Mauricio Macri arribó al poder en 2015 aupado en un consenso negativo que fogoneó la última administración kirchnerista. Combinó un mesianismo de mercado («sólo tengo que asumir para que todos los problemas económicos se solucionen como por arte de magia»), con un mesianismo político («vengo a fundar una ‘nueva política’ que superará a todo lo conocido en esa esfera en los últimos 500 años»). A Maquiavelo se le arrugaban los dientes de la risa en la tumba, pero muchos observadores de la política argentina quedaron deslumbrados con las capacidades presuntamente imbatibles de los nuevos estrategas del siglo XXI que parecían venidos de otro planeta. Del planeta de los simios.
Las condiciones nacionales, los determinantes internacionales, las incapacidades personales, las ineptitudes en equipo, las anteojeras ideológicas y las zonceras cotidianas estaban ahí, como la carta robada de Poe, a la vista de todos y todas. Sin embargo, se seguía interrogando al mayordomo para que confiese en qué rincón del big data o de las redes sociales escondía el secreto de este crimen perfecto.
El macrismo de los orígenes aprovechó un «desendeudamiento» alcanzado con el particular método de pagarles a los bonistas y al FMI hasta que les duela. Esta ventaja relativa le permitió cierta holgura para financiar el mal llamado gradualismo. El impulso llegó hasta 2017, año en el que ganó las elecciones de medio término, basado en lo que el periodista Alejandro Bercovich bautizó como «populismo financiero» y en exprimir la grieta hasta el infinito. Montado al pony del triunfo, lanzó la ofensiva final y su «vamos por todo»: el «reformismo permanente» (reforma laboral, previsional y tributaria). En diciembre del mismo año se chocó de frente con la resistencia popular e inició su caída. De ahí en adelante, todo fue decadencia.
El relato «aspiracional» en un momento fue cambiado por la épica del sacrificio: «Animémonos y vayan» era la consigna. El gobierno exigía a una sociedad agobiada que resistiera con aguante hasta que se puedan franquear las turbulencias y tormentas, atravesar los ríos y escalar el Aconcagua. Todo por dos pesos.
Mientras tanto, «el mundo» se desarmaba en elogios para con la esperanza blanca argentina; pero en los hechos, iba exactamente en la dirección contraria de las pretensiones de la utopía de Cambiemos.
Como dice el lugar común, las primarias fueron un «baño de realidad» y rompieron el paradigma que tiñó la política argentina en el último período. Una narrativa que pregonaba que «no había nada fuera del texto» y la autonomía relativa de la política se había transformado en independencia total del discurso.
Las consecuencias económicas y sociales del programa del macrismo estaban inscriptas en la dinámica de los acontecimientos; su fracaso estrepitoso, también. Lo sorprendente fue la impunidad de la que gozó para implementar su orientación. En el principio no había que movilizarse porque era excesivamente fuerte, después porque había 2019 y hacia el ocaso porque era demasiado débil. En el medio, llevó adelante un robo que luego adoptó la forma de un saqueo. Todas estas contradicciones estallaron en el punto ciego de la crisis y dejaron al rey desnudo. Pero también develaron que la sobrevaloración del engendro por parte de no pocos opositores no era solamente un inocente error de pronóstico. Fue de mínima una forma de fundamentar su quietud y, de máxima, la manera de justificar su complicidad. Macri es el pasado de una ilusión, pero las responsabilidades de este nuevo fracaso que pagan los mismos de siempre van mucho más allá y mucho más acá del presidente que ya fue. «
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