La ley de la calle: migrantes pobres, trabajadores precarizados y desocupados que se la rebuscan en las veredas de Once

Por: Nicolás G. Recoaro

El tórrido mediodía es implacable sobre el cemento de Pueyrredón y Bartolomé Mitre, a metros de la estación Once. Un grupo de manteros que quedaron a la deriva tras el violento desalojo del martes pasado deliberan. Los rodea un bravo mar de policías.

«Vinimos de muy lejos para trabajar, cruzamos el océano, y sólo queremos hacerlo dignamente», afirma Mohamed Anne, un vendedor callejero de origen senegalés. Es oriundo de Thiès, un pueblo industrial desmantelado a 60 kilómetros de Dakar. Tiene 30 años y hace seis zarpó a hacerse la América. Primero Brasil, enseguida Argentina. «Mi sueño era conocer el país de Maradona… y tener un futuro mejor.» Cuando llegó no tenía conocidos, mucho menos documentación en regla. Para pagarse una pensión tuvo que salir a vender en la calle. Unos paisanos africanos le dieron una mano para arrancar. «Ser solidarios es costumbre de mi patria. Estamos muy lejos, tenemos que vivir como familia. Si a alguno le falta para comer, juntamos para ayudarlo», cuenta. Siente rabia, dice, cuando la tevé habla de los senegaleses como una mafia que vende mercadería robada, asegura que la bijouterie y la ropa la compran en locales habilitados en Flores, La Salada y el Once. «Mercadería que llega al país en containers, con el control legal de la Aduana. Además pagamos el monotributo», dice y agita entre sus dedos el carnet con el sello de la AFIP. Anne cuenta que las ventas cayeron en picada y que cada vez le cuesta más mandar algo a sus padres en África. Dice que los migrantes se sienten defraudados con el presidente Macri. Y denuncia que en las reuniones entre los representantes oficiales y los delegados de los manteros no participó la colectividad africana: «Nos dejaron afuera. ¿Dónde están nuestros derechos como trabajadores?»

Raúl Quispe también mastica su bronca contra el gobierno PRO. «Hasta julio del año pasado trabajé en una metalúrgica. Once años en blanco. Pero con las medidas de este gobierno en contra de las pymes, nos echaron y apenas me pagaron la liquidación del último mes. Al poco tiempo no tenía ni para el alquiler.» Desde entonces remienda los agujeros de su empobrecida economía vendiendo hilos, agujas y tijeras en la esquina de Castelli y Rivadavia. «No es fácil vender en la calle, lleva un tiempo aprender el oficio. El desalojo fue un mazazo», se lamenta el mantero salteño. Asegura que jamás le pagó una coima a la policía para instalar su puesto. Y que no piensa bajar los brazos: «No me ganaron ni los terratenientes de los tabacales de Orán que me explotaban. Pero el acuerdo con el gobierno es una mentira. Piden muchos requisitos y la mayoría no va a entrar. En un par de meses van a estar reclamando en la calle otra vez.»

Bajo el paraguas que la protege del sol, Berta Cruzado llora desconsolada. «¿Cómo voy a hacer el censo si no tengo ni el DNI? Perdí todo, señor.» Tiene 32 años y se moviliza en una silla de ruedas. Durante el desalojo fue golpeada con saña por la policía: deja ver los moretones sobre su omóplato derecho. Dice que los agentes le arrancaron su riñonera, donde atesoraba el documento, medicación y unos pocos pesos. «Me trataron como a un trapo, peor que a un animal.» Comenzó a vender en la calle hace diez años, sobre Pueyrredón, cuando su hija Jani era todavía una guagua. Recién había llegado desde Cajamarca. La policía la corría y le sacaba la mercadería. Luego se instaló sobre Castelli y alcanzó cierta estabilidad: alquiló un departamento, mantuvo a su hija, a su madre y a su abuelo. «Pero ahora, le hablo desde el corazón, no sé de dónde vamos a sacar para vivir.» «

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