Un anuncio sólo para quienes tienen ganas de dejarse sorprender: está en las librerías argentina La trompetilla acústica, la novela de Carrington, amante de Max Ernest, preferida de André Bretón. Una mujer que cruzó el límite de la locura y cuya vida estuvo signada por la rebeldía.
¿De qué se trata La trompetilla acústica? Cualquier respuesta a esta pregunta significará una imperdonable reducción de su sentido, pero podría decirse que habla de la vejez como estado de soledad, como territorio de un exilio en que vuelven a estar presentes las leyes de la patria de la infancia. Su nonagenaria protagonista, Marion Leatherby recibe de su amiga Carmela un regalo que le cambiará la vida: una trompetilla acústica, es decir uno de esos primitivos audífonos con forma de cuerno que, como un embudo sui generis permitían derramar en ellos una gran cantidad de sonidos y palabras que luego eran volcados en los oídos ensordecidos por la vejez. Esta cornetilla cumple la función de los objetos mágicos de los cuentos tradicionales y, como las botas de siete leguas o la lámpara de Aladino, le confiere a su poseedora algún poder del que carecía hasta el momento. Sorda y confinada a una habitación aislada de la vivienda familiar, Marion puede escuchar los planes que su familia tiene para ella: desalojarla de su vivienda para mandarla a una institución destinada a los viejos, como si la acumulación de años fuera convirtiendo a las personas en muebles inservibles, en trastos que molestan aunque lleven una vida silenciosa en un rincón.
Paradójicamente, el geriátrico al que la lleva su familia se llama Pozo de Luz y a excepción del doctor Gambit, que dirige la institución, todas allí son mujeres que viven aventuras singulares dentro de un espacio onírico con construcciones de formas caprichosas, ya que tienen desde la arquitectura de un iglú a la de un faro.
“Cuando Carmela me regaló la trompetilla acústica, pudo haber previsto las consecuencias –dice en el comienzo la novela de Carrington-. Carmela no es lo que pudiera llamar maliciosa, simplemente ocurre que tiene un curioso sentido del humor.”
“La trompetilla era un bello ejemplar entre los de su clase, sin que fuera realmente moderna, lucía muy bonita con sus motivos florales dibujados en incrustaciones de plata y nácar, elegantemente curvada como el cuerno de un bisonte. La belleza no era la única cualidad de la trompetilla, amplificaba tanto los sonidos que aun las conversaciones más ordinarias se hacían harto audibles para mí.”
“Debo aclarar que no todos mis sentidos han sido destruidos por la edad. Mi vista es todavía excelente, aunque uso impertinentes para leer, cuando leo, lo cual ocurre muy rara vez.”
Leonora tenía 40 años cuando escribió esta maravilla, pero en su vida ya cabían varías vidas, tan intensa y singular había sido hasta ese momento su existencia.
Nacer en una familia de clase alta y disponer de dinero puede ser una bendición o una condena. Para Leonora fue esto último. Creció enfrentada al poder de sus progenitores, especialmente al poder de su padre que nunca aceptó las geniales singularidades de su hija. Educada en los valores del machismo de su época, Leonora desarrolló un espíritu feminista desde pequeña, cuando miraba con indignación a sus hermanos varones que jugaban libremente en el jardín, mientras su condición de mujer la obligaba a quedarse dentro de la casa cosiendo.
Según cuenta la escritora chilena Elena Poniatowsca que la conoció y que escribió su biografía novelada, Leonora, las características distintivas de Carrington fueron la rebeldía, la sensiblidad y la originalidad de pensamiento. Reflexiva sobre su lugar en el mundo, sintió a los animales como pares y no como seres inferiores. De hecho afirmaba conocer la lengua de los caballos y tener la capacidad de hablar con ellos. Ella misma decía pertenecer a esa especie. “Yo sé que soy un caballo, mamá, por dentro soy un caballo”, solía afirmar en su niñez. El primero que entró en su vida fue Tártaro, un caballito de madera en el que se balanceaba en la niñez, pero sus pinturas están pobladas por todo tipo de animales, desde arañas a elefantes. Su amor por los caballos la impulsó a cabalgar desde muy temprana edad, cosa que disgustaba a su padre quien, en un extremo acto de crueldad, quemó a Tártaro para desalentar su inclinación hacia estos animales.
Se dice que los surrealistas son herederos de los románticos y es cierto, ya que ambos tienen en común el dejar abiertas de par en par las compuertas de la imaginación. Pero imaginación de Leonora estuvo atravesada por el dolor.
Era una estudiante de artes de apenas 20 años cuando se enamoró de Max Ernst, que por ese entonces tenía 46 años y estaba casado. En realidad, ya se había enamorado de él sin conocerlo, a través de sus pinturas. Lo conocería personalmente más tarde, en Barcelona y se irían juntos a vivir su amor a París. En 1937 se instalan en Saint-Martin d’Ardèche, en La Provenza. Por esa casa pagada por la madre de Leonora, desfilan infinidad de pintores surrealistas y ella es particularmente considerada por André Breton, quien la considera una representante privilegiada de la familia surrealista.
Pero la situación idílica dura poco. Ernst es arrestado y llevado a un campo de concentración del que logra salir, pero es arrestado una segunda vez.
Desesperada, Leonara viaja a España en busca de una salida para Max. Pero lo que logrará será perder su equilibrio psicológico y pasar del otro lado de la frontera de la locura. Allí hace pública su opinión sobre el nazismo y el fascismo, una conducta absolutamente cuerda en el horror del momento, pero que las autoridades atribuyeron a una enfermedad mental. Su padre movió sus influencias y contra su voluntad terminó internada, atada de pies y manos en un manicomio de Santander. Era medicada con cardiazol, una droga que tenía efectos similares al electroshock.
“No sé cuánto tiempo permanecí atada y desnuda – contaría más tarde. Yací varias noches sobre mis propios excrementos. Torturada por los mosquitos, pensé que eran los espíritus de los españoles aplastados echándome en cara mi internación, mi falta de inteligencia y mi sumisión.” Fruto de ese verdadero secuestro, del que logró escapar a los seis meses, fue primero un obstinado silencio porque el dolor le impedía hablar, y más tarde un libro en que relata su experiencia atroz, Memorias de abajo.
Cuando se reencuentra con Ernest, éste ya está en pareja con Peggy Guggenheim. Ella se casa con Renato Leduc con quien se dirige primero a New York y más tarde a México. En este país se separan, pero ella permaneció allí hasta el fin de sus días y allí continuó produciendo su obra maravillosa.
Además de La trompetilla acústica dejó obras como La casa del miedo (1938), La señora Oval: historias surrealistas (1939), La invención del mole (1960), El séptimo caballo y otros cuentos (1992) y Leche del sueño (publicado FCE en 2013)
Octavio Paz dijo de ella: “Leonora Carrington no era una poeta sino un poema que camina, que sonríe, que de repente abre una sonrisa que se convierte en un pájaro, después en pescado y desaparece.”
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