El director de Hoy y mañana construye una sólida comedia que, sin proponérselo, invita a reflexiones varias, en especial sobre el trabajo y el cine argentino
A la mirada de Chomski (y es de suponer que de millones más), Waterfall es el prototipo de la libertad en el mundo de hoy. No tiene celular, Facebook, Twitter, Instagram ni nada que se le parezca; se comunica con un teléfono de línea y maneja una Falcon Rural con adminículos típicos de otra época. No hay militancia en Waterfall, y eso Chomski se ocupa de remarcarlo: el ideal de la libertad actual no tiene que ver con movimientos al estilo del slow life, está relacionado con una falta de necesidad, que no es falta de deseo; Waterfall tiene sueños. En ese sentido la película funciona como una crítica por default: refleja la inoperancia ajena antes que las virtudes propias; de hecho se puede arriesgar que descree de las virtudes como categoría. Tampoco hay una idea de pasarla bien como en una publicidad de Gancia o del disfrute prosaico a lo Homero Simpson.
Pero tiene que suceder algo, porque incluso cuando no sucede, sucede. Así pasa en cualquier vida. Entonces Waterfall tiene dos cruces que cambian su rutina y en parte su lógica. El primero, con Carla del Pont (Juana Schindler), una cheta de pura cepa: ama a su perro y vive con la inocencia que da la posibilidad de andar sin trabajar y disponer de buen dinero, dos atributos atractivos para las mayorías, siempre azuzadas por la obligación y el compromiso. Pero Carla, a diferencia de Roque, tiene objetivos en la vida.
El otro cruce es con Luis Pérez, un productor cinematográfico que encuentra en Waterfall la historia para el director que representa: el alemán Hans Hofer (el impecable Rafael Spregelburd). La germanidad de Hofer es un poco por aquello del idealismo alemán, otro poco por el divertido acento que consigue Spregelburd y otro por la centralidad de aquel país y la permanente búsqueda de sus jóvenes (y no tanto) de la adrenalina que provoca lo excéntrico. Ambos cruces están hilvanados por el antagonismo de las respectivas vidas, por la atención total que produce el opuesto: casi en un guiño nietzscheano por eso de que cada uno tiene los accidentes que puede tener.
Hofer hace la película sobre Waterfall, Del Pont se enamora de Waterfall y por lo mismo se asusta de un potencial embarazo. En cierto modo todos los personajes se enamoran o están enamorados de Waterfall. Sin embargo Chomski no los lleva a la decepción, etapa por la que se piensa que debe pasar cualquier enamoramiento. Pero sí le escamotea el encanto.
El film es ganado por el cine dentro del cine (la concreción y estreno de la película de Hofer), y aquello que resultaba una crítica velada, certera y sin metáfora hacia el llamado nuevo cine argentino, se hace más transparente. Ahí las posiciones se desdibujan. No porque le falte claridad a su crítica, sino porque se revela. Uno de los secretos de la dominación es pasar desapercibida; uno de los secretos de las buenas terapias es revelar sin explicitar; el secreto de cualquier poder es que no se lo vea como tal. Hasta la presentación del documental de Hofer en el no menos mítico Empire, el film le hacía honor a su primera parte del título: maldito seas. Se presentaba y sostenía como un film maldito, con su ubicuidad que incomoda, no por molesta, sino porque no se la puede asir. Al explicitar se acerca a la convención, ya no inquieta.
Es cierto que salir de la zona de confort es una elección y no resulta cuando se la busca como horizonte. Pero al elegirla es conveniente no renunciar a ella, como hace Waterfall, a quien el amor y el documental no le cambian el rumbo de su vida.
Maldito seas Waterfall (Argentina/2016). Guión y dirección: Alejandro Chomski. Con: Martín Piroyansky, Walter Jakob, Javier Lombardo, Juana Schindler, Luis Machín, Rafael Spregelburd, Germán De Silva, Daniela Pal, Mauricio Dayub y Matías Alé. 71 minutos.
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