La última merienda de Bayer

Por: Facundo Pedrini

Osvaldo Bayer hubiese cumplido 93 años este 18 de febrero. Facundo Pedrini pasó 4 días con el periodista y escritor en su casa para dar forma a esta entrevista, la última que dio antes de morir, que publicó en su nuevo libro Finales.

Conquistar la soledad no es fácil, casi todos fracasamos en el intento. Entre la vida y la muerte, entre el ahora y lo eterno, entre lo personal y el pueblo, entre el sentido y el ensueño, hay un estado de gracia reservado para quienes ya no tienen nada que ganar. El té con leche final como refugio para los imprescindibles.

El reflector capicúa, la suplica inútil, el disparo a quemarropa, el peón fusilado, el militar asesino, el estanciero cómplice y el luchador que intenta cruzar el alambrado. Todos clavados sobre los párpados del último anarquista. Afuera, un cartel fileteado que bautiza la casa de Arcos al 2400 como “El tugurio”. Adentro, Osvaldo Bayer, rodeado de bibliotecas que impiden ver las paredes, de revistas que contienen ambientes, de obras que rebalsan de la silla y caen sobre un par de plantas muertas, de portarretratos desgobernados de los marcos y de reconocimientos que van desde el Grupo Planeta a la cooperativa del Hotel Bauen.

Bayer rodeado, como siempre.

“Hay partes del cuerpo humano que no se rinden, que resisten, hasta el final. Salir a la calle y mover a los políticos, que respiren lo que hicieron. La única manera de cambiar las cosas es empezar desde abajo para tener contactos con los de arriba”. Descifrar a Bayer es interpelar a sus enemigos. Si todo lo que no se denuncia deja de existir y Bayer es para siempre, sus adversarios también. Es curioso cómo teniendo el pecho lleno de datos con los expedientes del asesino correcto, soporta a los que atacan al moño de Polino como la amenaza absoluta y hostilidad de gelatina.

El alemán sigue escribiendo 89 años por segundo con lógica veterinaria. Todo tiene pulgas. Todo tiene sarna. Todo tiene garrapatas. Todo es quirúrgico.

Pero también todo es motivo para abandonar el altillo y volver a la calle en posición karateca.

“A veces me siento solo, siento que no tengo poder, que acompaño bien pero esa compañía puede ser positiva o negativa según el concepto que se tenga de mí, por eso a veces no voy a ver a los políticos, porque no es fácil recibirme. Además, la actualidad es pésima. Tenemos al peor que nos podía tocar. Un conservador del año treinta, va a terminar mal, es todo negativo lo que hace, se vienen tiempos muy duros. Es inexplicable el triunfo de este hombre, nunca hizo política, creo que jugó al paddle. El pueblo no debe agachar el lomo, a todos nos cabe esa responsabilidad, el pueblo tiene que ocupar el centro, si lo hace yo voy a estar ahí, mientras tanto todo será de los reaccionarios. A veces siento que nunca aprendimos, les hacemos caso a los demagogos. Yo ya estoy viejo, tengo casi noventa años, hago lo que puedo”.

Esparcidos por el mosaico, treinta libros anillados esperando ser prologados: los temas van desde luchas obreras, conquistas sociales y homenajes a su Patagónica Trágica, a un puñado de biografías inacabadas de Simón Radowitzky y Julio Argentino Roca. Todos esperando que Bayer le ponga su sangre. La sangre de Bayer. El cuerpo de Bayer.

Es la hora de la merienda: té con leche, un par de galletitas de agua y tres tostadas con mermelada de durazno. La trae María Helena, la enfermera que, sin suerte, intentó echarme cinco veces para que descanse en soledad. Bayer no la deja. Bayer no quiere estar solo.

Las meriendas no siempre fueron de a uno.

1976. Corrientes y Montevideo. Café La Paz. Al fondo. Dos ginebras. Dos amigos.

– Tenés que irte del país

– Mirá quién habla.

– Vos escribiste La Patagonia.

– Si, pero más peligroso es ¿Quién Mató a Rosendo? Te metiste con las mafias sindicales. Rodolfo, no entiendo cómo vos, que viviste como yo los peores años de la Facultad de Filosofía y Letras con Perón entregando la Universidad a la extrema derecha y a la iglesia católica, te hiciste peronista.

– No te equivoques Osvaldo. Yo no soy peronista, soy marxista, pero ¿dónde está el pueblo?

– El pueblo es peronista, es cierto, pero por eso no es revolucionario.

– Eso ya lo vamos a ver.

Walsh y Bayer no estaban de acuerdo: “Yo no quise decir que él tenía razón ni que se equivocaba porque no sabía cómo iba a reaccionar el pueblo. Tenía razón en que había que hacer algo, tenía razón en crear otro estado de cosas. Lo hizo, lo trató de hacer y perdió la vida. Yo también tuve razón y también perdí: tuve que irme al exilio ocho años. Eso es tener razón, es terminar en Macri, en el peor de todos, en el más imbécil. Y lo elegimos. Los mejores quedaron en el camino. Rodolfo Walsh, Paco Urondo, Haroldo Conti, fueron grandes amigos. Merecieron ver el éxito de sus obras en los años posteriores a la dictadura, a los militares asesinos no los recuerda nadie”.

***

Para los que viven a ochenta cuadras de lo que pasa y surfean la medianía de las cosas con un protocolo alquilado, es extraño toparse con un tipo como Bayer. Anarquista del socialismo en libertad, ese que resiste a la tiranía del proletariado y esquiva al comunismo que cayó a manos del Estado. Pronuncia su réquiem como esos tipos que empujan con la frente diez conceptos que harán que en cincuenta años se sueñe mejor, aunque saben que no verán los resultados. María Helena intenta acomodar la mesa para hacer espacio y dejar la azucarera. Mientras revuelve su infusión, pienso que tal vez en la fascinación por encontrar salidas evitamos repensar a los tipos salientes, los que nacieron antes que la velocidad sea el tiempo que tardamos en omitir los anuncios de Youtube, esos que brotaron con un instinto milenario de reponerse como un perro, esos que tienen el tacto de mirar con educación y fuego sagrado a la vez. “Tal vez, algún día, el partido sea nuestro”, afirma Bayer en su libro Rebeldía y esperanza. Le creo.

***

Bayer tiene tos. Mucha. María Helena trae una cucharada grande de miel. Afloja por unos minutos, pero persiste. El catarro sirve para cambiar de tema: “Todavía no hemos logrado sacar el monumento a Roca de un lugar céntrico de Buenos Aires, uno de los más grandes de la ciudad. Hemos pedido que se lo traslade, pero algunos lo defienden a muerte”.

La lucha es el único elemento que abastece de sentido y, al final de la historia, recompensa: “En la famosa huelga marítima del año cincuenta, los barcos no se movían de los puertos. Yo era marinero timonel, llamé a la asamblea del buque para parar y obtuve un voto: el mío. Todos murmuraban pero se callaban la boca a la hora de decidir. El capitán me bajó en Rosario y nunca más viaje en un buque de la Patria, pero por las cosas del destino, cuarenta años después los obreros marítimos me hicieron un homenaje por ser el único que se bajó. La estela queda. La estela queda, como los enemigos: los enemigos son siempre los mismos”.

***

Bayer revuelve el té. Las galletitas le quedaron en el fondo de la taza. Con una cuchara las acorrala en el borde y traga en dos tandas. Así diez veces.

“Los enemigos reales son siempre los mismos”. Bayer quiere las cabezas de los francotiradores de verdad. Los contrincantes más peligrosos no parecen habitar el jopo de De Brito, sus espectros no forman parte de los bucles de Beatriz Salomón, los rivales no guarecen en los puntajes del jurado, ni donde se hornean las medialunas. Ese no es el ejército del mal, serán una impresora sin tinta y una plancha quemando una camisa hawaiana, pero nada más. En el peor de los escenarios, su daño termina en el buen gusto y en un Leviatán con conchero. No es la selfie, es la cruz. Por eso Bayer no perdona, ni siquiera al hombre más cerca de Dios. “Francisco siempre va a ser Bergoglio, su pasado lo traiciona, es un mentiroso. En la dictadura no hizo absolutamente nada por nadie. Yo lo sé bien. Siempre se negó y ahora resulta que es bueno. Es un hombre con un gran cinismo. Mientras él era cómplice, el cuerpo lo pusieron otros, salieron a la calle los curas del tercer mundo, los curas villeros, y el no. Y ahora es Papa, por algo será. Que en lugar de regalar rosarios, venga a la Argentina”.

Bayer no perdona. Bayer no perdona el silencio. Bayer no puede perdonar el silencio.

“La estela queda. La estela queda, como los enemigos. Los enemigos son siempre los mismos”. Esa frase resuena en los cinco ambientes del tugurio, ¿y si el mal habita en la puerta falsa, en la salida propuesta por almas nobles que nos inducen a quemar el consulado e invitan a tomar la municipalidad, mientras no pueden justificar su patrimonio? Bayer resiste el simulacro de moralidad que los muestra perfectos. Bayer impugna los relatos de los progresistas que siempre son los buenos, a los expertos en huracanes caribeños, narcotráfico tucumano y votaciones en la ONU, y a los que llenan la nómina de convictos de enemigos abstractos, frivolidades concretas y fusibles a mano (como el moño de Polino).

Bayer terminó y quiere descansar. Lo hace saber golpeando su bastón contra el piso con más fuerza que antes. La puerta de su habitación está abierta, lo esperan una manta verde, unas sábanas de rombos azules y un par de almohadas finitas. Hace un año que nadie duerme del otro lado de la cama y no hay rastros de Dios. Tal vez, El idiota de Dostoievski y una foto de Marlene Dietrich consuelan sus partes viudas. Tal vez no. Tal vez Bayer pueda luchar contra todo menos contra sus meriendas.

Bayer que en Argentina significa lugar correcto,
murió en su casa hace una hora.
De pocos aprendí tanto.
A pocos admiré más.
Lo espera un cielo lleno de peones fusilados
para darle las gracias por la incomodidad de la verdad.

*Esta nota integra el libro Finales, de Facundo Pedrini, que se presentará el 4 de marzo en Simona a las 20:30. “En tiempos en donde todos creen que los finales son comienzos, y lo irrecuperable es una oportunidad, este libro deja en paz a lo irreversible y se ocupa de historias que no pueden ser nada mas de lo que son o fueron pero algunos finales no tienen ninguna posibilidad, aunque ganen”. Editorial Tanta Agua (2020)

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