madre: «¡Salí de acá!» (risas) y empieza a reclamar su cuerpo para él. Antes de escribir esta novela había leído Apegos feroces, de Vivian Gornick, y me quedó muy grabada la parte en la que la madre enviuda y obliga a la hija a dormir con ella durante un año. Es una manera monstruosa de ejercer lo maternal que tiene que ver con lo posesivo, con avasallar al hijo, con retenerlo. Ese costado más abusivo no había aparecido antes en mis libros.
-En ambas novelas describís bien a los niños mediante pequeños detalles. ¿De dónde viene este interés?
-Creo que ahí aparece algo de la experiencia de vivir con mi hijo a lo largo de todos estos años en los que él se fue transformando frente a mis ojos. A mí me gusta mucho Shirley Jackson. Ella tenía cuatro hijos y creo que eso impregnó todo lo que escribió. Incluso cuando no hay niños ni aparece la maternidad en sus textos, pero sí el mundo de lo doméstico convertido en algo medio terrorífico o siniestro. Hasta hace no tantos años se pensaba siempre en las escritoras como mujeres que no tenían hijos. Y ahora de repente algunas escritoras sí tenemos hijos y creo que nuestra escritura se ve permeada por esa condición.
-El tema de las parejas que se acaban está muy presente en tu literatura, desde Los arreglos (editorial Rosa Iceberg; 2017) hasta esta novela. Como si la pareja fuera también una especie de cuento de hadas, una ficción.
-Para mí este es un momento muy agitado e interesante en relación a las familias y las parejas, porque hay mucho que está cambiando. Pero ni siquiera ahora tenemos tan en claro cómo la familia fue primero una estructura que tiene que ver con un arreglo económico. Es algo de lo que no se quiere hablar demasiado, pero el divorcio también es eso, la separación de bienes. Por eso en la pareja de la novela está presente todo el tiempo el tema de la plata. Por otro lado, todavía hay mucha resistencia a esta idea de que el amor se termina. Parece mentira, ¿no? No es que para una mujer, y si es feminista, no sea importante el amor. Se trata de reconocer que tiene su ciclo, como todas las cosas en la vida. Acá hay una pareja que no quiere ver que está en un momento crepuscular de la relación, de inercia. Las razones son muchas: hay que romper toda la vida que uno lleva y armarla de nuevo, como un rompecabezas. Es un tema que me interesa mucho y que ahora está apareciendo más en la literatura.
-¿Considerás que antes no aparecía?
-Sí, pero como una desgracia o una especie de infamia. Creo que la enseñanza que le está dando la madre a la protagonista es, de alguna manera, que hay que aguantar, que es un poco la postura de las esposas del siglo XX. Mi generación fue criada por mujeres de aquella época y ahí hay un choque inevitable, porque son dos mundos. Mi generación hizo una gran transición, de crecer en un mundo mucho más machista y de repente estar siendo adultas ahora con unas condiciones muy distintas. Me interesa mucho la pareja, pero quería trabajar todo el conjunto: la pareja y al mismo tiempo la hija en relación a su propia madre, la madre como espejo de su propia relación, el modelo de familia más tradicional frente a este modelo de familia más igualitaria que ellos están tratando de armar, pero que en realidad no lo es. Porque es medio artificial esto de aislar, ¿no? Una pareja nunca es una relación entre dos personas, sino un ecosistema atravesado por la época en la que uno vive, su propia infancia, la relación con los padres, la imagen de familia que tiene…Lo inquietante es la pregunta acerca de hasta qué punto estamos haciendo algo realmente diferente.
-Tus últimas dos novelas están atravesadas por el terror y el duelo por una madre. ¿Tiene que ver esto con que el duelo nos coloca en un lugar más cercano a la muerte y con ello a lo “sobrenatural”?
-Hay una escena que aparece en películas como Lo que el viento se llevó, en la que en un entierro una persona desesperada hace el gesto de querer tirarse adentro de la tumba. En general lo vemos como el colmo del amor o una extravagancia de hace 200 años. Sin embargo, esa escena condensa algo muy real del duelo y es que una parte tuya va a morir, se va a ese hoyo en la tierra. Por otra parte, creo que el duelo pone muy de manifiesto el trabajo de la imaginación y eso tiene mucho que ver con la literatura. Quizá porque ante la desaparición física de una persona hay una actividad mental muy abundante que tiene que ver con procesar las distintas imágenes que tenemos de ella, al punto de que a veces nos parece verla caminar por la calle. En la novela fue muy fácil hacer el paso del duelo a esta mujer fantasma. El duelo es eso.
-¿Es ver fantasmas?
-Es convivir con un fantasma. Está esta idea popular de que a los fantasmas les tenés que preguntar qué quieren porque tienen asuntos pendientes y por eso se quedan vagando en la tierra. Eso es, literalmente, el duelo. Que dura hasta que uno hace todo un proceso y el fantasma finalmente se digna a irse a donde sea que se tiene que ir.
Acerca de Nueva York y los viajes
¿Por qué ambientar una novela como esta en Nueva York? Podría pensarse que sus barrios de casas victorianas son el escenario perfecto para un relato así. O que el hecho de que en ella transcurren tantas películas la convierte en una ciudad que está más cerca de la ficción que de la realidad, lo que la vuelve un terreno fértil para cualquier historia de fantasmas. En Para que sepan que vinimos, Marina Yuszczuk describe Nueva York como una experiencia sorprendente, “una estructura gigantesca que descendió del aire donde vivía como ciudad imaginaria y se volvió un territorio que se desplegaba frente a ellos, inabarcable, lleno de zonas grises, autopistas que se cruzaban por encima de sus cabezas y estas veredas por las que caminaban, lisas, de concreto, concretas ellas mismas”. Sin embargo, en entrevista con Tiempo Argentino, la autora explicó que en la novela la Gran Manzana funciona también como metáfora. “Se trata de la experiencia de ese descubrimiento como un poco desangelado, de ir a ese lugar que conociste en la ficción y verlo por primera vez, y de esa especie de desfasaje que se produce entre lo que vos pensabas que iba a ser y lo que es. El tema es cómo hacés para recorrer ese lugar y amarlo. Por eso quería que por momentos fuera decepcionante y por otros, deslumbrante. La vida adulta también es un poco eso”.
Por otro lado, señaló que le interesa mucho la idea de felicidad, al punto que uno de sus libros de relatos se titula ¿Alguien será feliz? “Quería que el de la novela fuera uno de esos viajes en los que la gente se gasta todos sus ahorros pensando en que por fin va a darse un gusto y, como es una vez en la vida, tiene que salir perfecto. Esa idea del viaje como una forma de comprar felicidad con tarjeta de crédito. En otra época, antes de la idea de las vacaciones, los viajes tenían más que ver con la idea de exploración y de descubrimiento, no con esta idea de vacaciones más bien de clase media que tenemos ahora. Porque lo más terrorífico del viaje es, también, esto de encontrarse con uno mismo en el otro extremo del mundo”.
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