La luz del faro

Por: Ricardo Gotta

Los grandes hombres se reflejan en los pueblos más nobles. Lo es el oriental, que alguna vez gestó la luz del faro de su destino y lo personificó en el Pepe.

La sede central montevideana del Frente Amplio se denomina La huella de Seregni. Una hermosa casona colonial en cuyo gran patio hay un mural con la frase: “Nuestra democracia no es un valor concedido sino conquistado a través de duras luchas populares”. El general Líber Seregni Mosquera, milico democrático y popular: venía del Congreso del Pueblo, fue uno de los fundadores frentistas en 1971, su primer candidato presidencial, su huella.

A José Alberto Mujica Cordano le llevaba dos décadas, pero se tenían un mutuo y profundo respeto intelectual.

Tiempos en que la efervescencia oriental se tradujo en el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaro. En un reciente libro, el Pepe, entre algunos recuerdos que despertaron entredichos, fijó otros referidos a esos días previos al golpe militar, vibrantes y oscuros a la vez. Recuerda la riqueza de los debates entre ambos cuando era la vida lo que estaba en juego. Algo que, se sabe, no tiene remedio.

Seregni no estaba con la lucha armada, pero ambos referentes debatieron sobre “la forma de organizar la resistencia” al golpe de Estado y acordaron que el movimiento popular tenía el deber de que los trabajadores comprendieran que “a una dictadura se le contesta con una huelga general” así como responsabilidades territoriales, por caso “cortar caminos”. Medio siglo después, el Pepe aclara: “Pertenecemos a una generación que pensaba que iba a cambiar al mundo. En esto, teníamos fe. No convicciones, fe”. 

A ese tipo, por su ascendencia vasca se le entiende la tozudez. Su padre Demetrio, la influencia familiar nacionalista, su militancia en la juventud blanca, su impresionante recorrido por el MLN-Tupamaros. Recibió seis balazos, fue apresado cuatro veces, pasó casi tres lustros en ese submundo, se fugó dos veces de Punta Carretas. Luego, la gestación histórica del Movimiento de Participación Popular, el MPP, la tradicional 609 que, desde el Frente, lo catapultó a la presidencia y que acaba de hacerlo con Yamandú Orsi. Ahora está despidiéndose en Rincón del Cerro. No muy lejos de donde nació, en Paso de la Arena. Está en su chacra donde quiere que lo entierren junto a su perra Manuela.

Por ahí lo presentan como exguerrillero, político y agricultor. Una definición engañosa por lo austera. Debe ser ampliada.

Fue guerrillero. Perteneció a un grupo de hierro, de excelso nivel intelectual, que se jugó el pellejo en serio y que lo pagó, en el mejor de los casos, con largos años en las condiciones más aberrantes. Sin quebrarse, lo que no es joda.

Sí, fue político y lo será hasta su último día de respiración: un derrotero descomunal, un camino en el que sumó odios, pero más adhesiones y simpatías de grandes mayorías entre sus propios hermanos orientales. Y, además, de sectores impensados (progres o bastante menos que eso) que en su incoherencia, no votarían a quien promulgara ideas muy compatibles, en Argentina, o en tantos lados de la región. Siempre puso temas en la mesa para discutir: ¿cuántos merecen semejante rótulo virtuoso?

Y fue, es y será campesino. Está a metros del centro de su Montevideo. Está a metros de los sectores más populares de la ciudad. Está en su tractor, al que se sube todavía hoy, aun cuando Lucía se lo prohíba, para ver el producto de la tierra y, allá a lo lejos, el cerro de Montevideo, rodeado del pobrerío, parte de la banda de orientales, muchos más que treinta y tres, que lo veneran y que, a la vez lo discuten, con un respeto que se ganó gastando suelas y saliva en torrentes.

«Hasta aquí llegué», avisó el Pepe. Su gente más íntima, los cumpas, los más entrañables, empezaron por volver a declararle su lealtad, aunque fuera obvia: «Esta barra te abrazará hasta el final», declaró el MMP. Después, ante el anuncio del viejo querido, reconocieron con la piel erizada, estremecidos (ellos y nosotros que firmaríamos al pie): «¡Pepe querido! Siempre nos dijiste que ibas a militar hasta el último día, has cumplido y sabemos que lo seguirás haciendo».

«Hasta aquí llegué», avisó ese tipo con lágrimas en los ojos. Esos ojos que miran más allá de donde alcanza su mirada. Los que emiten una energía que se asemeja a una provocación a andar, a no detenerse, a caer y levantarse, a producir, equivocarse y seguir, a no parar de aprender, de instruirse, de generar ideas, de estimular, estimular, estimular… Esos ojos achinados que pueden emitir furia o candor, casi con similar impacto. Esos ojos vivaces, que enamoraron a la rebelde Lucía, que le sonrieron a amigos y enemigos, que le dolieron a los más cercanos y ni qué hablar a los otros, que abrazaron a quienes como este escriba, (algunas veces, bastante menos de las que hubiera deseado) ocasionalmente tuvieron la certera satisfacción de mirarse a los ojos con el Pepe.

Cómo se llegará al punto de poder confesar “hasta aquí llegué”, sin que se te estruje el alma. Mucho antes, duelen las rodillas, las articulaciones empieza a crujir, la piel se arruga, los pelos se ralean, la cajita de los remedios algún día desborda de pastillitas, las letras se hacen más chiquitas y las dioptrías de los lentes crecen en tal proporción. Hasta los que lucen un par de canas menos se aferran al trato de usted. Los nietos traen el alivio de poder malcriarlos sin culpa y de delegar en los hijos el angustioso tránsito del crecimiento, aunque jamás el sueño sea sin algún sobresalto por el destino futuro, de unos y otros.

La memoria empieza a hacer trampa, la paciencia amengua, se comprende la crucial diferencia entre ser un viejo cabrón y un viejo de mierda. Y la subsistencia de buena parte de esos viejos, dependerá de mequetrefes, botarates y tarambanas, que puestos a gobernar, a cambio de baratijas, venden su alma al diablo. Si la tuvieran.  

Cómo se llegará al punto de poder confesar “hasta aquí llegué”, sin tener conciencia del abismo de la vida, sin la serenidad que fruncen los arrepentimientos, sin la emoción, el candor y la clarividencia de percibir el final al alcance de los dedos. Sin el íntimo deseo de otro abrazo, de un nuevo “te quiero” que nunca será el final. Como nunca será demasiado tarde para las lágrimas, que jamás apagarán el fuego del desconsuelo.

El general Seregni dejó su huella. Los grandes hombres se reflejan en los pueblos más nobles. Lo es el oriental, que alguna vez gestó la luz del faro de su destino y lo personificó en el Pepe. «

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