Su doctrina consideraba que la fortaleza del enemigo estaba en la retaguardia, la población civil.
En este punto, es necesario recalar en el 6 de enero de 1975, cuando un avión Twin Auter de 20 plazas recorría una zona selvática del norte tucumano con 13 oficiales del Ejército a bordo. Entre ellos estaba el jefe de la V Brigada, general Ricardo Muñoz.
Al tipo le habían asignado la tarea de encabezar la lucha contra el foco rural que el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) supo desarrollar en esa provincia. A tal efecto, el aparato recorría en vuelo rasante lo que sería su teatro de operaciones. Pero el avistaje se vio malogrado por un inconveniente técnico: el choque de la nave contra la ladera del Ñuñorco. No hubo sobrevivientes.
Aquella desgracia hizo que Vilas fuera su reemplazante.
Su misión –bautizada “Operativo Independencia”– arrancó exactamente al mes, inmediatamente después de que la presidenta María Estela Martínez (a) “Isabelita”, firmara el decreto 261/75, que ordenaba la intervención del Ejército para “aniquilar el accionar de elementos subversivos” en Tucumán.
¿Acaso el verbo “aniquilar” fue usado por ella con cierta ligereza?
Pues bien, esa hoja prolijamente mecanografiada y sellada fue la partida de nacimiento del terrorismo de Estado en Argentina.
Ahora, al cumplirse medio siglo de ello, bien vale repasar los detalles de esa campaña y su influencia en los crímenes de lesa humanidad cometidos por casi nueve años, a partir de entonces.
La presencia en Tucumán de la Compañía de Monte “Ramón Rosa Jiménez”, del ERP, fue al principio simbólica y fantasmal. De hecho, su presentación en sociedad se remontaba al año anterior, con el copamiento del pueblo de Acheral, a la vera de la sierra del Aconquija, un evento –diríase– publicitario, difundido con fotos de sus integrantes al izar la bandera en formación militar.
Después, se esfumaron. Y el asunto pasó al olvido.
Recién a fines de 1974, el jefe del ERP, Mario Roberto Santucho, decidió vigorizar esa guerrilla rural con un total de 90 combatientes.
El arribo de la task force del general Vilas –más de tres mil efectivos del Ejército que hicieron base en la ciudad de Famaillá– ocurrió cuatro días después de firmarse el decreto del Gobierno. Y no sorprendió al ERP.
Tanto es así que Santucho simplemente ordenó a sus capitanes dividir la Compañía de Monte en cuatro grupos, y aguardar que las tropas del Ejército subieran a buscarlos, algo que no sucedió.
Es que, en esos días, Vilas estaba muy ocupado allí con la instalación de los primeros 14 “chupaderos” que existieron en el país.
En aquel lapso, sólo hubo dos escaramuzas entre guerrilleros y militares sin bajas en ambos bandos. O sea, un empate técnico.
Ya en abril, Santucho partió hacia Tucumán. Y en un quincho instaló su comandancia.
El “Roby” –como todos lo llamaban– pasaba allí gran parte del día, entre unas lonetas que lo protegían de la lluvia o del sol; sobre estas colgaban mapas y planos. También había un sofisticado equipo de comunicación.
Sus hombres confiaban ciegamente en él. En parte, porque no tenían duda alguna de que jamás impartiría una orden que él mismo no pudiese realizar. A la vez, les atraía su mirada casi siempre penetrante, aunque, por momentos algo huidiza, como si la naturaleza blindada de sus creencias entrara en combate con su irremediable timidez. Pero sobre todo valoraban su capacidad de persuasión. Y cuando la ejercía, se mostraba muy cálido.
Santucho estaba convencido de que el país estaba al bode de una situación prerrevolucionaria, influido por un concepto escrito por Lenin 62 años antes, en el cual señala que aquella condición se da “cuando los de abajo ya no aguantan más y los de arriba no pueden seguir gobernando”.
Claro que el líder bolchevique se refería a la lucha insurreccional de las masas y no a la guerra de guerrillas. Sin embargo, el ejemplo de la revolución cubana incidió en la relectura que Roby hizo del asunto.
Su estrategia era establecer en Tucumán una zona liberada para así lograr, en una primera etapa, el reconocimiento del ERP como fuerza beligerante. Y tal sería la semilla, en la siguiente fase, de un levantamiento nacional que llevara a un Frente de Liberación policlasista al poder.
Planteado así, la revolución parecía posible.
Pero, en realidad, el ERP se embarcó en una guerra cuya verdadera lógica tardaría más de lo debido en comprender.
El primer choque de envergadura recién ocurrió el 29 de mayo cuando un grupo del ERP marchaba hacia Famaillá para atacar la sede de la V Brigada. Pero antes de llegar, se cruzaron con una patrulla militar. Así se produjo la llamada “batalla de Manchalá”, cuyo saldo fue salomónico: apenas unas bajas por bando. O sea, otro empate técnico. Ello no dejó de robustecer la moral guerrillera.
Pero, a sabiendas de que el número de irregulares no superaba el centenar, llamaba la atención de que ya hubiera casi dos mil pobladores secuestrados en las mazmorras de Vilas, siendo la “Escuelita de Famaillá” la más concurrida.
El ERP atribuía aquella cosecha al fracaso del Ejército en sofocar al foco guerrillero. En realidad, no era tan así.
Al respecto, es necesario evocar las palabras vertidas por Vilas ante sus oficiales para definir el espíritu de la “lucha antisubversiva”.
–Ésta, señores, es una guerra de inteligencia. Su clave es la información. Y sus batallas se librarán en los interrogatorios.
El tipo no había inventado nada. Simplemente, se disponía a aplicar las enseñanzas de los paracaidistas franceses que habían combatido en Indochina y Argelia, de donde se fueron derrotados, pero con mucha sabiduría.
Su doctrina consideraba que “la fortaleza del enemigo estaba depositada en la retaguardia”; es decir, en la población civil. Por lo tanto, la militarización de las zonas pobladas y los ataques a sus habitantes tenían un significado táctico que los manuales de contrainsurgencia denominan: “sacarle el agua al pez”.
Ya progresivamente aislada por ello, la guerrilla no salió bien parada del segundo y último enfrentamiento de envergadura: la batalla de Acheral, librada el 10 de octubre.
Ese traspié derivó en el repliegue definitivo del ERP en Tucumán.
Vilas fue entonces reemplazado por el general Antonio Domingo Bussi, quien, limitándose solamente a cacerías residuales, se arrogó todo el mérito del “Operativo Independencia”.
Eso le valdría la inquina eterna de Vilas.
En definitiva, Tucumán fue nada menos que el laboratorio del terrorismo de Estado en la Argentina.
El teniente general Jorge Rafael Videla era ya el comandante en jefe del Ejército, y el plan golpista estaba en marcha.
Para eso, sus hacedores habían esperado con paciencia alguna otra acción guerrillera con el propósito de que el Gobierno se viera obligado a la firma de los decretos que ampliarían a todo el territorio nacional las facultades represivas del Ejército en Tucumán.
Eso ocurrió el 3 de octubre a raíz del ataque montonero al Regimiento de Infantería 29 de Formosa. El “gancho” en cuestión lo puso el titular del Senado, Ítalo Luder, a cargo interinamente del Poder Ejecutivo.
Las Fuerzas Armadas tomaron así el control operacional del país. Dicho de otro modo, el golpe se había consumado.
Pero sólo faltaba una formalidad: la mudanza desde el Edificio Libertador hacia la Casa Rosada. Eso sucedió el 24 de marzo de 1976. «
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