Macondo

Por: Ricardo Gotta

Claro que en Macondo, no en la Argentina del realismo pérfido, lo que sucedió al insomnio fue pérdida de la memoria.

Esnal era un historiador de un pueblito uruguayo. Enrolado en los tupamaros, daba charlas de historia antigua a sus vecinos que, seducidos, le pedían cada vez más. Así salvó su pellejo y el de un cumpa apresado. Incluso cuando afirmaba: «La reconstrucción verídica del pasado jamás podrá ser lograda» porque la diseñan los vencedores. «La historia ofrece seguros refugios para los vencidos, intervenciones pergeñadas con finalidad piadosa a la que aferrarse y renacer». Alivio de Luto, la novela de Mario Delgado Aparaín no sólo trascurre con elevada pluma, sino con perennes reflexiones de profundidad política.

Necesitamos un pasado nuevo, cavilaba Esnal ante la avidez de justificaciones del presente. Se lo piensa con recurrencia en Argentina al intentar justificar la tragedia nacional que significa haber llegado al actual desbarajuste político y a un gobierno de tan insólita estofa. «Mirá de dónde venimos», suele razonarse con mayor o menor hondura. La respuesta a tan crucial intríngulis histórico del país, debería ser encerrar no sólo ese factor, para no caer en la banalidad.

«Mirara donde mirara con ojos primitivos, veía el teatro de la vida. Mirara donde mirara levantaba ese pasado augural y extremadamente fácil de recordar, fabricado por los hombres muertos para hombres vivos», dice Esnal. Le suma simbolismo: Al Che, asmático y solo, lo acribilló el mundo en la escuela rural. Cristo en la cruz, en arameo, le recriminó su abandono a Dios. Adán y Eva fueron expulsados del paraíso.

Ahora que la potencia mediática de las plataformas acercó a multitudes las peripecias de José Arcadio Buendía, tal vez, en tren de ser estrictamente respetuosos de la originalidad, virtud artística, magia descriptiva e inmensa calidad literaria, lo plausible sería invitar a disfrutar de pleno la creación de Gabriel García Márquez y no en una historia audiovisual, adaptada a las apuradas síntesis de estos tiempos, bien contada, con matices para resaltar (fotografía, actuaciones) pero que no llega a reflejar su extraordinaria belleza poética. Realismo mágico, poesía, lirismo: suelen no acomodarse con sencillez a la acción concreta que pretende una imagen.

La cuestión es que apenas avanzada la historia, los primeros de los Cien años de Soledad, azota a Macondo la plaga del insomnio, que al principio fue tomada con alborozo ya que, al no perderse horas en dormir, se podría trabajar más, producir más, obtener más riquezas. En fin: prendamos velas para que los espíritus derechosos, libertarios y demás cochambre, no se inspiren en el descubrimiento de estos preceptos para sus pérfidas reformas laborales. Proclives, como son a la posverdad, a no tener empacho en sembrar calumnias y mentir con naturalidad, a interpretaciones sesgadas en su conveniencia. Tal vez sea una seria imprudencia, casi una revelación, que se enteren de tales fabulosas ideas.

Claro que en Macondo, no en la Argentina del realismo pérfido, lo que sucedió al insomnio fue pérdida de la memoria. Suele ocurrir como una consecuencia del mal descanso: tal vez se halle allí uno de los problemas de los argentinos para tropezar una y otra vez en la misma piedra. Ese extravío de los recuerdos de los habitantes del pueblo pergeñado por la suprema inventiva del Gabo, se tradujo en el olvido del nombre real de las cosas. Y como paso posterior, para qué sirven… Por las ciénagas colombianas de fines de siglo XVIII no se hablaba aún de justicia social, soberanía económica o independencia económica, aunque sí hay en la trama de la novela preceptos de igualdad, fraternidad y equitativa distribución de los ingresos, como se advierte cuando el gobierno envía a un corregidor y el propio Buendía lo toma de las solapas, lo pasea en el aire por la plaza y le grita: «En este pueblo no mandamos con papeles. Para que sepa de una buena vez, no necesitamos un corregidor porque no hay nada que corregir». La fundación de Macondo había sido colectiva y como detalle ejemplificador, todas las casas tenían originalmente, la misma posibilidad de acceso al arroyo. Los derechos y los deberes, bien parejos.

Estas digresiones no tuvieron la razón de interrumpir la descripción de las consecuencias de mal del sueño que derivó en el mal del olvido. Para soslayarlo, primero tomaron conciencia del problema: una enfermedad real. Luego José Arcadio y su hijo Aureliano (el mismo que luego sería coronel y recordaría frente al pelotón de fusilamiento cuando su padre lo llevó a conocer el hielo, uno de los inicios de novela más fabulosos de la biblioteca) pusieron en práctica, primero en su casa y luego en toda la ciudad, la ingeniosa norma de escribir el nombre de las cosas en papeles o carteles y pegárselos. Mesa, Pared, Vaca, Bandera, Macondo, Dios existe.

La tentación se convierte en obviedad: qué extraño mal nos contagiamos los argentinos que en inmensos porcentajes, con una recurrencia lacerante, nos olvidamos de los días felices y de los derechos obtenidos, de los sacrificios que dieron frutos, de los afectos y las solidaridades que le dan sustento a las ideas de Benedetti: «Si te quiero es porque sos mi amor, mi cómplice y todo, y en la calle codo a codo, somos mucho más que dos». El poema se llama Te quiero y habla del prójimo. Qué extraño mal nos contagió para que nos hayamos hundido en el reino de la locura, la perversidad, el individualismo y el sálvese quien pueda…

Macondo se hundía sin remedio en el tremedal del olvido, hasta que regresó Melquíades, un gitano alquimista que visitaba el pueblo para venderles los inventos del mundo. A un precio justo. Sin apropiarse por baratijas de las riquezas ajenas. A Melquíades lo creían muerto, pero regresó y al ver que la ausencia de memoria les impedía reconocerlo, preparó una poción elaborada con elementos que traía en sus maletas atiborradas de sustancias. Uno por uno lloró al retomar las rutas de los recuerdos y reconocerse en olvidadas alegrías. El viejo gitano les recordó que fue producto de investigaciones, que cuidaran la sabiduría autóctona, que eso les abriría las puertas del futuro. Que habían superado la marisma del extravío.

Y que no fue magia.

Tiempo después, José Arcadio fue amarrado a un castaño como castigo por su locura. Se necesitaron diez hombres para tumbarlo, 14 para amarrarlo, 20 para arrastrarlo y atarlo. Tal vez alguna vez se sepa cuántos argentinos deberán recobrar la memoria, apelar al pasado para asumir el presente y apuntar a un futuro sin ataduras. Sin locuras ni vilezas.

Aunque hoy suene a mucho más que realismo mágico.  «

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