Los abusos sostenidos contra la francesa Gisèle Pelicot habilitó en la autora de esta nota recuerdos de un episodio de su infancia que la marcó para siempre. ¿Cuál es el camino para sanar? Amigas, feminismos y una lucha colectiva que tiene que ser cultural.
Para mis hermanas
(las de sangre y las elegidas)
Una niña de cabello corto y negro juega en el patio de una vecindad en la Ciudad de México. Lleva un vestido blanco con lunares de colores. Su favorito. Tiene seis años.Uno de sus tíos más viejos -hermano adoptivo de su madre- la ronda. Se acerca y le ofrece dulces y colores para que pinte. La invita a subir al cuartucho donde se supone que él trabaja. Ahí, abusa de ella. La niña intuye que ha pasado algo malo. Algo muy malo. Pero no entiende bien qué. Se siente culpable. No sabe qué decir. A quién. Para regresar a su casa, le basta bajar unas escaleras y caminar unos cuantos pasos en ese hacinamiento de cuartos y familias que es la vecindad. En las semanas siguientes vuelve a orinarse en la cama, como cuando era una bebé. No lo sabe, pero es una manera de pedir auxilio. Nadie pregunta.
Otra tarde, un vendedor de merengues entra a la vecindad. A la niña y a sus primos se les antoja el postre. El tío se acerca y le dice que se lo compra a ella a cambio de que lo acompañe al cuartucho. Ella se agacha y se aleja. Nunca más volverá a comer merengues. Le dan asco.
La familia de la niña -la séptima de ocho hijos- es un caos. O sea, es una familia normal. El papá trabaja en una imprenta. Por las noches, cuando vuelve a casa, se dedica a beber. Las hermanas y los hermanos mayores tienen sus propios problemas. Entonces la niña le pide a su mamá, vendedora ambulante de comida, que la lleve con ella cuando salga a trabajar en los mercados, en las iglesias, en la calle. Le dice que la extraña cuando no está en casa. En realidad quiere decirle: “cuídame, mamá, prefiero ir contigo porque aquí tengo miedo”, pero es tan chica que no puede poner en palabras el desconcierto que padece. La mamá cede. La niña empieza a trabajar en el puesto. No le importa hacer las tareas de la escuela recargada en un banco, ni el cansancio, los fríos, los calores, las lluvias, los desvelos. Con su mamá se siente segura. Desde entonces, alejarse de su casa es un bálsamo. El plan para escapar del horror. También se refugia en los pocos libros que tiene a mano. La fantasía y las historias la ayudan a evadir su realidad. Pasan los años. Los recuerdos se diluyen. Más bien, la niña los bloquea.
La infancia no es un buen lugar al que volver.
Hoy soy una mujer de 53 años y los recuerdos regresan por culpa de Dominique Pelicot, el francés que durante años drogó a su esposa Gisèle para que decenas de hombres la violaran por las noches mientras él grababa.
“La fachada parece sólida, pero por dentro es un campo de ruinas. Tendremos que reconstruir”, dice Gisèle cuando la felicitan por la entereza y la dignidad que muestra durante el juicio. Tiene razón. Las violaciones nos rompen. Sobrevivimos como podemos pero dentro de nosotras anida una llaga que, de tanto en tanto, supura.
La conmoción inicial por el violador serial francés y sus cómplices empieza a bifurcarse, como siempre, en dudas y desconfianza hacia la mujer violentada. Qué raro que no se daba cuenta. Qué mal que haya dicho que uno de sus violadores tenía VIH. ¿Por qué no se cambia el apellido? Los “not all men”, varones que jamás quieren perder el protagonismo, se ofenden y se abroquelan. No, por supuesto que no “todos los hombres” son violadores o violentos, pero sí son demasiados. Por tecnicismos machistas, el juez le pide a Gisèle que no use la palabra “violación” durante el juicio. El marido primero declara que la culpa es de ella por haberse negado a acompañarlo a fiestas swinger; luego reconocerá sus crímenes. Los videos son irrefutables. Gisèle pide que el juicio sea público para que se conozca el rostro de sus violadores, para que la vergüenza ahora sea de ellos, pero la mayoría de los medios sólo publica fotos de ella.
Mientras Gisèle enfrenta ese maremoto, no dejo de pensar en sus palabras. En ese “campo de ruinas” del que yo, como millones de mujeres, tuve que reconstruirme.
No sé cómo logré transitar lo que me restaba de la infancia y luego la adolescencia sin pensar en el tío pedófilo. Si lo veía, lo evitaba. Jamás volví a hablarle. Pero no era algo que tuviera presente todo el tiempo. Nunca se lo conté a nadie. Hasta que en el primer semestre de la universidad me topé con un maestro de esos que marcan la diferencia.
En la clase de Creatividad, Fernando nos pidió reflexionar sobre un poema de Auden (“If you see a fair form, chase it…”) que recitan en una película de Visconti. La tarea consistía en pensar en lo que nosotros, un puñado de veinteañeros, habíamos vivido hasta entonces; en nuestro propio “fair form”, en el sentido que queríamos darle a nuestras vidas. Por qué íbamos a luchar. Lo contaríamos frente a todos. Camino a casa, la compuerta de acero detrás de la que escondía el peor recuerdo de mi niñez comenzó a diluirse. Días después, cuando fue mi turno de hablar en el salón, dije que quería ayudarles a mis sobrinas y sobrinos (ya sabía que no quería tener hijos) a q ue tuvieran una vida mejor de la que yo había tenido. Que los querría, cuidaría y acompañaría como nadie había hecho conmigo porque siempre me había sentido muy sola. Por primera vez conté, en voz alta y entre espasmos de llanto, que hacía 14 años un tío había abusado de mí. No me lo había dicho ni siquiera a mí misma.
A la catarsis le sucedieron algunos abrazos. Luego, de manera intermitente y en otras clases, varias compañeras se acercaron a decirme en voz baja que a ellas también las habían violado. Siempre en sus casas, nunca un desconocido. No se animaron a contarlo ante los demás porque les daba vergüenza y culpa. El combo clásico que nos dejan los abusadores.
Mientras iba a la universidad, conseguí mi primer trabajo como periodista, dejé de vender comida en la calle con mi mamá y, por fin, me fui a vivir sola.
Cada semana volvía de visita a la exvecindad que, terremoto mediante, había sido reconstruida como edificio de viviendas populares. En uno de esos regresos, al abrir la puerta de la casa me topé con el tío pedófilo. No había nadie más en la sala. Nos miramos. Él sabía. Yo sabía. “Eres el orgullo de la familia”, me dijo para cortar los gélidos segundos de silencio. “No me hable”, le respondí, seca, y fui a la cocina a buscar a mi mamá.
Así lo ignoré para siempre en cada fiesta navideña, cumpleaños o festejo familiar. La vida, mi vida, se hacía cada vez más intensa. Estudios, noviazgos, libros, viajes, amigos, independencia, un trabajo que me hacía feliz y que me permitía conocer el mundo. Cada vez me iba más lejos. Del DF a Madrid y a París. Buenos Aires mutó de vacaciones a un refugio definitivo.
Pero el trauma estaba. Y algún día iba a reaparecer. Pasó en 2006. Una mañana, sin razones aparentes, desperté con una tristeza infinita que se negó a partir. Cansada de tanta congoja, inicié psicoanálisis. Vinieron años durísimos de hurgar en mis recuerdos, de preguntarme, de tratar de entender. Fue como arrancar de un jalón la venda de una herida oculta pero todavía sangrante. Acostada en el diván, hablé del malhumor que sentía cuando visitaba la casa familiar. Solía atribuirlo al desorden, a los problemas interminables. Pero no. En una de esas sesiones reveladoras que suele haber en las terapias descubrí que estaba profundamente enojada porque sentía que nadie me había cuidado.
Comprendí, también, que el abuso había arruinado cualquier posibilidad de autoestima. La culpa me convenció de que no merecía ser amada. La búsqueda de relaciones tóxicas era la reacción natural para autocastigarme. No sabía pedir ayuda, ni recibir amor. Reconocer por primera vez la rabia que arrastraba contra mi familia y conmigo misma me permitió iniciar un silencioso proceso de reconciliación. No había nada qué perdonarles ni perdonarme. El único culpable del abuso era el tío maldito.
En mis visitas siguientes, el malhumor desapareció.
Otro viaje a México significó otra crisis. Me refugié en V., un amigo psicólogo. Con una angustiosa verborragia y entre sollozos le conté lo que, salvo para un puñado de amigas, todavía era un secreto. Me propuso que hiciera con él una sesión de terapia para desahogarme.
-Dile a tu tío lo que sientes- me pidió V. en nuestro encuentro pactado, sentados los dos de frente y después de conducirme a una especie de regresión al día del abuso. Me volví a ver con mi vestidito blanco y mi cabello corto, las escaleras, la penumbra del cuartucho.
-Lo odio, usted es un desgraciado, un infeliz. Maldito, merece lo peor del mundo. Me lastimó, ¡yo era una niña! ¿Cómo pudo? ¿Por qué? Lo voy a odiar siempre- dije en un reclamo entrecortado por el hipo que acompañaba mi llanto.
-Háblale ahora a esa niña…
-Llora todo lo que necesites, te prometo que este dolor va a pasar. No fue tu culpa. Algún día te vas a ir de aquí, vas a sobrevivir y a ser feliz. Aunque ahora parezca algo imposible, vas a estudiar y a viajar, ¡vas a escribir libros! Te vas a enamorar y se enamorarán de ti. Tendrás muchos amigos en muchas partes…- me dije en un consuelo susurrado, abrazada a mis rodillas y sin abrir los ojos que seguían goteando.
Mi amigo V. solía decirme que su tipo de terapia era “más fácil” que el psicoanálisis. “Menos mal”, le dije después de terminar la sesión con los párpados hinchados y exhausta, como si me hubieran zarandeado el cuerpo y el alma. “Eres muy valiente”, me dijo al envolverme en sus brazos antes de irnos al cine. La vida continuaba.
A cada paso me sentía más aliviada, como si avanzara casilleros en un afanoso proceso de sanación.
Y entonces estalló el vendaval feminista. Ni una menos. Vivas nos queremos. El Estado es responsable. Nos queremos libres, no valientes. Abajo el patriarcado, se va a caer; arriba el feminismo, que va a vencer. Alerta, alerta, alerta que camina la lucha feminista por América Latina. Las paredes se pintan, las mujeres no vuelven. A la sociedad le indigna más una mujer libre que una mujer muerta. La culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía. Yo te creo, hermana. Mira cómo nos ponemos. No es no. No nos callamos más. No estamos solas.
La sororidad que invadió las calles fue un inesperado consuelo.
El 12 de diciembre de 2018, un día después de que la actriz Thelma Fardin denunciara que Juan Darthés la había violado cuando ella tenía 16 años y él 45, escribí en mis redes:
“Para leer con signos de interrogación:
Cuántas mujeres no pudieron dormir anoche, recordando el abuso, la violación que sufrieron alguna vez.
Cuántas mujeres lloraron solas. O se fueron a refugiar con una amiga. O se abrazaron con más ganas a su pareja en la cama. O llamaron de urgencia a su psicóloga/o para desahogarse.
Cuántas mujeres revivieron el dolor, ese dolor que siempre está latente sin importar cuánto tiempo haya pasado.
Cuántas mujeres recordaron cómo escondieron ese abuso o violación durante tantos años, incluso ante ellas mismas.
Cuántas mujeres se asomaron anoche a cada rato al cuarto de sus hijas e hijos y les llenaron de besos y les miraron dormir, deseando que nunca, pero nunca, nadie les haga daño.
Cuántas mujeres volvieron a explicarles una y otra vez a sus hijas e hijos que nadie debe tocarlos, que si alguien lo intenta se los cuenten, que ellas les van a creer. Y los van a cuidar.
Cuántas mujeres se animaron desde ayer a contar por primera vez, en voz alta o por escrito, el abuso de un abuelo, un padre, un tío, un hermano, un vecino, un amigo, una pareja, un conocido o desconocido.
Cuántas mujeres se alegraron por el terremoto feminista que provocaron las actrices argentinas, sabiendo que todavía falta que el mensaje llegue a todos y a todas.
Cuántas mujeres empezaron a superar el miedo, la vergüenza y la culpa. Y a sentirse un poquito menos solas.
Cuántas mujeres.
Cuántas”.
No me atreví a revelar que yo era una de esas mujeres.
Al cimbronazo social que provocó Thelma vinieron otra vez las noches de insomnio, la pena, la bronca, los mensajes de muchísimas mujeres que me decían que se identificaban con mi post, que se había viralizado. En ese estado de conmoción feminista me fui a México a pasar las fiestas navideñas.
Ya es de madrugada. Ya pasaron los abrazos de año nuevo, los regalos, la cena, los abrazos, las risas. Mamá ya se fue a dormir.
En la sala nos acurrucamos mis hermanas y yo. Charlamos de nuestras infancias, de cómo nos ayudó que papá dejara el alcohol muchos años antes de morir, de lo trabajadora que siempre ha sido mamá, de los chismes y la convivencia en la vecindad, de los humildes cuartitos que llamábamos “casa”. De manera inexplicable para mí, algunas idealizan esos recuerdos. Los añoran. Entre ellas recuperan los rumores de que el tío maldito había abusado de alguna prima. “Yo no lo soporto”, digo en voz baja. Creo que no me escuchan. “Lo odio”, insisto.
-¿Y por qué lo odias?-, me pregunta Norma mirándome a los ojos. Supongo que adivina la respuesta.
-Porque también abusó de mí y siempre creí que había sido mi culpa-, les cuento. Empiezo a llorar. Enciendo un cigarrillo.
Los ojos de Norma se vuelven un río. Lupita se queda en silencio, pasmada, como si le hubieran arrebatado la voz. Alicia repite en automático: “no fue tu culpa, no fue tu culpa, no fue tu culpa”. Está enojada. Claudia me acaricia la espalda mientras les relato lo que he pasado estos 40 años: el dolor, la soledad, el miedo, la huida, el trauma, las terapias…
Es un alivio. Ahora sí, por fin, se acabó el silencio con mi familia. Jamás pensé en decirles a mamá y a papá. Hubiera sido un pesar innecesario. Me basta que lo sepan mis hermanas. “Estuve mucho tiempo enojada con ustedes porque sentí que no me habían cuidado, pero luego entendí que tampoco tenían la culpa”, les digo.
Las palabras, lo sabemos, son poderosas, y más si de verdad son escuchadas. A partir de entonces siento que cambian conmigo de una manera profunda. Cada vez que vuelvo a México me cuidan, me acompañan, me abrazan, me consienten como nunca antes. Nos queremos. Es parte de la transformación que hemos tenido como familia y que nos ha permitido, más allá de los inevitables conflictos, construir una incondicional solidaridad entre nosotros.
El camino ha sido muy largo.
Paris Hilton. Charlize Theron. Resse Whiterspoon. Lady Gaga. Yuri. Gloria Estefan. Simon Biles. Demi Moore. Oprah Winfrey. Belén López Peiró. Asia Argento. Sharon Stone. Madonna. Mon Laferte. Thelma Fardin. Pamela Anderson. Alanis Morissette. Sasha Sokol. Jane Fonda. Ellen DeGeneres. Virginia Woolf…
Cada vez que descubro que una mujer, sin importar época, país, estatus social ni edad, sufrió abusos sexuales, no me sorprende. Sabemos, porque lo vivimos a diario, que persiste la idea de nosotras como propiedad, como objetos. Contra eso y tanto más luchamos de manera colectiva.
Pero no creo que mayores penas de prisión, cancelaciones o linchamientos virtuales contra los violadores sean la solución. Son, más bien, un nuevo y grave problema. Lo que hace falta es una revolución social, cultural.
Tampoco creo en las venganzas. Sí creo, en cambio, en esa reconstrucción de la que habla Gisèle Pelicot. Ya no soy el campo de ruinas que salió de ese cuartucho cuando tenía seis años. La cicatriz quedará por siempre, pero soy una sobreviviente y mi triunfo personal es haber aprendido a pedir ayuda y a recibir el cariño de la gente que me quiere. A veces incluso logro sentir paz y verme con ternura y orgullo. Durante mucho tiempo fue imposible.
Cumplí la promesa que me hice sobre mis sobrinas y sobrinos. He sido la mejor tía posible. No sé si tuvieron o no una infancia mejor que la mía. Ojalá que sí pero, como tantas cosas, eso no dependía de mí.
El tío pedófilo murió durante la pandemia. Lo avisó una de mis hermanas en el WhatsApp familiar. Nadie dijo nada. Nadie lo lamentó.
Dominique Pelicot fue condenado a veinte años de prisión. Sus cincuenta cómplices violadores, a penas de entre tres y 15 años.
Mercí, Gisèle. «
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