El exmandatario recorrerá su bastión histórico para consolidar el apoyo para el 2018.
Las elecciones presidenciales no se celebrarán hasta octubre del próximo año y muchos de los potenciales candidatos mantienen todavía perfil bajo. Pero el ícono de la izquierda latinoamericana no tiene tiempo que perder.
A los 71 años, Lula se encuentra en un cruce de caminos. Condenado a casi diez años de prisión por corrupción, y autorizado a recurrir en libertad, subirá la apuesta por su carisma para luchar por su regreso.
Esta gira de tres semanas con la que recorrerá 28 ciudades es también un retorno a las raíces del exmandatario, quien nació en Pernambuco, en pleno corazón del castigado noreste brasileño.
Séptimo hijo de un matrimonio de analfabetos, en estas áridas tierras Lula conoció el hambre antes de que su familia emigrara a la industrial Sao Paulo cuando él tenía siete años.
La caravana «Lula por Brasil», que comienza el jueves en Salvador de Bahía, se inspira en las «Caravanas de la Ciudadanía» que permitieron al exdirigente sindical visitar 359 ciudades del país entre 1993 et 1996. Seis años más tarde, se convertía en el primer presidente obrero del país.
Herencia social
Pero el Nordeste es, también, una de las regiones que más se beneficiaron de las ambiciosas políticas sociales de Lula, que contribuyeron a sacar a millones de brasileños de la pobreza durante sus dos mandatos (2003-2010).
Un legado con el que pretende reencontrase ahora durante una gira que incluirá, entre otros, actos en universidades populares creadas en sus gobiernos o una reunión junto a pequeños agricultores para defender políticas sociales que «han sido reducidas o desmontadas» por la administración del conservador Michel Temer, según adelantó su asesoría de prensa.
«Lula es un candidato que necesita tocar a las personas, abrazar a los niños. La fuerza del contacto físico puede generar imágenes icónicas y fortalecer todavía más su imagen de líder mesiánico», valoró a la AFP Paulo Moura, especialista en marketing político.
Con una impresionante tasa de popularidad del 80%, Lula era prácticamente intocable cuando dejó el poder en 2010, mientras Brasil volaba imparable impulsado por el boom de las materias primas.
Pero hoy, el panorama ha cambiado considerablemente. Con el gigante emergente desplomado, el país lucha para salir de su peor recesión en un siglo cuando se cumple un año de que su sucesora y ahijada política, Dilma Rousseff, fuera destituida acusada de maquillar las cuentas públicas.
¿Única esperanza?
Tampoco los años han tratado mejor a Lula, cuya imagen se ha visto considerablemente empañada por los escándalos de corrupción.
El pasado 12 de julio, el exmandatario fue condenado a nueve años y medio de cárcel por el juez Sergio Moro, a cargo en primera instancia de la investigación Lava Jato sobre una gigantesca red de sobornos en Petrobras.
Erigido por muchos como símbolo de lucha anticorrupción -y enemigo íntimo de Lula-, el popular magistrado congeló también sus bienes y acogió poco después una segunda denuncia en su contra por otro caso relacionado con el mismo escándalo.
El líder de la izquierda rechaza todos los cargos y los atribuye a una tentativa de las «élites» de bloquear su eventual candidatura presidencial. Eso ocurriría, en principio, si el fallo fuese confirmado en segunda instancia.
Mientras, los sondeos siguen situándole en cabeza en caso de que pueda presentarse, aunque los resultados deben leerse con cautela, ya que Lula es también la figura que despierta un mayor rechazo y analistas estiman que su ventaja podría fundirse cuando otros candidatos se lancen oficialmente a la carrera.
Aunque, pese a todas las polémicas, Lula es visto por muchos como la única esperanza del Partido de los Trabajadores (PT) para recuperarse del revés histórico sufrido en las elecciones municipales del pasado octubre.
«Esta caravana en el nordeste tiene un doble propósito: contestar la condena, dando la imagen de que una persona tan adorada no puede ir a prisión, además de movilizar a las tropas del PT, que precisa de su carisma para sobrevivir», analizó Paulo Moura.
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