La Argentina atraviesa un desierto. Mirar de lejos un Mundial -algo que no sucede desde México 70- se le convirtió en un peligro concreto, una pesadilla tan real que sólo puede desarmarse ganándole a Ecuador en Quito, el martes, la última bala del equipo de Jorge Sampaoli para no quedar afuera de Rusia.
La Selección se desangra en discusiones perifericas. La cancha fue una de ellas. Se necesitaba dijeron- aliento, presión, calor, las tribunas pegadas al campo de juego, todo lo se suponía que no daba el Monumental. Se paseó durante las Eliminatorias por canchas del interior. Terminó jugando su último partido de local, frente a Perú, en la Bombonera, que el marketing deportivo y la mitología propia dice que no tiembla, late. Fue lo que menos importó.
Lo que importó también tuvo sus debates de hojarasca. Que el 9 sea Higuaín, pero que no juegue las finales. Que el 9 sea Agüero, pero qué bárbaro que vaya a ver a Maluma en su día libre. Que el 9 sea Icardi, basta de prohibiciones. Que el 9, entonces, sea Benedetto, que hace goles en la Bombonera. Todo lo que se trata de resolver entre gritos tajantes de panelistas. Pero ninguno de estos jugadores por separado- termina de ser una explicación para una acumulación raquitica de puntos y goles, propinas de un torneo eliminatorio que sólo por endemoniado le vuelve a dar una chance a la Selección argentina.
Hace cuatro partidos que los jugadores argentinos no hacen goles. En el medio sólo se consiguió uno: lo hizo un venezolano en contra. No alcanzaron las tres veces en las que Benedetto quedó en posición para convertir. El cabezazo, en el primer tiempo, y los dos mano a mano frente a Gallese, el arquero peruano que se lleva esta noche para colgar en un cuadro. Tampoco alcanzó la de Papu Gómez por el costado. O la de Biglia desde afuera. La de Mascherano. Y la que se encontró Rigoni después de que Messi se disfrazara de wing. Tampoco alcanzó el palo de Messi. Hay un momento en el que hasta los más racionales se abrazan a la existencia de una fuerza externa. Ese momento ocurrió en varios instantes del segundo tiempo.
Pero no: no existe una fuerza externa. Lo que existe es el fútbol. Y a veces no hay sistema que combata esa falta de eficacia. No hay Messi que lo haga. Salvo por tramos, cuando más solo estuvo en la cancha, asfixiado por la marca peruana, Messi intentó hacer jugar a sus compañeros. No encontró reacción cuando la entregaba, una costumbre de esta Selección. Sin pases (precisos) de Banega, sin haberse ni siquiera cruzado miradas con Gago, sólo bajo el auxilio -en pocas y débiles ocasiones- de Gómez, lo de Messi se construyó en una soledad que no siempre lo encontró inspirado.
Habrá alguna explicación psicológica. Puede ser. El fútbol también es un juego de nervios. Tampoco sirve quedarse en la cuenta de las situaciones que se crearon como una forma de consuelo. Pero aunque no alivie el temblor que genera caminar por la cornisa, es parte del análisis. No por aferrarse al merecimiento, pero para hacer goles, hay que abrir puertas. Mucho menos sirven, a esta hora, los cantos de destrucción, que abundan. Queda un partido. Es la única certeza. Son unos pocos días para encontrar el único camino a Rusia, el hilo de esperanza de un repechaje con Nueva Zelanda.
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