Leila Sucari o el oficio de o narrar lo imperceptible

Por: Mónica López Ocón

En su último libro, “Te hablaría del viento”, la autora cabalga entre distintos géneros hasta lograr una escritura sutil que desnuda aquello que no se ve, las pequeñas batallas cotidianas que no aparecen en los medios de comunicación, de las que no suele hablarse en las reuniones de amigos y que, sin embargo, relegadas al silencio, constituyen la esencia misma de una vida, de todas las vidas.

¿Relatos? ¿Crónicas de lo cotidiano? ¿Poético diario íntimo? Afortunadamente, los géneros van borrando las fronteras que alguna vez parecían tan claras como pretenden ser los límites territoriales de un país. ¿Qué es Te hablaría del viento (Editorial Excursiones), el último libro de Leila Sucari? Quizá un poco de todo eso. Pero también mucho más. Más allá del género literario al que pertenezca es, antes todo, una voz y una mirada que registra todo aquello que nunca vemos de una persona, incluso si la conocemos mucho. ¿Es que realmente conocemos lo que se esconde, lo que late detrás de cada gesto conocido?

Suele decirse que cuando se encuentra una voz, se encuentra el libro que se quiere escribir. Sucari encontró una voz muy tempranamente.

En 2017, fue la de una niña la que revelaba el lado B de la existencia en la novela Adentro tampoco hay Luz.” Para mí le dijo en esa oportunidad a Tiempo Argentino, lo más importante era tener la voz y una vez que la encontré la escritura empezó a fluir sola. Me instalé en el territorio de la chica que cuenta y me sorprendió sentir que una vez que la había encontrado ya casi no tenía que hacer nada más, por lo menos de manera consciente, porque el personaje iba solo.” 

Dos años más tarde aparecía su segunda novela, Fugaz, donde la voz  narradora era una joven madre. Luego, hubo, además, hubo un libro de poemas, Baldío.

En Te hablaría del viento aparece también una primera persona que podría confundirse con la de la propia autora, si no fuera porque todo relato, incluso el más autobiográfico, es una ficción.

Si hubiera que definir esa primera voz  podría decirse, si no sonara tan burocrático, que es algo así como la de una escribana poética, la de alguien que da fe, que labra un acta cotidiana de todo aquello sustancial que sucede cuando parece que no sucede nada, es decir, cuando lo que sucede no es ni más ni menos que la vida de todos los días, aquella que no solemos narrar ni siquiera en las reuniones sociales porque las captaciones de nuestro sismógrafo interior son espasmódicas y cada registro parece desvanecerse con el temblor posterior.  Y vivir parece consistir un poco en eso, en ir de temblor en temblor, un tipo de temblor que no puede medirse con la escala de Ritcher porque son nuestros temblores más íntimos y secretos, los que solo puede registrar el sismógrafo de una escritura tan sensible como la de Sucari.

La mirada se vuelca sobre la maternidad, el amor, las relaciones, el trabajo, las plantas, los departamentos para alquilar, los gatos el “aburrimiento mortal de ser uno mismo”, la soledad, la angustia, los textos que se escriben y se borran dentro de uno mismo sin llegar al papel, mientras el tiempo, que equivocadamente se suele pensar que va en una dirección única, oscila entre el pasado de la infancia, otros pasados más recientes y el presente mismo. Es que acaso el pasado no sea más que un artificio de la gramática que, en su autosuficiencia, cree que basta con poner una acción en tiempo pasado para que esa acción se quede allí, quietita como una estatua. Lo que demuestra, entre otras cosas, Te hablaría del viento no es que “el pasado siempre vuelve”, sino que nunca deja de suceder y que nunca vuelve a suceder de la misma manera, porque el recuerdo es también una construcción literaria. El pasado no es una fotografía inmóvil y siempre idéntica a sí misma, sino que va cambiando de acuerdo con la luz con que se lo ilumine desde el presente.

Sucari es relaciona con las palabras de una manera vital, carnal. Escribe cartas que no registra en el papel y que no serán enviadas, pero en las que sabe que le diría a su destinatario: “Si estuviéramos en otro tiempo, ahora te escribiría una carta. Agarraría una hoja en blanco, una birome de tinta azul y me sentaría en esta misma mesa  a escribirte con el corazón en el puño. Si viviéramos en otro tiempo, un tiempo en blanco y negro, de barcos enormes atravesando mares y de carteros que andan en bicicleta, te escribiría una carta  y la firmaría con sangre  y le dibujaría flores, pájaros y enredaderas en los márgenes. (…) Te hablaría del viento, de cómo se mezcla con los ruidos metálicos de los colectivos y las sirenas (…)”  Sabe que el silencio y la soledad están poblados de palabras, incluso de las que no llegan a destino. Confía tanto en ellas que se deja trasladar a donde ellas la lleven porque sabe bien que no “expresan “ la realidad, sino que la realidad está hecha de ellas.

 “Una casa –dice- no es solo el lugar donde se vive. Los objetos esconden un latido, saben disimular y se aprovechan del silencio.” Ella escucha esos latidos escritos en una suerte de alfabeto Morse que ella descifra. Es consciente de que que todo habla, hasta los muertos y los objetos inertes.” Como aquel habitante del fortín que pegaba el oído a la tierra para escuchar el sonido de los cascos y  saber si venía el malón, ella se aferra a los susurros casi  inaudibles de la vida, para descifrar los alfabetos secretos de los seres, los paisajes y las cosas.

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