Las casas de papel

Por: Mónica López Ocón

Columna de opinión.

No sé bien cuál es la diferencia entre ser curiosa y ser chusma pero intuyo que el periodismo legitima el deseo de saber cómo es la vida de los demás y confiere la impunidad necesaria para preguntar más allá de lo que dicta la prudencia. Lo cierto es que, chusma o curiosa, desde chica me intrigaron las ventanas iluminadas y las puertas cerradas. ¿Quiénes vivían detrás de ellas? ¿Cómo eran las casas que ocultaban? ¿Cómo era la escenografía doméstica en que los habitantes actuaban su vida cotidiana?

Durante todo el primer grado me intrigó la pregunta «dónde vive» que tenía –y sigue teniendo– como única respuesta la dirección de una vivienda. Yo creía vivir también cuando no estaba en mi casa, pero la respuesta repetida a esa pregunta me indicaba que sólo se está vivo entre cuatro paredes, rodeado de objetos familiares, de suvenires de bautismos y comuniones, de cajas de caracoles que dicen Recuerdos de Mar del Plata, de patines para lustrar el piso y olor a naftalina en los roperos como en la casa de Elvira, la amiga de mi madre, o de imponentes mesas de roble que sólo lustra una mucama, como en la casa de mi tía Coca, donde estar vivo parecía algo tan caro.

Nunca dejé de sentir curiosidad por las casas de los otros. Cómo no sentirla si sólo en ellas era posible la vida. Para los muertos siempre hubo otras viviendas (¿o muriendas?), oscuras y húmedas algunas, otras llenas de mármoles y bronces que seguramente también debía de lustrar una mucama.

No pretendo justificar mi condición de fisgona, pero las curiosas o chusmas somos legión. Si hasta hay un género periodístico dedicado a satisfacer, aunque nunca del todo, nuestro voyeurismo inmobiliario: las revistas de decoración. Aunque pretenda seguir de largo, me resulta imposible desoír su llamado desde el kiosco de diarios.

Ellas muestran, por fin, lo que se oculta detrás de las ventanas iluminadas y las puertas cerradas. Nos permiten ingresar al living, al escritorio, a los dormitorios, a la cocina e incluso al baño. Claro que esas casas están vacías como si hubiera caído una de esas sofisticadas bombas que matan a todos pero dejan los edificios en pie.

De tanto en tanto, un perro o un gato, paradójicamente, le ponen a esos espacios un decorativo toque humano. No hay una mota de polvo, todo resplandece y hasta la manta que se finge olvidada sobre el sillón obedece a un frío cálculo para indicar calidez.

Aunque en el momento de la foto están fuera de la casa, sus habitantes no están muertos. El texto nos cuenta de ellos con frases como «sobre las paredes claras se destacan los objetos que la dueña de casa trae de sus viajes» o «Facundo es arquitecto y el encargado de buscar siempre soluciones armónicas y sencillas a la hora de vestir los espacios». Además, como Roberto Carlos, las parejas que habitan esas casas adoran tener un millón de amigos. «Nos encanta invitar gente a comer –dicen–. Cuando la mesa del comedor resulta chica, optamos por la informalidad: los almohadones sobre el piso son la solución ideal para aprovechar las dos mesas bajas del living que compramos en Bali.»

Mirando revistas de decoración no sólo logré, al menos en parte, satisfacer un viejo deseo de infancia, sino que aprendí bastante sobre cómo redactar una nota para este tipo de publicación. Si hay una frase que no puede faltar es la siguiente: «un viejo baúl encontrado en un mercado de pulgas (o un viejo ropero heredado de la abuela o una cómoda vienesa de otro tiempo) pone un toque retro y suma espacio de guardado». En todo texto de este tipo debe haber siempre un elemento, no importa cuál sea, que sume espacio de guardado del mismo modo que en una novela policial debe haber un muerto y un asesino. Quizá la comparación entre ambos géneros no sea casual, porque, si como suele decirse, todos tienen un muerto en el ropero, es obvio que tienen que guardar la ropa en otra parte.

No cabe duda de que los dueños de estas casas deben de ser gente feliz. Quién tendría ganas de arrojarse al vacío desde una escalera con un delicioso y austero diseño minimalista o desde una terraza con confortables sillones de rattán de Indonesia. Quién en su sano juicio regaría de lágrimas una funda de almohada de algodón egipcio. Quién querría ser un náufrago desesperado en las islas de semejantes cocinas.

Ser repetitivos no es un defecto, sino una virtud de los textos de estas revistas, ya que la repetición es una eficaz vacuna contra la angustia de la incertidumbre. Por otro lado, su fórmula es vanguardista. No me extrañaría que Marcos Peña quisiera sacar una publicación de este tipo acorde con su afirmación de que los negocios están vacíos porque la gente compra por Internet. «Las chapas acanaladas –podría decir refiriéndose a una villa– le dan al espacio un fresco touch de galpón campestre. El ladrillo a la vista pone el toque rústico. La cercanía del basural aporta alegres moscas multicolores. Los cajones de fruta suman espacio de guardado.» Poco importa si no hay nada para guardar.<

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