Una despedida de los trabajadores de Tiempo Argentino a nuestra compañera Raquel Villagra.
Aunque los científicos insistan en que los seres humanos somos puros átomos y moléculas, nosotros creemos que estamos hechos de historias. La de Raquel comenzó en el año 1952. Nació en la provincia de Tucumán y estudió en el Colegio Nacional Buenos Aires. Allí conoció a Miguel, quien sería su pareja y padre de sus hijos. Trabajó como secretaria de Rodolfo Ortega Peña (su hijo se llama Rodolfo en honor al abogado asesinado por la Triple A en 1974). En 1977, con 25 años, debió exiliarse tras el secuestro y liberación de Miguel. Ambos militaban en Política Obrera, el antecesor del Partido Obrero. Fueron primero a Brasil y, tras una breve estadía en la industrial San Pablo, viajaron a Caracas, Venezuela.
Obrera de la corrección, Raquel se ganó el mango leyendo toda su vida. Ejerció con paciencia infinita el oficio por más de cuatro décadas. La corrección, artesanal faena que se encuentra en peligro de extinción en las redacciones del siglo XXI por los ajustes y la precarización.
Raquel puso sus ojos de lince claritos y sus manos siempre salvadoras al servicio de redacciones emblemáticas en estos pagos y más allá. La Patria Grande del periodismo combativo y comprometido. Desde El Diario de Caracas en los años setenta hasta Página 12 en los ’90, sin olvidar por supuesto a Tiempo en estos últimos nueve años.
Compinche de Eduardo Galeano –compañero eterno de su hermana Helena-, los ojos de cielo de Raquel fueron los primeros que disfrutaron –también mejoraron- buena parte de la obra del autor de El libro de los abrazos. En Patas arriba, Galeano incluye una historia basada en hechos reales sobre su amiga. Cuenta cómo Raquel y su marido Juan fueron salvados de un derrumbe en su hogar por la advertencia de su mascota: Lord Chichester. El gato que salvó un matrimonio.
Como buena artesana de las letras, Raquel remendaba las palabras siempre atenta, en silencio, con el comentario respetuoso, amable y justo para redactores y editores. Sentada cómoda frente al monitor, quizá escuchando a Chico Buarque de Hollanda o Las Danzas Polovtsianas de la ópera El príncipe Igor. También dando siempre charla sobre sus grandes pasiones políticas y lamentando los años miserables del macrismo.
Cuando los delincuentes Sergio Szpolski, Matías Garfunkel y Mariano Martínez Rojas vaciaron nuestro medio, Raquel no bajó los brazos. Se la recuerda marchando, cantando y agitando banderas en pleno centro porteño. También participando activamente en las asambleas. Llegando temprano con un pan o facturas humeantes para alimentar a los compañeros que dormían en la redacción de la calle Amenábar. Cuando salimos del pozo a pura autogestión, Raquel se dedicó a trazar puentes con socios y lectores. Era la encargada de sortear los beneficios y adjudicar los premios. Siempre daba buenas noticias.
Disfrutaba de las comilonas familiares con sus hermanas Helena, Lily y Elsa, con sus primos y sobrinos. Y los brindis con su millón de amigos.
Amaba con locura a sus hijos Mercedes y Rodolfo, y sobre todo a sus nietos Gabilú y Ramón.
Para definir al lector, diría Macedonio Fernández, primero hay que saber encontrarlo, nombrarlo, individualizarlo, contar su historia. Estos párrafos escritos antes del cierre de edición de Tiempo, quieren darle nombre e historia a nuestra primera lectora. La decana.
¡Hasta la victoria siempre, Raquel! «
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