Hace pocos días, en el canal de TV del diario La Nación, Miguel Ángel Pichetto explicó cuál debería ser el papel a jugar por el peronismo en la Argentina macrista. Sintetizó todo con la foto de Raúl Alfonsín y Antonio Cafiero, en el balcón de la Casa Rosada, durante la crisis de Semana Santa del ’87. Es decir, gobierna Macri y el peronismo, «de modo responsable», acompaña la gestión con matices, dedicándose más a resolver su interna que a disputar el rumbo general de los acontecimientos. El jefe de la bancada del FVP (cargo para el que fue reelegido recientemente con el voto de los senadores kirchneristas) también halagó el acuerdo con los buitres, la salida del cepo y la quita de subsidios que disparó las tarifas. Le pareció que todo eso era inevitable. Y blanqueó, aunque no de manera expresa, que los gobiernos de CFK fueron gobiernos de coalición, donde había un sector duro en lo ideológico («radicalizado», dijo) que convivía con otro «responsable», en el que él mismo revistaba, junto a varios gobernadores y hasta funcionarios, probablemente algunos de los que se fotografiaron junto al rionegrino y Florencio Randazzo esta semana.
Pichetto no es un estratega de la política, pero tampoco un aprendiz. Se convenció de que el péndulo del poder se detuvo por un largo tiempo del lado del macrista de la escena. Llama, entonces, a una suerte de consenso de lo inevitable, tomando como propia la bajada de línea que el oficialismo dio en el primer «davosito» ante empresarios o inversores presuntos reunidos en el Centro Cultural Kirchner, en septiembre de 2016. En ese foro, Emilio Monzó, presidente de la Cámara de Diputados, definió a Macri como «el conquistador de la Nueva Argentina» y aseguró que con el triunfo de Cambienos se acababa «la generación política predemocrática». E, incluso, vaticinó cuáles podrían ser los eventuales sucesores del actual jefe de Estado: «María Eugenia Vidal, Horacio Rodríguez Larreta, Sergio Massa, Juan Manuel Urtubey, Ernesto Sanz y Ramón Mestre».
También en ese foro se planteó que el populismo había sido derrotado definitivamente y que lo que venía por delante era una profunda reforma en lo político, pero fundamentalmente en lo económico y en lo cultural. En síntesis, la implantación de un nuevo paradigma, con nuevas prácticas y nuevos actores, para refundar y modernizar el país, otra vez en clave neoliberal. A su manera, aunque en sentido ideológico inverso valga la aclaración, las ínfulas del «davosito» macrista tuvieron un aire de semejanza con aquel congreso radical de Parque Norte, del ’85, donde Raúl Alfonsín presentó su proyecto de modernización, un plan para cien años de democracia, que en términos estrictamente políticos se traducía en una alternancia consensuada entre un radicalismo que tomaba distancia de la complicidad de muchos de sus afiliados con la dictadura cívico- militar y un peronismo que abjuraba de su convulso estilo movimientista y se sometía a las reglas de etiqueta de la democracia republicana, despojándose de los Herminios, los Saadis y los mariscales de la derrota.
La foto que rescató Pichetto retrataba el punto más alto de aquel pacto de convivencia. Y quizá fue la última, porque a pesar de Cafiero y su intención de asociarse a Alfonsín en su plan de reinvención de la cultura política nacional, los números de la economía «de guerra», la inflación desatada y la pérdida del poder adquisitivo del salario astillaron sus bases hasta volver el país ingobernable, derrumbando cualquier sueño compartido entre ambos líderes de la transición democrática. La irrupción salvaje de Menem en escena que había sido el primero, antes que Cafiero, en acercarse a Alfonsín en el pico de su popularidad para luego alejarse, con gran timing, cambió todos los planes del peronismo: Cafiero sufrió la misma suerte que Alfonsín. Compartieron la declinación. Menem puso en jaque el paradigma modernizador y a sus defensores, prometiendo una «revolución productiva» que jamás concretaría. Lo demás, su traición, es historia conocida.
Pichetto traza una analogía desde la imagen para explicar lo que pretende para este momento histórico, donde le asigna al peronismo un lugar de socio en la aventura macrista. Pero juega con la historia de modo caprichoso. Pretende asociar a CFK con «los mariscales de la derrota del peronismo» de los ’80 (muchos de los cuales resucitaron con el menemismo) y se abraza a Macri como Cafiero lo hizo con Alfonsín porque supone que, tal como escribe Jaime Duran Barba los domingos en Perfil, el macrismo llegó para quedarse por décadas porque expresa un cambio cultural y porque en el diseño del nuevo país, la aventura kirchnerista (es decir, la radicalización distribucionista del peronismo de los últimos años) sobra. Solo habría espacio, entonces, para un peronismo dócil, republicano, dador de gobernabilidad. Al fin de cuentas, un peronismo que acepte las reglas de etiqueta que exige el país neoliberal.
Ese peronismo cree tener más puntos de contacto con el macrismo que con el kirchnerismo. A veces, tener un enemigo común se parece mucho a una alianza, aunque no lo sea. Lo que el peronismo a la Pichetto no termina de comprender es que Macri no es Alfonsín, que Pichetto no es Cafiero y que CFK no es Isabel Perón.
Macri no es Alfonsín porque no se plantea una cogobernabilidad, como el líder de la transición democrática. Es la principal queja del radicalismo actual, que va a camino a ser la cena del PRO.
Pichetto no es Cafiero porque no renueva nada del peronismo, más bien lo retorna a sus prácticas aparatistas. CFK no es Isabel Perón. No se exilió, no se jubiló de dirigente y sigue siendo un liderazgo con fuerte incidencia en la política argentina. Estos no son los ’80. Pasaron muchas cosas desde entonces. La foto que eligió Pichetto para justificarse, vale la pena recordarlo, fue devorada por las llamas de una economía en crisis.
Y eso sí que se parece bastante a lo que está pasando ahora. «
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