El cantante, compositor y multiinstrumentista oriundo de Viedma lanzó "El rostro de los acantilados", un álbum en el que "conviven todas mis personalidades". La participación de David Lebón y Pedro Aznar.
“Me gusta la idea de que lo primero que suponga la gente al ver la tapa del disco es que eso está en Islandia”, dice el artista viedmense. “Y después se desconcierte al saber que queda acá”. No es ninguna hipérbole lo que manifiesta. De hecho, su colega noruego Erlend Øye ya había destacado en varias oportunidades las similitudes entre el paisaje patagónico y el nórdico. “Es importante que se sepa que esos acantilados se encuentran en la Argentina. No es que esté haciéndole promoción al turismo rionegrino, ni nada por el estilo. Pero la verdad es que ése es un lugar mágico. Además, en lo personal, me marcó mucho”, advierte. “En el fondo, lo que intento sugerir es que yo soy de ahí. Gracias a eso, muchas de las canciones que hago están atravesadas por la misma circunstancia. Estoy haciendo alusión a parte de mi vida”.
Pese al tono sugestivo con el que se refiere a ese trozo de terruño, las historias que envuelven a las canciones de su octavo álbum no tienen un pulso evocativo. “Las crónicas del viento, disco doble que saqué hace unos años (salió en 2009), habla de mi infancia y hasta de mi adolescencia. Toda mi vida está ahí escrita”, subraya Lisandro. El rostro de los acantilados no tiene eso. El título se refiere más bien al núcleo, al lugar de donde vengo. En ese sentido, me pareció importante remarcar el federalismo. Sin embargo, las letras no se meten mucho con el Sur, sino más bien con lo que estoy viviendo ahora”. Para muestra está el single “Príncipe de lata”, donde el músico, compositor y productor versa: “Yo no convencí tu amor, todo era tan real. Como cuando ves tu luz. Canciones en cápsulas, cápsulas de cristal ( …) Yo no te encontré razón, puede que no sea verdad. O algo te delata”.
Aparte de la autorreferencia y del viaje hacia el fondo de la introspección, otro rasgo que atraviesa a las 13 canciones que componen el flamante repertorio es el halo oscuro. Aunque esto no es ninguna novedad en la obra del artífice, esta vez lo deja en evidencia de tal forma que abre el juego hacia la duda o la puridad. Lo que sí es una certeza, y él mismo se encarga de reconocerlo, es que este trabajo sintetiza su impronta musical. “Es un compilado de mis estilos”, revela. “De algún modo, junta todas esas capas que fui creando en todos estos años. Cada disco tiene una personalidad más marcada, y en éste conviven todas mis personalidades juntas. Hay un poco de folk, hay un poco de electrónica y un poco de rock. Si bien odio la palabra popurrí, hay un conjunto de todas esas gamas y facetas que fui madurando. Ahora que cumplí 45 años, me pareció lindo marcar un tobogán hacia otro lado”.
En El rostro de los acantilados, también abunda la canción. “Eso me encanta porque me puedo mostrar como cantautor”, afirma. “Estoy en un punto maduro de mi carrera en el que puedo entender la canción. Ya la entendí, en realidad. Cuando escucho estas canciones, reconozco en ellas a Lisandro Aritismuño. Me parece que tengo una identidad cancionera, como artesano de las canciones. De todas formas, no temo que eso se vaya modernizando. Me re acepto”. Vale la pena recordar que el disco lanzado el pasado 12 de octubre es el reencuentro del artista con el formato canción, tras poner a circular el álbum en vivo Set 1 (2022) y =EP8 (2021). Este último es un material de corte experimental, firmado junto al guitarrista Fernando Kabusacki, en el que imprime su veta más próxima a esa música electrónica lúdica, iluminada y dinámica patentada por productores del calibre de Four Tet o Bonobo.
Pero el sucesor del álbum Criptograma (2020) es asimismo una consecuencia de la espontaneidad. “Al ser artista independiente, no tengo ninguna presión para tener que hacer un disco en tal fecha. Nunca fue así, y espero que tampoco lo llegue a ser”, esboza. “Tengo mi propio estudio, lo que me permite grabar siempre un montón de ideas. Las llevo adelante hasta que se convierten en canción, mientras que otras quedan en el camino. Algunas se dejan, y otras no. En el momento en el que vi que tenía una linda carpeta de canciones, las empecé a agrupar, a cambiar de orden, las produje, y comencé a llamar a músicos invitados para que tuvieran otros colores. Y quedó este disco. Si bien ahora es un disco, no era mi intención. Surgió. Es re necesario sacarse las cosas de encima, del mejor modo posible. Más que sacárselas de encima, lo saludable es compartirlas”.
Antes del lanzamiento, el cantautor rionegrino organizó una escucha previa del álbum en el búnker del Kun Agüero, en el barrio de Palermo. Aunque el futbolista no se encontraba, al evento asistieron varios músicos. Entre los que destacaron Lucas Martí y Mariana Michi: ambos colaboradores de esta producción. A pesar de que el primero anunció su retiro de los escenarios, aún sigue vinculado a la grabación. De lo que puede dar fe su participación en «A lo mejor» (evoca a Sulky, chacarera alienígena de Gustavo Cerati, pero ralentizada). En tanto que la también integrante del grupo Miau Trío puso su voz al servicio de la canción «Bailar» (algo así como una lectura aún más minimalista de Depeche Mode), en la que hace tándem con Tweety González. Martín Partyrer y Nico Alferu (integrante de la banda Todo Aparenta Normal) y el británico Jono McCleery aparecen igualmente en los créditos.
Salvo en su debut, Azules turquesas (2004), y en Constelaciones (2016), en los demás álbumes siempre hubo invitados: desde Kevin Johansen hasta Wos, pasando por Liliana Herrero, Ricardo Mollo, Fito Páez, Palo Pandolfo y Boom Boom Kid. Sin embargo, en este octavo larga duración es donde más presencia hay. Y, de paso, Lisandro se dio el gusto de tener a sendos ex Serú Girán, David Lebón y Pedro Aznar, en su troupe. “En el caso de David, tuve la suerte de participar de su disco anterior, Lebón & Co. Me acompañaron en mi infancia y mi adolescencia. Tener a dos Serú Girán en el disco es más que un sueño cumplido”, confiesa. “Siempre me gustó invitar gente a los discos. Cuando empecé a hacerlo, el ‘featuring’ no estaba de moda. Ni siquiera creí que podía estarlo. Pero hoy es un lugar común. De todas formas, siempre tuve esa fascinación por compartir”.
Quizá el detalle de esta entrega recaiga en la canción 1986, que recrea una vez más la voz de Víctor Hugo Morales inmortalizando el gol de Maradona contra Inglaterra en el Mundial del ’86 (el del “Barrilete cósmico”). Amén de la insistencia del patagónico de seguir apostando por la autogestión (el disco apareció a través de su sello, Viento azul). “Si uno no se fija en sus raíces, no tiene identidad. Mi identidad es eso: es ser independiente y ese lugar que aparece en la tapa del disco. Ahí arrancó todo”, justifica. “Por más que ya tengo más tiempo viviendo en Buenos Aires que en el Sur, nunca me dio vergüenza, ni me sentí inferior por venir de ahí. Sigo siendo igual, luego de más de 20 años en la música. Me gustaba la idea de contarle a la gente, y sobre todo a los colegas, que se puede ser de otro lugar que no sea Buenos Aires. El músico se descubre solo, y a partir de eso sabe cuál es su camino”.
Al momento de elegir el nombre para su flamante disco de estudio, el cantautor explicita que se respaldó en el “recorrido” por las historias que imaginaba al observar las formas (o rostros) que bordean las costas acantiladas más cercanas a su Viedma natal.
“Cuando empecé a hacer este disco, me acordé de eso que nos hacía muy felices a nosotros, y me pareció un lindo título para agrupar estas canciones, porque creo que cada canción es un rostro y tiene una sensibilidad y una forma diferente. Tal como pasaba ahí en los acantilados”, ahonda el exponente patagónico establecido desde hace décadas en la Ciudad de Buenos Aires.
“Cada canción es un rostro, y cada rostro es una parte de mi vida, de mi infancia, de mi ahora o de la adolescencia”. El dato de color del registro visual, tomado en Ruta de los Acantilados, es que las fotos del disco son de la autoría de Valentín López López: mánager de Lisandro. Si bien su representante se define como un fotógrafo eventual, sus retratos también se pueden apreciar, por ejemplo, en el álbum Criptograma.
En agosto pasado, Aristimuño dirigió en el CCK, como parte del ciclo Discos esenciales 1983-2023, el tributo a Bocanada, el emblemático disco de Gustavo Cerati.
Se trata de un álbum que cinceló la idiosincrasia sonora del cantautor rionegrino. “La salida de Bocanada, en 1999, fue clave para mí”, reconoce el artista. “En ese momento, estaba en el sur comenzando a grabar mis demos en una portaestudio de cassette. Al comprarme el CD, y ponerle play, sentí una apertura gigantesca en mi mente y en mi corazón. Me quedé congelado con una sonrisa de oreja a oreja. Sentí que nunca había escuchado un disco así, hecho por un artista latinoamericano. Era como si hubiera llegado el futuro sonoro en mis oídos, y me dio la garantía de que se podía mezclar la electrónica con canciones, y hacerlas sonar de ese modo. Me influenció en la utilización de ambientes, sonoridades y texturas”. Sobre el ex Soda Stereo, el músico expeditó: “Siempre estuvo en mis repertorios desde que comencé a tocar y cantar. Es una influencia muy importante en mis discos”.
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