Escritores, escritores y gente de teatro alaban desde la corbata y la televisión al lavadero, y desde el uniforme al encierro claustrofóbico. Ellos son Marina Mariasch, Natalia Moret, Valeria Lois, Camila Fabri, Santiago Loza, Martín Kohan, Sergio Bizzio, Eugenio Monjeau, Martín Zariello y Santiago Gobernori
Prueba de esto es la reciente publicación de “El libro de los elogios” editado por Vinilo Editora, que reúne textos de diez escritoras y escritores y de personas que se dedican al teatro: Marina Mariasch, Natalia Moret, Valeria Lois, Camila Fabbri, Martín Kohan, Santiago Loza, Sergio Bizzio, Eugenio Monjeau, Martin Zariello, cuyo texto fue publicado originalmente en el libro «En realidad quería hablar de otra cosa» (puento aéreo) y Santiago Gobernori.
En un momento en que la realidad del mundo parece poco propicia para las alabanzas y en el que la crítica de todo lleva la delantera, Si Borges y Junichirô Tanizaki elogiaron la sombra y Erasmo de Rotterdam, la locura, “El libro de los elogios”, a través de textos breves que podrían ser calificados de pequeños ensayos literarios, propone la reivindicación de materiales heterogéneos, desde la corbata a las salas de espera.
Cada uno de estos breves textos reunidos bajo el título bajo el título general de “El libro de los elogios” tiene un título propio.
El primero se llama “La ensalada emblemática de la vida argentina”, corresponde a Martín de Martín Zariello y es un elogio de Mar del Plata, ciudad que era “considerada la Biarritz de la costa atlántica” y bastión de las clases dominantes argentinas, hasta que Perón la hizo accesible a las clases populares y se llenó de negros que estropearon la ciudad que no había sido pensada para ellos.
“Contrariamente a esas personas a las que la peatonal les da temor –dice Zariello, nacido en Mar del Plata-, considero que el aspecto más genial de la ciudad es su popularidad. A Mar del Plata vienen los wachiturros del Conurbano y los hípsters del Festival de Cine. Las familias acaudaladas con pisos de la zona más cara de la Avenida Colón y las familias “Campanellis” con cincuenta hijos. Acá se mezclan, como en el utópico recreo de la escuela pública todos los ingredientes de la ensalada emblemática de la vida argentina. Incluso más: tal vez Mar del Plata sea la ciudad argentina por excelencia, en la que todos se pueden ubicar espacialmente».
El segundo texto corresponde a Martin Kohan y se llama “El gusto por insistir”. En él elogia el uniforme del colegio secundario al que asistió, que primero fue obligatorio y luego fue optativo. Si la obligatoriedad engendraba pequeñas infracciones que se rebelaban contra la imposición, luego su carácter opcional hizo que vestir la camisa celeste, el blazer azul, el pullover de escote en v y los pantalones grises de franela convirtiera a los alumnos “en practicantes del uniforme a ultranza”. El uso del uniforme como acto de rebeldía es una vuelta de tuerca singular en un momento en que el uniforme sufre un enorme desprestigio por su asociación con lo militar.
En “Tanta nieve, tan buena” Natalia Moret dice: “Escribo este texto en defensa de las malas traducciones porque el error es la mecánica favorita de los descubrimientos: dos cosas que antes nunca se habían unido, se cruzan. Una diéresis fuera de lugar, mi hija y yo jugando a la guerra de nieve.” Esa diéresis mal puesta a la que alude, está en la traducción de un cuento de Andersen en que aparece la palabra «güisante».
Santiago Loza hace un encendido elogio de la televisión, un aparato que aún muchos siguen despreciando porque dicen que conspira contra la lectura. Su texto se llama “Sueños luminosos, pesadillas catódicas” y en él afirma “La televisión no va contra la lectura. Es otra actividad, a veces complementaria”. Pero, además de eso, en esta pequeña joya literaria hace un rescate de la televisión que escapa totalmente de los argumentos tan transitados sobre “la caja boba”.
Para muestra basta un botón: “En los internados, en los cuartos de moribundos, cuando se acaban las palabras, cuando queda poco y nada por decir, se mantiene la televisión prendida, ahí, ocupando el lugar del consuelo, de una realidad que insiste en seguir aún en los finales, cuando este cuerpo deje de transmitir , cuando ya no haya señales.”
En “Lo que podría experimentar el atún”, Marcelo Gobernori hace un elogio del encierro a partir de un recuerdo de infancia. Por su parte, Sergio Bizzio alude a su condición de pintor en “El increíble formato menguante”. Su texto, que es un elogio del lavadero que lo insta a pintar sobre soportes chicos, bien podría llamarse “Elogio de lo pequeño”. “Después de todo –dice-, nunca sentí predilección por las cosas grandes, ni por los grandes temas; prefiero darle forma a una única línea que comprenda la magnitud de lo que sucede.”
Valeria Lois se manifiesta a favor del llorar en “Un gesto extremo” que comienza diciendo: “El que viaja en avión y no aprovecha para llorar es un tardado.”
En “Elijo creer” Mariana Mariasch enumera las cosas en que sigue creyendo contra el descreimiento general en casi todo: en el consuelo de la filosofía, en el lugar común, en el poder de la palabra, en el poder del silencio, en el poder de la música, en los fantasmas, en aprender cuando se supone enseñar, en la revolución permanente aunque sea de baja intensidad, en la persuasión, en la política, en la paz, en la literatura, en el error y el fracaso, en el hilo que liga la Historia con la biografía, en el riesgo de perder todo, en dar todo, en el exceso, en la forma y en la belleza de la mercancía barata.
Eugenio Monjeau elogia la corbata en “Un pintita rosa” porque al vincular al hombre con su costado femenino, lo vincula también con la fantasía y la creatividad, por lo que “es una muy poderosa fuerza civilizatoria al alcance de la mano”.
Finalmente, Camila Fabrri, se manifiesta a favor de las salas de espera en “Hits bajo techo”
De “El libro de los elogios” podría decirse que alude a cuestiones sin importancia que, en realidad, son las más importantes. Los textos cortos se prestan a una escritura fresca y, a la vez, elaborada y eficaz, que saca a los escritores de sus respectivos proyectos literarios para llevarlos a escribir sobre esas pequeñas cuestiones que hacen a la vida cotidiana. El resultado es excelente porque aporta una mirada distinta sobre cuestiones en las que no se suele reparar y, de esta forma, arranca al lector de ese pensamiento “Prêt-à-porter” que hemos naturalizado y que hace que las pequeñas cosas de nuestro entorno se vuelvan invisibles.
“El libro de los elogios” es precisamente una invitación a mirar con una óptica particular aquello en lo que, por habitual, no reparamos nunca. Es decir, es una invitación de desautomatizar la percepción, lo que para los formalistas rusos es la máxima función del arte. A partir de la lectura de este libro, seguramente, el lector verá bajo una óptica distinta desde la televisión al pequeño lavadero de su casa, desde el llanto a la corbata.
De edición impecable y en pequeño formato, es el libro ideal para llevar “en la cartera de la dama o el bolsillo del caballero” y convertir la espera, el viaje en transporte público o la escapada a tomar un cafecito en una experiencia enriquecedora.
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