Las edades de Lanata: de estandarte del progresismo a gran operador del Grupo Clarín

Por: Martín Becerra

La vertiginosa trayectoria del periodista fallecido se alimentó de ambición, carisma, oportunismo y talento. Fue fundamental en los influyentes primeros años de Página/12 y luego se transformó en la espada favorita de la “corpo” que tanto había criticado.

En sus 64 años y a fuerza de ambición, carisma, oportunismo y talento, Jorge Lanata conquistó una fama que trasciende su vida y su voluntad. La fama suele ser desleal con quienes la conquistan; a partir de la compleja internación de junio de 2024, Lanata agitó el rating de los programas de chimentos por la morbosa disputa sobre sus bienes y custodia personal entre su esposa, Elba Marcovecchio, y sus dos hijas, Bárbara y Lola -de parejas previas-.

La fuerza gravitatoria de Lanata alteró la órbita del sistema de medios argentino que giró a su alrededor en los últimos 35 años, casi sin distinción de línea editorial. Su sello personal, irreverente, directo y teatral, incidió en la renovación de estilos informativos y opinativos. Fue venerado por varias cohortes de periodistas y conductores que se formaron con él y que hoy condimentan la dieta informativa desde Buenos Aires para todo el país en diarios online, emisoras de radio, señales de tv y canales de streaming.

Lanata fue estandarte del progresismo antimenemista en su juventud desde la dirección de Página/12 y fue comandante del Grupo Clarín en la guerra contra el kirchnerismo en su madurez. En ambos bandos, la eficacia singular de su labor lo catapultaron a un reconocimiento sin parangón entre sus contemporáneos. Hay que remontar entre viejas generaciones de periodistas para hallar casos comparables.

En sus muchos años de actividad en los medios, que inició siendo menor de edad, Lanata cobró una notoriedad que a veces confundió con cariño, aunque tanto quienes lo adoran como quienes lo detestan son legión. Trabajó en diarios, revistas, radio y tv. Hizo teatro y actuó en películas. Escribió libros y realizó documentales. Aunque no fue usuario activo de redes sociodigitales, las plataformas potenciaron su difusión, con videos de sus programas y fragmentos de sus opiniones multiplicados en YouTube.

Desinhibido frente a convenciones estilísticas, Lanata destacó también como titulador. Explotó la mutación del periodismo a contenidos cada vez más breves, editorializados y con formatos ágiles. “Opinar es barato, informar es caro” dijo al recibir uno de sus premios Martín Fierro. Él, un prestidigitador de la opinión, recogió el testigo del experiodista y animador Bernardo Neustadt, cuya capacidad para condensar ideas complejas en frases simples y elaborar consignas a medida del sentido común lo fascinaron desde joven.

Su incursión en la ficción sin éxito de mercado ni consideración de la crítica puede asociarse con su indisciplina y con la ansiedad que, potenciada por adicciones, privilegió el triunfo inmediato. Los géneros que exigen tiempos de concentración largos y paciencia le fueron esquivos. Sus malogradas columnas en Clarín también son testimonio de esa falta de aplicación y de la inconstancia de alguien abducido por el vértigo de la coyuntura.

Jorge Lanata.

En junio de 1990, un Lanata de casi 30 años se definía en el programa que Mariano Grondona tenía en el canal de tv estatal (ATC), como liberal al uso estadounidense, a la vez que renegaba de ser “de izquierda” o “zurdo”, como lo llamó Grondona. Aquella entrevista es un muestrario de su faceta como enfant terrible. Desacartonado, sagaz y provocador, Lanata subvierte allí roles e interroga a su anfitrión por sus manifiestas simpatías dictatoriales (Grondona colaboró con los gobiernos de facto en los ciclos iniciados por Juan Carlos Onganía y Jorge Rafael Videla).

Esa fue la primera de mil aclaraciones autorreferenciales de Lanata sobre la equívoca relación entre las ideas predominantes en el público de Página/12 y las suyas. Aunque protagonizó algunos de los grandes hits del progresismo en la primavera democrática (El Porteño, Página, Hora 25), la vereda de la izquierda política y cultural resultó angosta para su voraz apetito de gloria.

La trayectoria de Lanata es tan espectacular como desenfrenada a la hora de concebir éxitos periodísticos en plazos cortos, aunque no por eso efímeros. Lo demuestran la continuidad del denuncismo snob en columnas de Página/12 o la indignación antik que Lanata cebó desde el Grupo Clarín en audiencias masivas a partir de 2012. Efectista en sus todas sus edades como línea de conducta, fue menos coherente a la hora de elegir los objetos de referencia de sus invectivas.

En una entrevista a Leonardo Favio para el ciclo Hora 25 que conducía al terminar el día por Radio Rock & Pop a comienzos de los noventa, Lanata quedó expuesto en su impostura al reivindicar las películas de Favio y descalificar a sus canciones, sin comprender la unidad estética y las apuestas creativas de las obras del popular artista. Le interesaba más la polémica que la verdad.

Ingenioso y peleador, el Lanata más celebrado por sus pares no fue necesariamente original, aunque sí supo combinar y reciclar elementos previos que, moldeados por él, componían melodías que sonaban oportunas o necesarias. Así pasaron Página/12, Día D, Veintitrés y, pese a su fracaso en ventas, Crítica de la Argentina.

En cambio, PPT (Periodismo Para Todos) y su ciclo radial Lanata Sin Filtro responden a otra lógica: su producto es un Lanata procesado por la maquiladora del Grupo Clarín, cuya cadena de montaje está guiada por el principio ecualizador que alisa los gestos creativos en sus mercancías.

La mudanza al Grupo Clarín fue su pacto fáustico. Lanata accedió por fin a niveles de figuración inimaginables para un periodista a cambio de ceder su esencia rebelde a la maquiladora de Héctor Magnetto. La misma corpo a la que condenaba exhibiendo mapas de concentración de la propiedad de los medios cuando conducía Día D lo asimiló con metabolismo burocrático, neutralizando la transgresión que había catapultado a Lanata en sus primeras décadas como profesional.

La deriva posterior alternó denuncias sensacionales contra el kirchnerismo, insultos vulgares (llamó “pobre vieja enferma” a Cristina Fernández, se arrepintió después), ensaladas de datos ciertos con rumores y dosis facciosas de fake news, como las que difundió sobre la desaparición y muerte de Santiago Maldonado, la invención de presuntas invasiones mapuche o el montaje de operaciones sobre la compra de vacunas en pandemia. El decoro, la verificación rigurosa de datos y el pudor nunca fueron su fuerte, recuerdan sus detractores.

La parábola de Lanata está sujeta a un sistema de medios que tambaleó de crisis en crisis desde que él empezó a trabajar. En EEUU, España, Brasil, México y Colombia es posible conciliar el ideario reformista con fama mediática e ingresos millonarios. Esa alquimia era también un horizonte accesible en la Argentina pre Dictadura, como enseña la trayectoria de Jacobo Timerman antes de 1976.

Pero Lanata llegó tarde: la Argentina que le tocó en suerte, la de la fractura socioeconómica estructural, es cruel con la sensibilidad del progresista con aspiraciones de gran burgués. El peaje para comprar propiedades en Miami y en av. Libertador, coleccionar arte y relojes de lujo y sentar presidentes en la propia boda, es sectario en lo ideológico, es clasista y es amoral. Aunque Lanata pretendió no tener filtro, el sistema que lo entronizó fue implacable al imponerle los suyos.

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