El texto, entre otras cosas, contiene un homenaje al sociólogo Horacio González.
Crítica de la economía del sacrificio y la crueldad. Con excepción de las guerras, las estrategias de exterminio y las formas criminales del Estado de terror, bajo la peste global, el capitalismo mostró más acabadamente que nunca su lógica mayor. Ser una economía de la crueldad, del sacrificio. Las fantasmagorías de confort, de estabilidad, bienestar y progreso, aun en países ricos, se convirtieron súbitamente en imágenes de fosas comunes, hospitales de campaña y pasillos abarrotados de enfermos. Las prácticas de protección e inmunización describieron y describen obstáculos y límites persistentes, o bien la exigencia de funcionamiento de la producción y circulación de mercancías en el caso de los procedimientos de aislamiento, o bien la distribución desigual y regida por rigurosos criterios de mercado en el caso de la vacunación. La máquina imperativa de subordinación al trabajo capitalista se mantuvo intacta, nada parece detenerla. A eso apuntaron los debates iniciales en torno al presunto dilema “vida o economía”. Las divinidades del mercado ordenaron seguir, costara lo que costase. Si hay un hecho estruendosamente visible en el mundo social de la pandemia es la potencia de esa máquina que no detiene su curso futuro, aunque su continuidad y extensión ponga en peligro la vida en términos estrictos, como el conjunto de creencias y construcciones simbólicas que animan lo que el sentido común llama vida civilizada. El desquicio del mundo social gobernado por las corporaciones, imponiéndose por sobre los cumplimientos de legitimidad democrática, quebrantando la institución pública en cuanto materia de libre decisión colectiva, y aun poniendo en cuestión la territorialidad y la fuerza de ley, parecen hablar de un lento pero continuo ocaso de los Estados nacionales. No hay si no llamados dispersos de un lenguaje que se pronuncie en favor de interrumpir esta lógica. Y enfrentar el dominio de las corporaciones. Lo que habíamos reconocido y celebrado como discurso en defensa de la vida popular fue gradualmente retirándose de plano. La intervención de los Estados, la protección y diseño de políticas de soporte económico encontraron su límite previsible en ecuaciones y fórmulas destinadas a la administración del déficit fiscal, el control monetario, los índices de crecimiento o caída del producto interno, o el cálculo electoral de la vida democrática ya dañada. Categorías que encubren, aunque ya de un modo indisimulado, el desenfreno acumulativo y el beneficio. Los bancos, las industrias y tecnologías de la comunicación, por caso las industrias farmacéuticas, se presentan como oráculos sagrados, intocables. Con la seriedad que la escena requiere, no pudo ponerse abiertamente en juego no ya la nacionalización de laboratorios imprescindibles, sino siquiera la suspensión de la propiedad privada de patentes y marcas, como suele solicitarse en formularios y protocolos de investigación científica a la espera de evaluación. Pfizer abasteció miles de millones de dosis para el mercado norteamericano y exigió contratos extorsivos, cláusulas inaceptables en países de la región. Tampoco los Estados de la Unión Europea corrieron mejor suerte en las negociaciones; los paladines del libre comercio restringieron la exportación de insumos, e hicieron explícito su nerviosismo geopolítico por el trato con Rusia y China. Sabemos lo que ese nerviosismo supone. Y asistimos a diario a las mistificaciones de lacayos y voceros. Los gobiernos bailan al ritmo de una danza macabra auspiciada por el capital. Cuando al comienzo de la crisis se extendió el uso de metáforas de guerra para nombrar el virus, se lo comparó con un “enemigo invisible”, un “enemigo silencioso”. Todavía se escuchan esas atribuciones. Decir del virus que es un enemigo o decir que contra él hay en curso una guerra supone, entre todos los supuestos, que el virus en su condición de naturaleza primaria, genética, está dotado de energía moral. Los términos que componen la comparación son activos precisamente porque no pueden dejar de ser portadores de su semántica inmediata. La guerra es un hecho histórico, de antigua complejidad, de disposición de fuerzas de conquista, disputas y batallas de compromisos violentos, de fundación y destrucción. Ninguna guerra se libra contra el virus. Si dijéramos que el enemigo en la catástrofe que experimentamos es la economía de la crueldad, de la explotación, del sometimiento a indigencia, a precariedad y humillación de la vida colectiva, referiríamos entonces el indicio de una acción humana, política, de un modo de institución y organización de lo social. Pero no es este el discurso que escuchamos cuando se enuncian subterfugios de toda calaña destinados a mantener en “equilibrio” el funcionamiento de la producción y los cuidados de salud. Permanecemos atentos a la forma de una nueva filantropía global, la demanda de auxilio dirigida a grandes fortunas, las promesas de salario universal, que los Estados no pueden o no quieren hacer cumplir. La pregunta acerca del costo en vidas para mantener en funciones el mercado de hoteles, tiendas, transporte, no es exterior a los poderes políticos, tecnológicos y comunicacionales, los mismos que construyen el sentido común dominante. Aunque simulen, no están dispuestos a reformar el paradigma de la crueldad.
[1] Horacio González ha sido fundador de Comuna Argentina. Estuvo con nosotrxs con delicadeza, generosidad y una gran imaginación política: en los encuentros semanales, las asambleas, las conversaciones, los actos, la articulación con otros espacios y en la escritura de los documentos. En este intervino una vez más, con sus distinguibles modos de la lengua. Leerlo es retenerlo y seguir pensando junto con él.
La lengua de la derecha. Esa lengua descalabra los sentidos profundos de todas las palabras que introduce en su máquina de guerra discursiva y devuelve al debate público y a las formas reflexivas bajo el modo del estropicio. Achata el peso histórico de las palabras y las dispone en sentidos engañosos, de falsificación y estafa. La crítica estructural ya había enunciado hacia mitad del siglo pasado la hipótesis de que la verdad tiene una arquitectura análoga a la de la ficción. Las nuevas derechas hicieron propio este principio (no en vano se lo estudia en el funcionamiento del discurso publicitario) al servicio de un sistema de mistificación y degradación de la lengua. Nada de lo que en la lengua se haya dicho, nada de lo que se haya pensado, y aun nada de lo acontecido escapa a los procedimientos de manipulación, de vaciamiento y engaño. Las ficciones de la derecha, traducidas por el gran instrumento pedagógico de las corporaciones y redes globales de comunicación, se presentan como verdades inscriptas en el sentido común. El discurso de la publicidad ya se había encargado de promover la ficción de la mercancía bajo el aspecto de una verdad eficaz. Ahora, todo el gran catálogo histórico de las terminologías políticas –República, Democracia, Revolución, Derecho, Ley, Libertad–, ha sido también alterado, arrebatado de su compleja y densa significación, de los debates y tradiciones que encarnaron. Esas palabras se convirtieron en moneda corriente de un programa general de empobrecimiento y confiscación del lenguaje. Este persistente movimiento de conquista del orden simbólico es obviamente una técnica sumaria de dominación cultural. Lo hacen sin que casi se advierta la fenomenal dimensión de la estafa. Lo hacen por ejemplo con la palabra “hidrovía”, una operación lingüística simple, cognitiva y política, que implica un matiz de entrega de soberanía del Paraná. Pues “hidrovía”, una mera yuxtaposición entre el agua y el camino, confunde un espacio geográfico, histórico, fluvial y soberano como el río Paraná con un tecnicismo de fibra comercial. La ruta de la soja, ahora asimilada a las imágenes de una autopista de peaje y máquinas de dragado. Y desde el estallido de la pandemia que ha modificado irremediablemente el mundo, la lengua de la derecha hace lo propio con una categoría de la mayor relevancia: libertad. Sobre la base de “libertad” acuña un movimiento –lxs libertarixs–, que con sus bailes de turba alrededor del Obelisco, y en plazas públicas de grandes ciudades del país, quiebra la memoria de una de las grandes corrientes internacionales de lucha y emancipación: la tradición anarquista.
Cuando con un soplo de voz decimos libertad hacemos vibrar la propia historia del pensamiento filosófico desde la antigüedad hasta nuestros días. Los griegos como los romanos, Platón, Aristóteles, y los estoicos sabían que el ser es realmente libre en virtud del nacimiento (como ciudadano, espartano, ateniense, esclavo) o en virtud de la fuerza del carácter o del logos. Spinoza teoriza una libertad que niega el libre albedrío. Kant formula la distinción entre las leyes de la necesidad que regulan los fenómenos del universo natural y las leyes morales (que llama leyes de la libertad, y que apelan a la facultad de adecuarse que nos provee la razón). Hegel habla de libertad como un proceso especulativo de la razón universal, como autoconciencia y autodeterminación. Marx identifica la libertad como un proceso de emancipación económica, política y social cuyo objetivo es liberar el ser y crear las condiciones de su realización material y espiritual. Con libertad nombramos la capacidad de un sujeto de actuar o dejar de hacerlo y su capacidad de autodeterminarse. Sartre.
Libertad radical o libertad de las corporaciones. No es infrecuente que el liberalismo clásico proclame a los cuatro vientos que mi libertad termina donde empieza la de los demás. No es así, no sirve esta topología. Con ella se crearía una serie infinita de individuos donde mi libertad nunca estaría terminando, porque es transferida al siguiente, ni nunca estaría comenzando, pues el anterior me la ha trasferido. En realidad, nunca hay alguna libertad que no sea simultánea, o que no tropiece, o que no sea establecida por algo, en especial por su propia capacidad de reflexión. No hay libertad sin la pegunta sobre la libertad. Preguntar sobre ella ya obliga a considerarla un concepto que el mundo interroga. La libertad se convierte entonces en un existente, que busca sus fundamentos en una mundanidad social compleja. Libertad es un estar en el mundo, un devenir de los actos en tensiones que saben de sí mismas mientras se están efectuando. El mundo es un manojo de condiciones, pero la libertad es la que nace cuando esas condiciones pueden ser pensadas, elaboradas y ejercidas.
Las conciencias pueden ser timoratas en un mundo que las invita a la aventura, pero también pueden ser audaces en un mundo que tiene recursos limitados y formas estrechas de convivencia. La libertad es un problema porque es la más excelsa de las abstracciones que solo puede ser ejercida por prácticas concretas, muchas veces microscópicas, que se someten y se prueban en los obstáculos del mundo. Los hombres y mujeres nacen libres, pero esa libertad está siempre en exposición y examen. Pueden ser libres en el domicilio y coaccionadas en la República. Pero en el primer caso, no es raro que se sientan adormecidxs en su albedrío y en el segundo, que linden con la rebelión. Hija dilecta de la máxima dilatación de la libertad.
La libertad real es la que sabe preguntarse por los obstáculos que ella misma produce o se causa a sí misma. En la clásica y sin embargo desprolija división entre la “libertad de los antiguos y de los modernos”, la libertad íntima, particular, domiciliaria –la del propietario ilustrado– puede ser la ilusión moderna que atañe a la reclusión familiar gobernada en última instancia por terminales informáticas, televisivas, publicitarias. El “nido burgués” regido por el cariño manufacturado desde las corporaciones, con el cual hay que enamorarse de las mercancías. Son formas tibias de la libertad, ilusiones necesarias, distracciones de la historia que nos permiten momentos valorables.
Pero si la libertad es la misma capacidad de reflexión que le es inherente a nuestra libertad y la crea –hay algo de tautología en eso de que la libertad resguarda y crea libertad–, mi libertad nunca termina porque nunca empieza. Siempre está allí, no en una serie transparente e incierta, como desfilando en un hilo donde a cada individuo se lo cuelga con un broche al lado de otro broche. El liberalismo del Mercado es el primero que desconoce el clasicismo de “mi libertad termina cuando empieza la de los demás”. Esta frase asemeja un cordel donde se cuelgan infinitas sábanas una detrás de otra, aún húmedas y que el viento repentino hace temblar con su seco chasquido. Otra ilusión de libertad colgada de un broche. En el Mercado esa hilera pareja e infinita esparce violencia por doquier, pues o los bienes son escasos para los individuos o los individuos son escasos para los bienes.
Solo hay libertades cuando se es capaz de pensarlas bajo las condiciones de otro que puede no ser la persona que comparte mi asiento en un subterráneo A, B o C, pues ese apretujón casual es un compartir sin responsabilidades, solo con una incomodidad pasajera que es una resignación, que no resta libertades esenciales. Pero lo que mi percepción me obliga a pensar como individuo que mantiene su conciencia abierta a todo lo que viene de la historia y del presente, es la metáfora de ese apretujón volcada al reconocimiento del nombre del otro. Ese presente que todos los demás individuos que se han tratado entre sí imprimieron en sus memorias y responsabilidades. No estar conjugados entre sí porque la máquina los haya puesto ahí, sino porque la libertad los llevó al deseo de reunión. Cada individuo, así, es un individuo que actúa su libertad solo bajo el libre imperativo que en él ejerce la libertad del otro. Lo que llamamos contactos superpuestos y latentes entre individuos, tanto en planos laborales, domiciliarios, imaginarios o casuales, eso es lo que crea la libertad. Estas superposiciones son preceptos internos a la libertad sin los que esta no existiría, porque nace de una necesidad y del pensamiento que la niega. Sí, la libertad precisa de la necesidad, pues es de ella y también contra ella que surge. La libertad es verdaderamente libre –como se decía a veces en broma–, cuando la arrastra la necesidad. Es sustantiva porque crece en el medio de lo que puede arrastrarla y por eso hay pugnas porque hay libertad y hay libertad porque ella siempre está en pugna.
Quienes reclaman el absolutismo de la libre circulación, mezclan un desafío político a un sentimiento de goce por divertirse con la muerte. No es necesario decir los peligros latentes y explícitos que supone. Que “no me invadan el domicilio”, con la recomendación de las autoridades públicas de no hacer reuniones que mezclen cierto número de personas en casas particulares. Es la protesta del pequeño propietario más atemorizado que el ejecutivo de las corporaciones. Aquel solo es inútilmente defensivo, este es conocedor del peligro, porque es el que lo crea. Aquí, lo que se revela es un debate sobre la libertad, que por un lado se entiende con la astucia del economicismo del ciudadano que ama a su patrón, o por una irresponsabilidad neo hippy. El sector del Estado a cargo de asegurar las libertades de fondo, las que dependen de que se genere una disposición que proteja el núcleo último de la libertad, que es la vida, debe saber prepararse para desenredar lo que lxs liberticidas revierten con su arte recién aprendido. Incautan palabras célebres y las usan para lo contrario de lo que las espesuras de la historia les hicieron decir. Este engaño dura poco, pero desmantelarlo exige un esfuerzo novedoso, de índole dialéctica.
Claro que la libertad tiene componentes íntimos e intraducibles al colectivo social, que le permiten manifestarse aun en situaciones donde existieran diversas restricciones políticas. Pero no es este el caso, pues si el Estado restringe la reunión de personas en determinados horarios y hace recomendaciones incluso para el interior de los domicilios, es en función de que está actuando de forma política o más aun, ultra política. No vale que acuse de hacer política a los embusteros de sí mismos y de los demás. Esa no es una acusación política, pues política siempre se hace, pero sí despreocupada de la raíz que convierte a cada palabra en portadora de un peso realizativo. Si no la resguarda la evidencia de esa preocupación manifiesta, la promesa deja de ser contundente y pierde futuro. Cuando se disocia una palabra, por ejemplo, libertad, del peso que la ata a la historia, esta palabra puede ser usada como una cutícula desprendida de su cuerpo vital. Pero tarde o temprano el cuerpo la reclama nuevamente. Cada palabra extirpada por las derechas vuelve ella sola al enraizado casillero de donde fue hurtada. Ocurre con todas las técnicas publicitarias políticas o comerciales, que son semejantes. La libertad de circular, divertirse, pensar, actuar son ahí simulacros de comportamiento, todos observados y diseñados por bancos de datos y sistemas de vigilancia digital.
Lo colectivo se genera con toda su potencialidad cuando es fruto no de una obligación sino de un escalón que supimos atravesar en nuestra propia idea de libertad. Por eso ésta no empezaba cuando terminaba la del otro, siempre estaba comenzando y siempre buscando nuevos lazos con las demás libertades entretejidas, que también estaban comenzando.
La libertad sola no tiene límite cuando se siente en el interior del común de los sentimientos y en el énfasis singular que cada unx ha aprendido, sabiendo que al disponer de ese limite, siempre podemos modificarlo. La libertad que vuelve a su hogar ontológico, la vida política que busca todos los resquicios disponibles para emancipar pueblos, ciudadanxs y trabajadores, va siempre en conjunción con la igualdad y la fraternidad, y estas con responsabilidades compartidas en ámbitos mayores, el grupo sindical, político, artístico o militante. Por lo tanto, lo ilimitado de la libertad es el propio conocimiento de ella misma, de que su morada es lo insacrificable. Nunca la libertad es sacrificable –porque si es libertad de lxs que deseaban ser diestros con sus instrumentos y no que los instrumentos fueran diestros con ellxs–, solo lo puede ser en nombre de ella misma. Pero si la libertad es la vida con su alborozo, su misterio y sus realizaciones, solo ella tiene la libertad de ponerse límites al ser consciente de que actúa en nombre de la propia preservación de su existencia y de sus valores asociados.
Al contrario, es la forma más cruel del poder económico la que habla de libertad sin cumplir con ninguno de sus preceptos, que llevan tanto al rito congelado como a la contingencia abismal. Hay que decir que las economías regidas por la abstracción financiera hacen sus cálculos de muertes; nos dicen que siempre en el altar de la producción más concentrada, hay una porción previamente calculada de lxs que tienen que morir. Las estadísticas siempre son previas, y los nuevxs “libertarixs” son los verdugos que llevan en sus cartapacios el registro de lxs que pueden morir en nombre de un error de sintaxis, ofrendándose a quienes para abolir las libertades las invocan, por simple odio al Estado. Ahora bien, el Estado debe ser el vértice de la libertad colectiva, por eso sus medidas de protección de la vida deben ser también registradas por sus archivos públicos de hoy, para que se traduzcan mañana en un compendio futuro de realizaciones sociales. Pues si el resguardo inmoviliza formas de actividad que ponían en peligro a las personas, una vez concluida la tarea, deben devolverse a la sociedad, disolviéndolo en ella los instrumentos de prevención utilizados. Al haberse puesto la necesidad como encaje de la libertad para que la libertad se halle otra vez en estado de necesidad, no hay otro compromiso político del poder público que el de reestablecer la expresividad autónoma, compartida y asociativa, de la comunidad social emancipada, lo que permitiría también que el Estado se emancipe de sus cristalizaciones particularistas y nudos sombríos de impotencia. En la palabra pandemia hay un hilo del demos, algo ha llegado hasta él para ponerlo en peligro; la tragedia a la que asistimos invoca en su nombre al pueblo, y esa invocación podría ser también el llamado a interrumpir la amenaza, a poner freno a este tiempo de desprecio de la vida humana.
Lo socialmente justo. Con un Estado que no se resista a los preceptos culturales y económicos del capitalismo o que se deje colonizar por la codicia empresarial, el llamado a la solidaridad –que responde a una lógica colectiva– es una consigna esperanzadora, pero al mismo tiempo no respira cómodamente si se la mantiene bajo la captura de un reformismo respetuoso del sentido común dado, que hace pie en el beneficio, que soporta los negocios de minorías concentradas y su principio de fijación al Capital. Con sagacidad, discusiones y otras paciencias es preciso inventar una alternativa real al capitalismo: el modo socialmente justo para horadar el cerco en el que nos ha arrojado la historia: el cerco del capitalismo pandémico. Eso implica las luchas por la transformación social en dirección a la igualdad, en los planos culturales, económicos, sociales, jurídicos, sanitarios, ambientales, étnicos, sexuales. Es el momento de organizar nuestras prácticas alrededor de la vida popular. Un humanismo nuevo que piense la temporalidad del mundo a largo plazo. Pues para el capitalismo el mundo sólo existe en una temporalidad de lo inmediato. Socializar para la vida popular lo que se socializa para los bancos y las corporaciones. Desarmar la fábula de la derecha libertaria para imaginar un mundo sin disposición jerárquica de las partes de lo viviente. La chispa: la aventura de un poder comunitario que venga a desplazar los privilegios y beneficios de las clases dominantes.
Al Estado dirigido por el gobierno de todxs le toca la lucha contra la corona-crisis y la herencia cambiemita. Le toca también la tarea de las regulaciones que impactan en las prácticas. Las aceptamos en nombre del bien común. Le toca también y sobre todola proyección de formas culturales que cuiden menos el capital y el poder de las corporaciones que a lxs trabajadores. Este desafío se vuelve un imposible trágico si se amasa la mera idea de un “capitalismo serio”. Porque el capitalismo en todas sus dimensiones es un malestar que excluye, explota y mata. Se trata de empezar a elaborar un nuevo orden nacional (con un espíritu latinoamericanista), que debería ser el gran legado histórico de la Argentina para una América Latina –zamarreada por derechas que enarbolan valores falsamente libertarios– y para el mundo del siglo XXI. La solidaridad, que es una salud colectiva, una fuerza vital, la concebimos aquí como un punto de apoyo. Si esta elaboración enseña algo es que el Capital no cede, ataca, muestra su rostro destructivo y su voluntad desaparecedora. Así lo hizo saber Macri desde Madrid, en el ámbito de un encuentro organizado por el Partido Popular: “Uno generalmente gana con el mensaje, hasta con el nombre y la palabra Cambio. El Cambio también genera ambivalencias, es fascinante y a la vez te genera miedo. Nuestra tarea es demostrarle a la gente que no hay vuelta atrás. O sos parte del cambio o desaparecés”. Desaparecer. En la lengua nacional envuelve el horror y la tragedia. No se la puede decir o escuchar sin escozor, no se puede pronunciar con la ligereza de una ventisca veraniega. Decir que si en la Argentina no se está en el espacio semántico y político de Cambiemos “desaparecés”, significa afectar –producir un daño– a la propia democracia, el poder democrático, que es amplio, diseminado, reconocible en su diversidad. “Si no sos parte del Cambio, desaparecés” supone todo un sentido de la política, en el que lxs otrxs no tienen lugar: “ni vivo, ni muerto, desaparecido”. Esta cita, que retiene el recuerdo tenebroso de una vibración dictatorial, se espesa a la luz del envío de material bélico a Bolivia por parte del gobierno de Juntos por el Cambio. Colaboraron con la represión y el golpe de Estado que derrocó al gobierno popular de Evo Morales y Álvaro García Linera, del MAS, y de las grandes mayorías indígenas-campesinas relegadas por la larga noche de los 500 años.
Si sentimos la ferviente necesidad de una sociedad justa –que la derecha nacional y continental se empecina en negar– tenemos que estar dispuestxs a recrearnos una vez más como sujeto resistente, dispuesto a la lucha y a la construcción de un nuevo sentido común, de emancipación y victoria sobre el horror, el golpismo y las renovadas formas autoritarias y dictatoriales. De no activar ese contrapeso en una dimensión nacional y global es posible que el mundo mantenga inalterada su “normalidad” y que se articulen conflictos hasta ahora latentes o separados, pero que en América Latina parecen estar poniéndose en diálogo a través de una internacional reaccionaria que hoy se expresa legitimando el bloqueo sobre Cuba y naturalizando el imperialismo sobre un país soberano y revolucionario. El viejo y conocido dilema latinoamericano. Legitimar el bloqueo y naturalizar el imperialismo implican intensificar la crisis descerrajada sobre la humanidad por el COVID. Asfixia sobre asfixia de un pueblo revolucionario que no deja de hacer respirar de otro modo a toda América Latina desde 1959, momento emancipatorio y popular que aún es preciso cuidar acompañando a las fuerzas más vitales, revolucionarias y democráticas de Cuba. Cuidar otra forma de la vida en común y un internacionalismo genuino que se ha manifestado aún bajo el estrangulamiento económico de EE.UU. en el ojo del ciclón de la pandemia, y que ha asumido las formas de brigadas de médicxs enviadas a distintos países de Europa y América Latina. En cuanto a la cuestión de los derechos humanos, de las “violaciones” de los derechos humanos: tienen lugar al sudeste de Cuba, en Guantánamo, que EE.UU. ocupó de modo colonial y que se niega a devolver. Contra esa lógica imperialista del discurso de los derechos humanos también hay que luchar. Porque en la historia de Nuestra América los derechos humanos han sido una conquista de la lucha de los pueblos para su vivir libre y hoy no pueden convertirse en botín de guerra de las clases dominantes.
Si de internacionalismo se habla, no para repetir sino para reinventar, podría revisitarse con alguna forma de la delicadeza la categoría socialismo como forma del humanismo, para imaginar la idea de sociedad justa, que es una nueva manera de mirar el mundo y considerar sus problemas sobre la base de la “cuestión social” de las clases trabajadoras que el capitalismo en su fase neoliberal y financiera –digital– es incapaz de resolver. Una sociedad justa en la que la felicidad y el bienestar general sean los puntos de apoyo contra el orden social basado en la competencia y fundar uno regido por un principio de cooperación. Esa sociedad justa podría nombrarse con el tekoporã. Tekó significa “modo propio de ser”, “cultura”; porã, nombra simultáneamente la belleza y el bien. Entonces, el tekoporã es el buen vivir colectivo. El vivir bueno en combinación simultánea con belleza. Socialismo es una aspiración que tiene raíces profundas en la historia de la humanidad (desde Platón por lo menos) y que postula algún tipo de orden social igualitario. Una democracia socialista, que devuelva a la palabra democracia la memoria de su sentido más radical: gobierno del pueblo. Pero acaso, sobre todo, esto debe ser entendido como posibilidad real de crítica al capitalismo y a las formas degradadas que bajo su imperio vienen adoptando las prácticas democráticas. Socialismo remite a una filosofía social que implica una teoría política de la acción democrática. Strictu sensu es una categoría conceptual y crítica de las injusticias del orden social. Si bien a lo largo de la historia de la humanidad es posible encontrar distintos momentos político-reflexivos que podrían ser definidos “socialistas”, la categoría aparece con la Revolución Francesa, atada a la herencia del jacobinismo; o entre ésta y la Revolución Industrial. Remite por lo menos a dos cosas al mismo tiempo: a distintas corrientes de pensamiento y a movimientos políticos (socialistas utópicos, socialistas marxistas, comunistas, anarco-sindicalistas, sindicalistas revolucionarios) que pusieron en tela de juicio la teoría y la práctica del liberalismo en tanto cuerpo doctrinario, el desarrollo de la economía de mercado y el industrialismo capitalista. Para decirlo de otro modo: se trata de una categoría de sentido alrededor de la cual se articula una crítica radical –para la reflexión y la acción militante– dirigida al orden social individualista, de minorías propietarias y de la libertad económica. Al poner en foco el momento social-colectivo para la organización de la vida económica, política y cultural, se niegan las formas de organización jerárquica de la sociedad. Uno de los principios rectores del socialismo es la igualdad humana –en este sentido podemos decir que es un humanismo– y se apoya en la cultura de la solidaridad social.
Para fundar un nuevo humanismo acaso podría empezarse por la salud, por entenderla y practicarla menos como un derecho individual que como un derecho social, menos como una mercancía que como un derecho humano, menos como un bien escaso al que tenga acceso quien puede pagarla que como un bien común universal, es decir, concebir la salud como potencia vital. Empezar por el quiebre de la propiedad capitalista y el establecimiento de la propiedad social por lo que atañe al sistema de salud. La propiedad social determinaría ante todo la ausencia de la explotación y fomentaría relaciones igualitarias de colaboración. En un contexto social de clases antagónicas, una eventual decisión de esta índole implicará de parte del Estado la activación de la lucha de clases, pero acaso, también, el sobrevenir de una conciencia nueva.
El tiempo Amauta: la libertad de los pueblos. Castillo gana las elecciones en el Perú del Bicentenario en medio de una campaña macartista. El mote de comunista es un significante vaciado por un neoliberalismo de vibraciones dictatoriales que busca ubicar al profesor en ese universo de significación. Castillo se reconoce en el espíritu de liberación colonial decimonónico y también en el mariateguismo de principios del siglo XX. Es un hombre de una izquierda tradicional en el mejor sentido de la palabra, donde tradición quiere decir historia, memoria popular, ejemplos de organización de luchas plebeyas, como por caso la experiencia radical del magisterio peruano y sus huelgas masivas de 2017 o la consolidación de las rondas campesinas que durante los años 80 y 90 se enfrentaron al grupo maoísta Sendero Luminoso. Sobre la base de las perspectivas bolivianas del MAS, Castillo plantea una Asamblea Constituyente para refundar el Perú en un Estado plurinacional. Y sobre esa misma experiencia andina se propone nacionalizar la minería y los hidrocarburos. Sobre la estela de Velasco Alvarado plantea la necesidad de una segunda reforma agraria. Propone políticas económicas de industrialización soberana. Y en términos geopolíticos manifestó el deseo de una coordinación que consiga la vacuna Sputnik para el pueblo peruano. Un programa radical, industrialista, nacional y popular, de corte latinoamericanista. Castillo ha sido presentado como un izquierdista tradicional también con un sentido más problemático: por tener vínculos con la religión evangelista, por las posturas críticas hacia el aborto y el matrimonio igualitario. El programa de Perú Libre (http://perulibre.pe/wp-content/uploads/2020/03/ideario-peru-libre.pdf) refiere la despenalización del aborto, la lucha contra la trata de personas, enfatiza la despatriarcalización de la sociedad y el Estado, y aboga por la promoción y el respeto de los derechos reproductivos. Sin embargo, ese programa no enuncia la categoría feminismo salvo para emparentarla con las tradiciones oenegeistas. Castillo es un emergente de los cambios de escenario que se están desplegando también en Chile y Colombia. En Colombia las marchas, los bloqueos, las manifestaciones populares contra el gobierno de Duque no se detuvieron luego del inusitado paro nacional; tampoco cesa la represión de los sectores nucleados en torno al uribismo. En Chile el pueblo ha tenido una victoria vertiginosa en la Convención Nacional que preparará una nueva Constitución (negación de la anterior carta magna pinochetista) y en cuyo espíritu por ahora reverberan los procesos de movilización, las rebeliones estudiantiles, las energías de los feminismos y las diversidades y las luchas indígenas en el Wallmapu con Elisa Loncón al frente de la Convención. El tiempo Amauta encuentra también una vibración en Ecuador, donde a pesar del banquero Lasso, apoyado por Vargas Llosa, el correísmo no deja de ser la principal fuerza parlamentaria. Y en Brasil se están llevando a cabo nuevas manifestaciones antibolsonaro por el tratamiento dramático y negacionista de la pandemia. El mito telúrico de la derecha cernícala es puesto en crisis por las movilizaciones populares y el espectro de Lula libre. Se abre aquí una nueva temporalidad latinoamericana que alcanzó a países como Chile, Colombia y Perú, que habían constituido una suerte de dique conservador, no conmovidos por la imaginación de otro horizonte. Un tiempo del renovado entusiasmo de los pueblos en tanto ciudadanía y movilización. Un nuevo tiempo de la política y la calle. La política para refrendar la calle y la calle para cuidar de la política: discurso, relato, lengua, poética de la acción y de la emancipación, estimulada por juventudes renovadas y grandes mayorías históricamente sojuzgadas. El tiempo, acaso, menos de una revolución democrática que de una democracia revolucionaria. Y en la Argentina: movilizar lo organizado, organizar lo desmovilizado.
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La nota- capaz que la leo hasta el final -es excelente es