Cultores de la agroecología se encuentran para trocar semillas, plantines y gajos de sus huertas familiares. En una época de agrotóxicos y alimentos industriales poco saludables, proponen compartir para comer mejor.
Matilde proviene de una familia de laboriosos campesinos de Amambay, en Paraguay, que buscaron labrarse un futuro en la Argentina: «Llevo la agricultura en la sangre. Mis padres vivían de la tierra. Teníamos mandioca, maíz, arroz todo crecía fácil allá. Tener una huerta en la ciudad es distinto, pero no imposible».
Cuango se mudó a General Pacheco, Matilde cumplió el sueño del «pedacito de tierra» propio. ¡Casi 20 metros cuadrados! Allí dio a luz a su segunda huerta urbana: «No fue tan fácil, es una zona muy húmeda, con mucho insecto. Por eso me empecé a capacitar, a aprender técnicas». Hace una década se acercó a los talleres del Pro Huerta el programa del INTA y el Ministerio de Desarrollo Social que promueve las prácticas agroecológicas para el autoabastecimiento y la educación alimentaria y descubrió nuevos horizontes verdes. Hoy es promotora del programa, da clases magistrales sobre suelos y los cuidados esenciales de frutas y hortalizas.
«Amo las plantas», resume Matilde y acaricia con dulzura de abuela los plantines de paico, menta y peperina que trajo desde su parcela para intercambiar en la feria de huerteros y vecinos montada en la Estación Fluvial de Tigre. «De mi huerta aprendí que se puede comer rico, sano y gratis se despide, sólo hay que invertir algo que para muchos es escaso. Plata, no. Tiempo y dedicación».
Comemos como vivimos
El ingeniero agrónomo Claudio Leveratto, del INTA, es uno de los pilares históricos de la feria. Cuenta que dedicó toda su vida a la agroecología, una forma particular de producir, de comer, de encarar la existencia. «Esta feria se hace dos veces al año con el apoyo del municipio de Tigre, pero también funciona en otros puntos del país. Se intercambian las semillas, los plantines y los gajitos que tenemos en casa. Nos enfocamos en la huerta, pero los vecinos también traen aromáticas, ornamentales, lo que tengan. La consigna es compartir: puro trueque, nada de plata. Todos tenemos algo para intercambiar», asegura Leveratto, mientras recorre los puestos florecientes.
Ante un escenario donde reinan el monocultivo como política hegemónica, los agrotóxicos, los alimentos poco saludables y las tristes estadísticas del hambre, hay productores, pequeños campesinos, familias y profesionales que no bajan los brazos: «Nosotros no encajamos en ese paradigma apunta Leveratto. Buscamos desmitificar que sea imposible producir sin veneno, sin químicos. También que la agroecología sólo se pueda hacer en pequeña escala. Pueden decir que esto es una utopía, pero la hacemos real con nuestro trabajo cotidiano».
Tomate con gusto a tomate, lechuga con gusto a lechuga… «Quizá mucha gente desconoce estos sabores. Producir tu alimento no sólo es sano, también es sabroso», explica el ingeniero Víctor Groppa, y regala semillas de tomate amarillo, rojo y negro. Su compromiso con la agroecología se produjo tras la muerte de su esposa, víctima de cáncer: «Muchas veces lo produce la contaminación. Me propuse motivar a la gente a cambiar de alimentación. Una huerta se puede hacer en la terraza, el patio, hasta en la vereda. Si los costados de la Panamericana fueran una inmensa huerta, el hambre no sería un problema».
Sobre el improvisado escenario, Palmito y el Ejército Chapatista de Resistencia Estomacal se despachan con un menú de odas a la buena alimentación. En su puesto repleto de plantines de acelga, ciboulette y romero, Cintia cuenta que milita en una huerta social en el barrio Las Tunas, que da de comer a decenas de familias y comedores. «La huerta genera vínculos entre los vecinos. Las plantas son seres vivos que cuidamos y vemos crecer, que nos unen en comunidad». «
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