La escritora española María Tena presentó en Buenos Aires la novela con que ganó el Premio Tusquets, Nada que no sepas. Una historia íntima y conmovedora y una prosa rigurosa y contenida.
Impulsada por una crisis de pareja, la protagonista de la novela viaja desde España a Uruguay, el país en que vivió junto a su familia en la década del ’60, el pequeño paraíso perdido que debió abandonar abruptamente tras la inexplicable muerte de su madre que estuvo rodeada de secretos, silencios y palabras dichas a medias. Va al reencuentro de sus amigas de infancia, de las mujeres que conocieron a su padre y de una explicación para el regreso inmediato a España que él decidió para ella y para su hermano. Pero va también en busca de la niña que fue, para saber quién es. El suyo es también un viaje en busca de su identidad.
Simpática, espontánea y conversadora, la autora tiene, sin embargo, una escritura contenida, de una economía rigurosa y bien administrada en la que se siente en cada palabra el peso de lo que se calla. Su escritura es una partitura musical en la que los silencios tienen el mismo protagonismo que las notas. Como Erik Satie, Tena traza melodías sutiles, apenas insinuadas, logrando un extraño lirismo de la escasez.
–Leyendo tu novela se percibe un trabajo con el lenguaje parecido al que hacía Henry Moore con la escultura para quien los espacios, los huecos, eran casi más importantes que la materia. ¿Es algo que buscaste o que surge naturalmente?
–Me encanta que menciones a Henry Moore porque yo le conocí y estuve en su casa en Inglaterra. Vivía en medio del campo y las ovejas se metían entre sus esculturas. Era maravilloso. Lo bonito era lo que no había en las esculturas. Por sus agujeros, por sus huecos pasaban el aire y la hierba. Mi escritura está muy trabajada. Es que le tengo miedo a la cursilería. Desde joven he tenido muy poca imaginación. Me costaba mucho saber lo que quería escribir. Escribí durante muchos años por mi cuenta, leyendo, y de esa forma aprendes, pero no tienes muchas reglas. Creo que todo me salía bastante cursi, sobre todo en la adolescencia, cuando todos hablamos de nuestros amores. Cuando me empecé a tomar la escritura más en serio nunca tuve una pretensión de estilo. Pero, sin embargo, me di cuenta de que no había que ser aburrido para el lector, que el aburrimiento era un pecado. Escribía mucho, intentaba llenar muchas páginas y cuando tenía escrita una buena parte, comenzaba a quitar y a quitar. Y eso se transformó en mi estilo. Mi estilo es quitar. Esta novela tuvo como 300 versiones. He estado cuatro años todos los días trabajando horas y horas sobre ella y no lo parece.
–Sí, lo parece. Se nota mucho el trabajo.
–Es que creo que esa es la manera de que todo esté ahí, pero, al mismo tiempo, de que no esté todo. Tú lo has expresado al hablar de los huecos: escribir sólo lo necesario y que el lector ponga su parte. Eso me da tranquilidad, porque siempre he tenido mucho miedo a ser pesada, a ser cursi, en fin, esas inseguridades que tienes de adolescente. Con este sistema me aseguro de que por lo menos el texto va a funcionar, aunque luego la novela podrá ser mejor o peor. Quizá algún día me vuelva barroca, no lo sé, pero la verdad es que en este momento ese trabajo sobre el texto me tranquiliza porque me doy cuenta de que poco a poco va creando una música que funciona.
–¿Cómo es encarar una nueva novela luego de la repercusión que tuvo Nada que no sepas?
–Es algo que me tiene nerviosísima. Una tiene la ambición de que todo salga bien. Pero creo que si sigo usando este método de escritura, por lo menos lograré algo decente, algo que no sea ridículo. Pero las ideas se me ocurren escribiendo.
–¿Un escritor no escribe precisamente para averiguar?
–Sí, es así. Hanif Kureishi tiene un libro precioso sobre la escritura. En ese libro dice precisamente que un escritor escribe para hacerse preguntas. Nada que no sepas tiene un tema que me afecta, que me hace formularme preguntas sobre el pasado. Me gustaría que estuvieran mis padres vivos para preguntarles si lo que escribí en la novela pasó o no pasó. Seguramente no pasó, pero sí creo que hay una verdad literaria en lo que cuento. En la novela hay algo del Uruguay donde sucedieron las cosas y algo de aquel ambiente que quedó en mí, porque de otra manera no hubiera podido escribirla.
–¿Cómo era el ambiente de tu casa?
–Muy cultural. Nos visitaba con frecuencia Vargas Llosa. Vivíamos rodeados de escritores. Mi padre dirigía el Instituto de Cultura Hispánica y por eso pudo llevar a Onetti a España cuando estuvo medio preso por la dictadura. Había perdido peso, lo tenían rodeado y estaba muy deprimido. Mi padre se tomó un avión y les dijo a Onetti y a su mujer que iba a organizar un piso en España para que vivieran allí y que iban a tener una beca del Instituto para que pudieran vivir. Pero Onetti no aceptó. Dijo que quería morirse en su país. A los seis meses gente que él conocía de Uruguay le dijo que Onetti estaba delgadísimo, que estaba en los huesos y que se iba a morir. Entonces mi padre tomó otro avión y se plantó frente a él y lo llevó a España con su mujer. Ese era el tipo de intimidad que tenía con los escritores. Por eso yo escribía pero ni pensaba en publicar, porque creía que no podía aportar nada. Un día leí en un periódico que Luis Landero dictaba un taller. Luego de varios meses de ir una vez por semana me dijo que me tomara la escritura en serio, que armara un proyecto, una novela o una colección de cuentos, pero que no siguiera escribiendo cosas sueltas. «Eres la persona con más vocación literaria que conozco», me dijo. Era lo que necesitaba. Escribí una novela cortita que se llama Tenemos que vernos, la mandé al Premio Herralde. Un día me llama Herralde por teléfono para decirme que había quedado semifinalista. Yo me reí pensando que algún amigo me estaba haciendo una broma. Tuvo que convencerme. El ganador era Enrique Vila-Matas y la finalista Margó Glantz. Eso me cambió la vida.
–¿Vos viviste realmente en Uruguay de chica?
–Sí, durante cinco años.
–¿Y tu experiencia fue como se cuenta en la novela?
–No, para nada. Es verdad que nuestros padres se reunían por las noches y bailaban tango, leían poesía. Los niños nos poníamos en el recodo de la escalera a mirarlos. No éramos conscientes de lo que pasaba. Pero volví 40 años después, cuando aún vivían muchos de sus amigos. Me invitaban a comer y me contaban cosas terribles de ellos, sobre todo de mi padre, pero también de ellos mismos.
–¿Qué te contaban?
–Quién estaba con quién, los juegos de seducción. Volvía cada año y me contaban siempre nuevas cosas. Yo hasta me escandalizaba, porque aunque tuviera 50 años no me gustaba que me contaran cosas íntimas de mis padres. Me molestaba y, al mismo tiempo, me interesaba. En Uruguay tuve mis primeros amores, mis primeros amigos, mi bicicleta. He vuelto seis o siete veces a Montevideo. Allí tengo aún amigos muy cercanos y no sé si con este libro esa relación se pueda deteriorar un poco. Es complicado retratar una sociedad y que nadie se enfade. Tengo una amiga que está muy enfadada con este libro, porque ve en él a sus padres. Ella era un poco como ellos, una libertina total, pero ahora se ha vuelto de derechas. Es curioso cómo siempre la gente se identifica con las historias aunque estas no tienen nada que ver con lo que pasó en realidad.
–¿Cómo fue llegar a Uruguay desde la España franquista?
–Un gran contraste. Basta con mirar las fotos de mi madre que parecía casi una monja. Tenía una faldita gris, una blusita blanca, un jersey azul marino. Las mujeres uruguayas, en cambio, usaban unos vestidos de lana de Pucci que se pegaban al cuerpo, usaban la melena larga, estaban siempre morenas y usaban muchas joyas. Cuando volvimos a España el contraste fue aun mayor. Por ejemplo, fuimos a veranear a Fuenterrabía, que es un pueblito del País Vasco, y todo estaba muy clasificado. Por una lado iban los niños y, por otro, los mayores. Era algo muy autoritario. Las niñas usaban faldas escocesas y un jersey corto. Nosotros usábamos minifalda y nos pintábamos mucho. En el colegio se reían de nuestro acento uruguayo. Decían que éramos unas cursis que hablábamos como sudamericanas. Finalmente hicimos un esfuerzo para perder el acento. Una tía les prohibió a todos mis primos hablar con nosotras por el acento y la minifalda. España era muy carca, muy antigua. Yo sentía que estábamos más adelantadas, que podíamos hacer cosas que ellas no podían. No sé si era verdad, pero era una forma de autodefensa frente a ese mundo tan cerrado, tan poco libre, tan ñoño del franquismo. «
La escritura melancólica de María Tena
«La vida, la de todos, también la mía, tiene la composición de una novela y un final largo que de repente me devuelve al principio, hasta lo que queda de aquella niña pazguata, entrometida. Una ficción con personajes y deseos, con varios principios y un solo final. Un lugar que nos acoge y nos trata con piedad cuando las otras patrias nos traicionan. Que incluso nos miente para que no se nos abran las heridas. Noto que la cabeza se me va, la pastilla comienza a hacer efecto. Me desabrocho el cinturón y el botón del vaquero.» (…) «Me quedo solo con aquella felicidad de ir en bicicleta entre los pinos de Carrasco, de saber que sacaríamos buenas notas en el colegio, de las primeras conversaciones sobre chicos. Un inventario. La lista de la compra de los recuerdos felices.»
Fragmento de Nada que no sepas (Ed. Tusquets).
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