El cineasta ya consumado se transformó en un ícono de la canción romántica de la mano de clásicos como "Fuiste mía un verano" y "Ella ya me olvidó", entre otros. Clásico y moderno.
Sin embargo, en los últimos años su cancionero empezó a ganar más y más terreno. Cuando en 2019 se cumplió el cincuenta aniversario de la edición de su primer disco Fuiste mía un verano, el sello Sony Music lanzó una reedición con el material en CD y en vinilo. A las once canciones originales del álbum se sumaron los simples «Me siento libre», «Quiero la libertad», «Mi tristeza es mía y nada mas» y «Ding dong, ding dong. Estas cosas del amor», donde participaba su pareja y musa inspiradora: Carola Leyton.
Ese álbum de 1968 no solo marcó su debut discográfico sino que fue un punto de inflexión en su meteórica carrera musical, en paralelo a su trabajo como director de cine. Fuiste mía un verano, primero fue un disco y después una película –de Eduardo Calcagno, con Favio como protagonista–, vendió medio millón de discos y cambió el panorama de la canción romántica. En ese álbum no solo concentró sus canciones más populares sino las que definieron su estilo y el sonido de su época: la influencia del Mayo Francés, la chanson, Los Beatles, la brumosa melancolía rioplatense de artistas como Alfredo Zitarrosa, la canción de autor de Joan Manuel Serrat, y un nuevo tipo de balada pop costumbrista, con una tristeza atravesada en su voz, como un nudo en la garganta.
«Fuiste mía un verano», la canción central que dio título al disco y fue compuesta junto al músico Vico Berti –responsable de la banda de sonido de la película El dependiente– estaba dotada de una simplicidad profunda y evocativa, que logró una identificación directa con la gente. Ese comienzo in crescendo de la melodía construyó la leyenda: la guitarra de doce cuerdas de Cacho Tirao con un arpegio metálico trazado sobre un aire de milonga, la intro de un órgano psicodélico, el pulso beat del hit hat de la batería y el bajo, la cortina de cuerdas de la orquesta dirigida por Mario Consentino y la entrada de esa voz sobria y tajante como un rezo, le dieron un aire asombrosamente kitsch y universal.
Frente a otros cantantes populares como Palito Ortega, Leo Dan y Sandro, el hijo de la actriz y directora de radio teatro tenía otro estilo. Parecía el narrador en off de su propia película. Un gran simulador sincero de esa pequeña puesta en escena que podía ser la canción romántica. «Cuando canto actúo, cuando ando en la calle soy yo», le decía a un periodista chileno en su primera visita al Festival Viña del Mar, a fines de los sesenta.
Era un trovador extraño y magnético. Su fraseo íntimo podía permanecer flotando sobre una melodía como un mantra calmo, neutro, hasta desembocar luego en una apoteosis dramática, un cuadro hiperrealista de una escena melancólica, dolorosa y romántica como la de un adiós, pero sentado en la mesa de un bar como sucedía en uno de sus grandes himnos musicales, «Ella ya me olvidó». A diferencia de Sandro, su contrapunto varonil, que era de una intimidad exaltada por el hedonismo de sus letras, tomado por cierto espíritu salvaje que le había quedado del rock de Elvis Presley, el caso de Leonardo Favio era de una austeridad contenida, una expresividad reservada. «Representaban dos escuelas. Sandro es la escuela de los hombres que lloran. Favio es la escuela de los hombres que no pueden llorar», escribió Juan José Becerra en un artículo para la revista Marimba, donde habla del dolor que anida en esa trilogía de canciones de su álbum consagratorio: «Quiero aprender de memoria», «Ella ya me olvidó» y «Fuiste mía un verano».
Esas canciones románticas fueron su sello de fábrica –historias de folletín que tenían la marcación del radioteatro–, donde su registro barítono y de vuelo bajito, le daba otra cercanía con el público. Era una estrella en la tierra.
Encapsuladas en la métrica de esas baladas de tres minutos, anidaba la angustia existencial, la alegría, la esperanza del ascenso social, la tierra prometida del peronismo que ya formaba parte de la mitología de la cultura popular, y la grandilocuencia del amor, que era su propia revolución. «Todo lo que en otros cineastas resulta grandilocuente y épico de mala manera en el universo genial de Leonardo Favio es grandilocuente y épico de la manera correcta», escribió Leila Guerriero sobre su cine. Con su música pasaba lo mismo.
Su producción discográfica se aceleró entre el final de los ’60 y los ’70 y descendió abruptamente en la décadas siguientes. Su obra musical se retroalimentó de las recopilaciones de grandes éxitos (algunos con nuevas versiones), que se editaron en distintas décadas, y de sus giras esporádicas por distintos países de América Latina, donde se convirtió en un héroe de la canción romántica. «Aquí en Colombia es un ídolo absoluto de la canción. Tal es su fama como cantor que poco se conoce aquí su obra cinematográfica», dice el periodista Jaime Monsalve, director de Radio Nacional Colombia.
Al mismo tiempo que Leonardo Favio estaba destinado a transformarse en un cineasta de vanguardia que generaría fascinación en la intelligentzia cinéfila, su desdoblamiento como cantautor romántico lo transformaría en un héroe de masas y con el tiempo en un decideur respetado por las nuevas generaciones, con Pablo Dacal y Vicentico a la cabeza. En esa entelequia entre el cineasta brillante y el trovador de a pie, Leonardo Favio encontró su propia modulación del gusto popular y escribió la sinfonía de sus sentimientos. «
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