Crónica de un evento de Mazmorra, la web que reúne al sadomasoquismo porteño, tan lejos de la violencia estereotipada como del sexo "vainilla".
Dos minutos para la medianoche del sábado. Sin prisa, sin pausa, va cayendo gente a la disco, a pasos del Obelisco. Hay muchas parejas y solitarias y solitarios de todas las edades. La mayoría, navegantes experimentados de los foros de Mazmorra, pero también algunos voyeurs o simples curiosos que dan sus primeros pasos en el gremio.
«Yo también llegué por curiosidad. Venía leyendo mucho del tema: Sade, el Kama-sutra y sobre todo Internet, para conocer otras experiencias. Tenía parejas, pero sentía que en el sexo me faltaba algo. Al principio me costó venir, es difícil el paso de lo virtual a lo físico», cuenta N, una joven estudiante. Recuerda que la tercera vez que la invitaron al encuentro, fue la vencida. En el debut sintió timidez, ciertas ataduras sólo le permitieron tantear el terreno, pero con el pasar de las fiestas se soltó y comenzó a explorar las diversas superficies del placer. Así descubrió qué era lo que le gustaba: la sumisión. «Me siento a gusto en ese rol. Disfruto mucho las sesiones en el potro. Son momentos de diálogo entre el placer de mi amo y el mío». Pura dialéctica hegeliana puesta en práctica con los cuerpos.
En el living, grupitos de pibes y algunas parejitas matan el tiempo compartiendo un trago, fumando o simplemente haciéndose unos mimos fríos. En un rato, las sesiones calientes en el subsuelo harán subir la temperatura. «Dejamos que el morbo y las fantasías fluyan –se despide N antes de perderse en la pista–. El BDSM es pleno disfrute. A alguien que no es de este mundo le digo que no viva el sexo como un tabú. Todos lo practicamos, hasta nuestros padres. Quién te dice que en este momento, tus papás no estén practicando sadomasoquismo en su cuarto».
Amo a mi amo
Con más de una década de historia en el BDSM, Ciro es toda una eminencia de la fusta de cuero y otros utensilios. Explica, café de por medio en un bar porteño, que el BDSM incluye en su sigla las prácticas del bondage (ataduras), la dominación (y la sumisión), el sadismo y el masoquismo. Una ley capital marca los límites de estas disciplinas: la relación ama/o-esclava/o o dominante-sumisa/o debe ser consensuada. «Hay que desmitificar esto. El BDSM es el lado opuesto de la violencia. Tiene mucho más que ver con la búsqueda del placer, con entregarse plenamente al goce. Nosotros, la mayoría, tenemos vidas comunes, pero a la hora de expresar nuestra sexualidad, nos permitimos explorar sensaciones más allá de lo normal». ¿Qué es lo normal? «Vainilla» es como apodan los cultores del BDSM al sexo «tradicional».
Ciro bucea en su memoria y recuerda una experiencia iniciática: «Era muy pendejo, tendría unos 12 años y estaba viendo la película Barbarella con mi familia. Ahí aparecía el Doctor Duran Duran y su Orgasmatron, la máquina que mataba con orgasmos. Veía la peli y pensaba: ‘Olalá, yo quiero eso'». En su adolescencia se fascinó con las revistas porno europeas que conseguía: «Todo muy bizarro, con chongos de cuero, bastantes sórdidos, la vieja escuela del SM». La siguiente parada en su formación llegó con la web: «Al principio era todo muy idealizado, lo llamamos de corte ‘mesiánico’, que es el cuento rosa pero en versión sado. Tipo la Historia de O, el dominante y su grupo de esclavas, una visión estereotipada que llega hasta nuestros días y que difundió al extremo 50 sombras de Grey». A los 30 y pico, decidió soltar amarras: «Empecé a plantearme las relaciones de otra manera. Necesitaba cruzar los límites impuestos. Sigo teniendo sexo vainilla, pero prefiero lo otro». Agrega que salir del clóset es difícil: el BDSM sigue siendo un tabú, como el sexo en general.
Siempre asumió el rol de amo en sus encuentros. Y ello implica una gran responsabilidad: «Cuando una persona me dice: ‘Haceme lo que quieras’, paro la pelota y le digo: ‘Charlemos’. Hablamos de los límites: los duros, que nunca se van a traspasar, y los flexibles, que con autoconocimiento y entendimiento pueden cruzarse en el futuro. Soy muy protocolar en mis relaciones, para dar un marco de acción consensuado. Firmo un contrato». El documento incluye un check list, un minucioso listado que detalla las reglas de juego, prácticas y márgenes de dolor aprobado: «No tiene valor legal, pero sí carácter simbólico en esta comunidad. Como el collar con las iniciales del amo que marca propiedad sobre el sumiso. Ser amo supone un acuerdo, confianza. Atás a la persona que está bajo tu control, la vendás y se entrega totalmente. Si no hay consentimiento, sería manipulación, o peor, abuso. Nuestra búsqueda va por otro lado».
Mi ama me ama
Además de organizadora de los eventos de Mazmorra, Paula es la pareja y sumisa de Ciro. Hace memoria: «Llegué hace cuatro años. Siempre tuve fantasías ‘raras’, pero cuando se las planteé a mi exmarido, me mandó literalmente al psiquiatra». Las sesiones de terapia y las charlas con especialistas en juegos sexuales le abrieron los ojos. «Sabía que existía el BDSM, pero no le entendía la onda. Entonces conocí a Ciro. Al principio charlamos un montón y de su mano empecé a descubrir qué me divertía en la cama y también qué no».
En el medio, cuenta Paula, tuvo su deconstrucción como mujer. Es feminista, y eso implica romper las estructuras en el BDSM, un espacio tradicionalmente sometido por el machismo. En los eventos, dicen, predican contra ese paradigma: «Feminista sumisa, suena raro, ¿no? Pero en este camino de autoexploración de mi placer, ser sumisa me empodera como mujer. Pienso que el sexo convencional es machista, sólo importa el placer del hombre. Cuando nosotras elegimos un rol, lo atamos a nuestro placer. El límite está en el preciso momento en que nos deja de gustar».
Unidos y dominados
El código de vestimenta en la fiesta es diverso: desde el icónico leather (el cuero predomina en camperas, muñequeras, borcegos y, por supuesto, collares) hasta elegantísimos vestidos largos y tacos aguja kilométricos. Algunos caballeros lucen acodados en la barra una elegancia sobria, con sweaters anudados al cuello. Otros, más glamorosos, emperifollados con peluquitas carré y minifaldas, brillan como personajes de animé en la pista de baile del primer piso. Los juegos de rol y el fetichismo nunca pasan de moda.
El subsuelo está poblado por un oscuro mobiliario: potros de tortura finamente acolchonados, arcos para practicar el shibari –la disciplina de atadura de origen japonés–, diminutas celdas y cruces de San Andrés con sus cadenas. Un espacio bien dispuesto para la experimentación. Con una sola regla suprema: sano, seguro y consensuado.
El DJ dispara por los parlantes clásicos de Marilyn Manson y Nine Inch Neils. Un gran círculo humano disfruta con extremo respeto de una performance extrema. Con los ojos bien cerrados, una chica atada con papel film a una columna se entrega al placer que le brindan un chico de rostro enmascarado y una señorita vestida de impoluto cuero. Juegan con la respiración y con una fusta. En el clímax, el trío se funde en un abrazo.
El pibe de la careta se hace llamar Míster K: «Me gusta esto de incorporar la actuación, los roles. Pero no es solo un juego, hay que estudiar para las sesiones. Y la mejor manera es practicar: puedo pasarme horas buscando los puntos erógenos. Encontrarlos es hermoso. Cada ser humano es un mundo». Se define como un amo sádico, y eso implica un vínculo muy fuerte con sus sumisos: «Hay que construir confianza. Además está la palabra de seguridad, que garantiza el cuidado de la persona. Esto no es ‘te pego en el culo hasta cansarme'».
A las 4 de la mañana, el subsuelo luce exhausto. «¿Ya se retira, Señor X?», pregunta la Señorita O cerca de la salida. Cuenta que antes de llegar a Mazmorra sentía muchos pruritos con su cuerpo: «Era muy reprimida, tenía inseguridad, pero acá aprendí, más allá de explorar mi deseo, a relacionarme con las personas». Hoy exhibe sus generosas curvas sin prejuicios. En la comunidad encontró compañeros de placer y, sobre todo, amigos: «¿Sabés lo que es el BDSM? Una forma de comunicación».
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