La ternura grita

Por: Ricardo Gotta

“Yo no te pido que me bajes / una estrella azul / sólo te pido que mi espacio / llenes con tu luz…” (Pablo Milanés)

Hiere la sensación de orfandad, como hace dos años, como es recurrente con los muertos queridos. Aunque rabiemos y clamemos con el alma para que lo único que se muera sea la muerte. Una nueva vez las teclas se deslizan desbordadas de emoción y de lágrimas.

“Hebe, la Maradona de la política”, impulsó con inquina la razón oscura de un comunicador del poder, uno de sus mercaderes más despreciables. Que se devore su veneno. Sí, mal que le pese a tantos, ambos estaban en la vereda de la magia y la esperanza, de la luminosidad y la irreverencia, de la utopía y la rabia, de la dulzura y la lucha, de las gestas imposibles y el respeto por lo popular.

Así como ella no fue una mera luchadora por los derechos humanos, él no sólo fue un simple futbolista. Ambos estaban orgullosos de esa condición. 

Ella, como él. Unos cabrones, unos tercos que detestaban a los tibios. Audaces que se rebelaban ante los límites. Fueron (son) amados y odiados hasta el paroxismo. Arrebatados, efervescentes, ardientes, incansables, jamás pasaron inadvertidos, derrumbaron la indiferencia, se metieron donde no los llamaban, jamás fueron políticamente correctos. Denunciadores seriales, se animaban a decir lo que no se animaban otros. “Enarbolaron la puteada justa y necesaria”, se escuchó decir con certeza por estas horas.

Ella marcó el camino de la vida y la esperanza, se enfrentó sin remilgos a los milicos, a la derecha, al fascismo. Con decisión, nunca se sometió al poder real. No dudó jamás en detenerse en la vereda nacional y, en consecuencia, deslizó por ciertos desbordes ideológicos. Él indicó el rumbo de la pelota de un modo inédito e irrepetible, no se achicó ante los bravos marcadores, fue mentor y vanguardia esclarecida de hazañas que jamás podrán igualarse. Y, con la osadía que nadie exhibió, partió lanzas con la trasnacional que domina el fútbol con puño de dictador.  

Ella, como él. En algún momento de su trascurrir, tuvieron desplantes con este emocionado escriba, que los admiró y los quiso por encima de esas diferencias, zanjadas en la memoria con otros encuentros indelebles. Como lo fueron y serán sus abrazos.

Ella, como él. Lucharon toda la vida y por eso son imprescindibles. En el espacio de los esenciales, los necesarios, los urgentes, los de memoria fértil, los que tuercen destinos, no están solos, por supuesto: lo comparten incluso con gentes que ellos denostaron, con los que se pelearon agriamente, y en quienes a pesar de ello ganaron su respeto, su consideración, su noble recuerdo. 

Los dos se equivocaron mil y una vez. En muchas de esas ocasiones pagaron costos altísimos. Ambos, en ciertos casos, exhibieron la rara hidalguía de retractarse.

Ella, como él. Se llevan «la palabra precisa, la sonrisa perfecta», como cantaba en una canción que se parte entre el amor y el odio, ese cubano (Silvio), compadre de otro muerto reciente (Pablo), quien también nos hizo llorar y crecer, andar y creer, vibrar y convencernos de las bondades de transitar por la senda de la alegría y de la vida. Desde esos furiosos años ‘70/’80. Ya era demasiado el dolor sin ellos dos, para que también Milanés se fuera de viaje y nos dejara tan solos al resguardo de Yolanda.

Hebe hizo de la coherencia una bandera inalterable. Diego hizo feliz a ese pueblo y a muchos otros. Los pañuelos blancos, 30 mil replicados en millones, tatuados en la piel, grabados en el alma, pintados en las paredes. Tal vez en el otro brazo, en un rincón cercano del corazón, en la empalizada de la otra cuadra, quedaron la pelota, el gol, la magia endiosada, las frases inigualables.

“Siempre te quise un montón, eso ya lo sabes. Pero ahora te quiero más todavía”, le susurró Hebe a Diego, cuando fue a su Gimnasia de La Plata. “Siempre fue leal a sus principios y se enfrentó a los poderosos”, semblanteó cuando murió, dos años atrás, el mismo día en que se fue Fidel, hace seis noviembres. Ese día ella dijo de él: «Era todo ternura, te demostraba todo con la mirada”. Él podría haberlo dicho de ella, ahora y siempre.

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Se entrecruza el sonido de las teclas y el recuerdo de su voz potente. El tono de su palabra. “Claro que muchas veces me embarga la tristeza. Pero las Madres debemos representar la alegría. Cada logro, cada acción, cada día que nos levantamos y planeamos algo es una felicidad. Cada mañana empieza la lucha (…). Por eso, cuando se va cada una de nosotras, no debemos llorar, debemos bailar, brindar por ese recuerdo de haber luchado por nuestras ideas y nuestras convicciones”. Hebe tomaba de su mate, miraba con profundidad, reflexionaba sobre su lucha. Hablaba de la alegría. Fue en 2004. Meses antes se había reconciliado con Néstor Kirchner y este periodista fue hasta la sede de Madres, por un trabajo sobre el Mundial 78 y la dictadura, que luego se convertiría en un libro. Su voz dura retumba en el recuerdo. Siempre se sumergió en la alegría. Justo ella, una Madre. La misma paradoja que, para ese trabajo, recorrería otra Madre, la marplatense Adela Segarra, y otras Abuelas, como la propia Estela, tan igual y tan distinta a Hebe. Arrasar la tristeza con la alegría.

Se escucha ahora su voz en la tele, mientras seguirá sobrevolando el metafórico legado de que cuando uno dudaba hacia dónde apuntar, había que fijarse dónde estaba parada Hebe.

Ellas se van muriendo. Es inevitable. Es el destino. Sólo evitaremos perderlas si recogemos sus pañuelos. Si volvemos una y otra vez, todas las necesarias, a esa plaza mágica que será siempre de las Madres y de las Abuelas. Hebe pensaba a las Madres como una organización colectiva: refrendando su deseo, perdurarán.  Se torna imprescindible: como fueron por ella y ella los eludió en un regate al mejor estilo maradoneano, ellos volverán a por nosotros. Una y otra vez. Transitemos ese legado. Continuemos enarbolando la puteada justa y necesaria.

 “Lo primero que perdí fue la voz de mi hijo…”, solía lamentarse Hebe con una sonrisa. Que se partan las horas si alguna vez olvidamos de las voces de Hebe o de Diego.

De esa ternura expresada a los gritos.

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