Libros, por Mónica López Ocón

Por: Mónica López Ocón

Jamás me haría socia de un club de nostálgicos añoradores del pasado. Pero tampoco me inscribiría en las filas de los apocalípticos que anuncian la inevitable muerte de lo viejo a manos de la última novedad del mercado. Para ser sincera, los apocalípticos me tienen harta. Ya profetizaron la muerte de las ideologías, de la historia, del libro de papel.

Según ellos, el libro digital le clavará una estaca en el corazón a su antecesor para que nunca más se aparezca en las noches a consolar insomnes o le asestará una puñalada en los primeros capítulos para que se desangre en palabras.

Sin embargo, el libro de papel es un objeto demasiado perfecto como para borrarlo de un plumazo. Tan perfecto es que la tecnología tuvo que imitarlo. Leerlo en una computadora significaba un retroceso, ya que la lectura digital regresaba al lejano estadio del rollo: el texto en la pantalla sólo podía moverse de arriba hacia abajo y viceversa.

Fue toda una novedad cuando la Biblioteca Británica ofreció la posibilidad de consultar digitalmente algunos de sus tesoros –por ejemplo, un antiguo libro de botánica con hermosos dibujos de hojas y flores- pasando las páginas casi como si fuera un libro de papel. Pero ese «casi» era un abismo. Resultaba imposible sentir el tacto rugoso del papel, del polvillo de los siglos tan etéreo como el de las alas de una mariposa. Como experiencia táctil era un fracaso. Además, no propiciaba ninguno de los rituales del lector de libros materiales. «Le das vueltas al libro entre las manos –dice Ítalo Calvino–, recorres las frases de la contraportada, de la solapa, frases genéricas, que no dicen mucho. (…) este girar en torno al libro, leerlo alrededor antes de leerlo por dentro, forma parte del placer del libro nuevo, pero como todos los placeres preliminares tiene una duración óptima si se quiere que sirva para empujar hacia el placer más consistente de la consumación del acto, esto es, de la lectura del libro».

Hay quien realiza rituales más personales. El jefe de Redacción de este diario, coleccionista de señaladores, utiliza un señalador de la India, si va a leer a un autor de ese país, o uno de China, si se trata de un autor chino. Siempre encuentra un señalador para una nacionalidad. Para él, los libros de papel tienen la materialidad de un territorio, de un país. ¿Leer no es, acaso, viajar?

Por su parte, el jefe de Diseño, hunde su nariz en los pliegues más íntimos de los libros nuevos en busca quizá de un remotísimo aroma de arcilla sumeria o de la fragante tinta de Gutenberg.

Es que los libros de papel interpelan todos los sentidos. Los digitales, en cambio, padecen de asepsia tecnológica. Las palabras se muestran detrás de un vidrio como si se tratara de un acuario o estuvieran confinadas en una cárcel donde no es posible el contacto físico con los prisioneros. Por eso, me niego a releer El Quijote en forma digital. La llanura manchega no tendría el tono amarillento del ejemplar que heredé de mi padre, no encontraría en él boletos viejos ni viejos programas de cine, no tropezaría con sus subrayados y sus comentarios. Como el Quijote de Pierre Menard tendría las mismas palabras, pero su sentido sería distinto.

Ahí están los libros de papel, esperando en la biblioteca, como perros fieles, que les acariciemos el lomo. O apilados en la mesa de luz como integrantes de un harén, ansiosos de ser elegidos por el sultán o la sultana. O en las sillas para compensar la falta de estantes, en la mesa de donde son desalojados a la hora de comer, en el piso a la espera de un lugar definitivo que nunca llega, en el baño para acompañar la soledad de la intimidad absoluta, mezclados sin ningún orden en las cajas de la mudanza, en una biblioteca ajena por culpa de un préstamo, acostumbrándose al nuevo hábitat donde fueron ubicados como botín de guerra luego de la separación sentimental de la pareja lectora.

Sí, ahí están, juntando polvo, convocando a los ácaros, tentando a las polillas, ocupando espacio y promoviendo el desorden. Una amiga me dijo una vez que el caos que reina en mi casa tenía una solución y se llamaba e-book. Le pregunté indignada si acaso había hecho un curso con Marie Kondo, la japonesa que enseña a disponer las prendas con un orden marcial, a ordenar las bombachas con un método bibliotecológico y a limpiar la casa de recuerdos con una aspiradora selectiva que aspira el polvo de la memoria. Terminé mi alocución con una cita de Walter Benjamin. Por suerte, Desembalo mi biblioteca estaba en la cúpula de la torre más alta de los libros del comedor: «Si es cierto que toda pasión linda con el caos, la del coleccionista roza el caos de los recuerdos. Diré más: el desorden ya habitual de estos libros dispersos subraya la presencia del azar y del destino haciendo revivir los colores del pasado. Pues una colección, ¿qué es sino un desorden tan familiar que adquiere así la apariencia del orden?».

Me gusta vivir rodeada de libros hospitalarios, habitables. «El techito que forman los libros cuando los abrimos con el lomo hacia arriba es el más seguro de los refugios», escribe Chantal Thomas.

Y tiene razón. Por eso, sigo prefiriendo los libros que me cobijan bajo su techo a dos aguas.

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