La vigilia

Por: Ricardo Gotta

Es de noche. Baja el calor de noviembre. La tensión surca el aire. En pocas horas se vota. En La Ciudadela, el viento que no deja descansar a la bandera de los listones azules y acerca el retumbar etéreo de los tamboriles.

A lo lejos susurra algún tamboril inmortal. El repiqueteo parece nacer en cada piedra que se deglute el Plata, hundida en el corazón del río color de león. Una luz atraviesa el horizonte desde la cima de ese cerro, que divisado por los portugueses, despertó la frase monte vide eu.

Esa luz que rebota en el cielo y es vigía de una ciudad con fuertes contradicciones. Esa luz que se refleja como una salpicadura de polvo brillante en las barriadas populares de La Teja, Casabó, La Paloma, Tres Ombúes, Belvedere. En Villa del Cerro, en Paso de Armas y cómo no, también, en Pajas Blancas. Allí donde el Pepe sempiterno sigue subiéndose a su tractor, aún tan achacado como está, para sembrar futuro desde su chacra de Rincón del Cerro.

Esas barriadas de la costa montevideanas, que se disputan el orgullo de ser más frenteamplista que las norteñas Melilla, Colón o La Manga, otros focos que se parten en la utopía, geográficamente más cercanos a Canelones, el otro feudo del FA. En la suma de ambos distritos viven más de la mitad de los orientales: de uno y otro salieron Orsi y Cosse. Allí lo gritan siempre que pueden, allí lo andan pintando por las paredes: «No votamos músculos ni bombones, votamos Yamandú y Carolina». No votan al colorado Andrés Ojeda que hizo campaña en un gimnasio. No votan al blanco Alvaro Delgado que llamó «bombón» a su aspirante a vice, que oculta llamarse Shirley, vaya a saber por qué.

El fueguito

Aquella luz rebota en cada banderín rojo, azul y blanco. Se devora la bahía que se entrega al barrio viejo, alimenta cada zócalo colonial, cada reja que desafía el óxido, el calendario, la modernidad, el turismo que paga fortunas por una pamplona en el Mercado del Puerto y casi dos dólares por litro premiun en cada Ancap, la empresa pública que como la Antel, con orgullo se resiste a la privatización. Se tomarán un medio y medio en el Fun Fun, se sacaran una foto en la Ciudadela y tal vez otra en la estatua de Artigas, con la Torre Ejecutiva de fondo: en pocas horas se definirá quién será su nuevo huésped.

Es de noche. Baja el calor de noviembre. La tensión surca el aire. En pocas horas se vota. En La Ciudadela, el viento que no deja descansar a la bandera de los listones azules y acerca el retumbar etéreo de los tamboriles. Jamás se sabrá dónde están esas manos que hacen parir el alma de la negritud. ¿Será en el barrio sur? ¿Será en cada baldosa de Durazno y Convención donde danza eterno más de un fantasma murguero?

¿Será del fueguito final que sale de las brasas en la vereda? Las que arden sobre una chapa que consagra un camino de unidad de diferentes grupos que se enfrentaron con frenesí en las internas, pero que ofrecen un ejemplo abrumador a la atomizada progresía de este lado del charco. Ahí está la gente de El Abrazo, la de Vertiente Artiguista, los socialistas, cualquiera que ame con fruición los colores de Frente.

La maceta

Unas cuadras más allá, por Soriano la vigilia se hace rumor en La Casa del Pueblo, la casona de tres pisos del Partido Socialista. Ahí está, siempre iluminada, la maceta de albañil con la que José Pedro Cardoso, el 22 de agosto del ’84, derribó la pared construida por los milicos, unos tenebrosos años antes, para tapiar el ingreso.

Pero más temprano que tarde, el grito se hace clamor.

Y la huella se hace perenne. A pocas cuadras está la sede central del Frente. Otra casona antigua y cuidada que continúa en un patio colonial hermoso, que a su vez conecta con la Huella de Seregni, el ámbito oficial de reuniones del partido. En la entrada hay un mural con la huella dactilar del general del Ejército que fundó el FA en 1971, símbolo y mito. Para muchos, junto al Pepe, generó una corriente de pensamiento oriental, histórico, comparable con el batllismo o el wilsonismo. Una plaza y la ruta interbalnearia que va al este y llega a Punta, llevan su nombre. En ese patio colonial, un par de militantes gastan la vigilia, con mate y música de Jaime, con grapamiel y lo que sobró de una faina de masa madre; con los championes gastados después de tres campañas consecutivas y con la esperanza enhiesta. En la pared, detrás de un timbó añoso, pintaron con buena letra: «Fuimos y seremos una fuerza constructora» (Liber Seregni). En el muro de al lado, otro general del pueblo, el Pepe José: «Nada podemos esperar si no es de nosotros mismos» (Artigas).

La noche se parte en los asfaltos. Es el centro de Montevideo. Donde La Libertad tiene su monumento en la Avenida. Así, a secas, todos saben que, a lo sumo, se la nombra como La 18. A un lado y al otro, muy iluminada, la Plaza de Cagancha, que le robó el nombre a un paraje de San José donde se libró una batalla central de la Guerra Grande. En la esquina de enfrente, los fantasmas del primer Sorocabana. Quién puede negar que aún se huele el seductor aroma profundo de café, aunque ahora haya una heladería de crema insulsa.

Las explanadas

Cada paso parece encontrar nuevas ausencias. A sólo tres cuadras, el Palacio Municipal. En su recova atravesada por la calle San José, hallan techo un par de sin techo. En su explanada, bailan duendes similares a la de la Universidad de la República, mil metros más allá. En las monumentales escalinatas de una y otra, florecen los recuerdos de tantas y tantas protestas explosivas, manifestaciones políticas, estudiantiles y sindicales que moldearon la resistencia en los días más sangrientos.

Y entre ambos, El Galpón, primer teatro independiente de los tiempos modernos, que por años fuera cultura exultante y rebeldía en cada noche, junto con el Sodre. Y que ahora, en silencio expectante, cumple el ritual de la vigilia. Casi enfrente, la Plaza de los Treinta y Tres: un botija morocho, ruliento y trasnochado le pega de puntín a una pelota de cuero raído y grita el gol que marcó entre las patas del banco monumento en el que, sentados, dialogan Albert Einsten y el filósofo uruguayo Carlos Vaz Ferreira.

El chiquilín es hijo de una pareja que llegó hasta ahí con su grupo tras una jornada en la sede del PIT-CNT, ahí cerquita, en la calle Jackson del Barrio Cordón: volvieron, una vez más, del debate sobre porqué se perdió el referendum por la reforma previsional y cómo puede ser posible que el pueblo, una y otra vez, se pegue tiros en las piernas… 

La noche se consume en la veda y las Pilsen parecen bien guardadas. El susurro de tamboriles se hace trueno en el Obelisco, y más allá, el majestuoso parque Batlle y Ordoñez, que alimenta a sus fantasmas, a los miles y miles del conmovedor Río de la Libertad que trascurrió en el ’83 o a los del masivo acto del Frente, de hace sólo algunas semanas. En su corazón late el Estadio. En el eco, rebota una y otra vez su energía gigantesca. La de aquello que los de afuera son de palo.

Allí  las oscuridades se ven perfectas. Los silencios se escuchan portentosos.

Muy cerquita, frente a Tres Cruces, está él. El inspirador de este texto. Oriental hasta la médula, frenteamplista de alma, periodista de raza, maestro experto de redacciones colosales. Con sus achaques y su voz ronca, con sus 82 pirulos y su lealtad a la Canaria y al Conaprole, a la Celeste y al Rojo. Ahí está, en su propia vigilia, la de miles. Llegó en el barco unas horas antes, como cada elección. Lo hace cada vez que es necesario. Lo hará siempre.

Se levantará temprano e irá a votar. Luego cruzará el charco de regreso, horas antes de la noche. Al llegar, saldrá al balcón de su departamento en La Boca y escudriñará el horizonte.

Tal vez, desde allí también vea el reflejo de la luz del faro del cerro y escuche el repiqueteo de los tamboriles.«

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