La decisión del presidente a la altura de las circunstancias. Los que especulan con la muerte. El acompañamiento social a las nuevas medidas.
El dilema habitaba también en el alma del protagonista. Finalmente, en una noche de soledad, luego de haber bebido la botella de whisky que consumía cada día, Churchill tomó su decisión: enfrentaría a Hitler. Eso le otorgaría su lugar clave en la historia del siglo XX. Y daría a luz algunas de sus frases célebres: “Pelearemos en las playas, en los sitios de desembarco, en los campos y en las calles, en las colinas. Nunca nos rendiremos”.
Por supuesto que administrar una pandemia no es lo mismo que una guerra. Sin embargo, algo de esta encrucijada de lo que implica gobernar se vio esta semana en Argentina. El presidente Alberto Fernández terminó de decidir en una relativa soledad cómo seguir batallando contra el Covid, cómo defender la salud pública. Sorprendió a varios de sus ministros con las nuevas restricciones. Se ubicó –a criterio de quien escribe– a la altura de las circunstancias y del momento que le toca conducir. La Historia lo reconocerá.
Enfrente, Horacio Rodríguez Larreta, que había sido más responsable que el resto de su fuerza política frente a la pandemia, encontró en el debate por las clases presenciales el trampolín para desplazar a Patricia Bullrich del centro de la escena antiperonista. Larreta administra el distrito con más casos cada 100 mil habitantes, con más muertos por millón. Su propuesta es hacer la plancha y tomar medidas de maquillaje.
Cuando los muertos se acumulen en las puertas de los hospitales, los medios de comunicación que sostienen al alcalde encontrarán la forma de culpar al gobierno nacional, porque las vacunas llegaron más tarde, por problemas de aplicación, por lo que sea. Seguirán enloqueciendo al sector de la sociedad que les cree. Esta semana lo convencieron de que encontrarían un tanque en la puerta de la panadería cuando fueran a comprar las medialunas. Qué poca compasión por su propia audiencia.
En las primeras dos noches de las nuevas medidas, se vio en las calles del AMBA un alto acatamiento. Es una señal clara de que, por lo bajo, la población sabe que la situación es grave. Sabe que es momento de decisiones excepcionales. Un grupo de caceroleros en los barrios más caros de la Capital no se compara con millones –incluidos los porteños– que optaron por respetar las restricciones.
La vida se abrirá camino. Y los que apostaron a la muerte recibirán su castigo en el lugar en el que hay que darlo en democracia: en las urnas.
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