La dimensión humana del Che, horas antes de transformase en mito

Por: Adrián Melo

El dramaturgo Raúl Garavaglia le da vida a un Guevara pleno de contradicciones, pero que no renuncia a sus utopías. Gran actuación de Laurentino Blanco.

Diversos biógrafos –Jon Lee Anderson, Jorge Castañeda, entre otros- han señalado el garrafal error político que supuso que los militares bolivianos exhibieran a escala global la foto del cuerpo exánime del médico, político y revolucionario Ernesto «Che» Guevara al que previamente habían fusilado a sangre fría la madrugada del 9 de octubre de 1967. No solo por el ultraje cuasi animal que supuso mostrar públicamente un cadáver como un trofeo de guerra o una presa caída, sino por la esmerada y alevosa premeditación de la puesta en escena.

En efecto, con el objetivo de que el mundo pudiera reconocerlo y no dudara de su identidad, para poder demostrar fehacientemente y proclamar al planeta que el máximo líder guerrillero de la revolución comunista había sido derrotado se dio lugar a una serie de procedimientos sobre el cuerpo del Che. Así, una enfermera lo lavó, lo peinó e incluso le afeitó la barba rala y desgreñada. A su tiempo, desataron las cuerdas con que habían maniatado sus manos para el trayecto en helicóptero desde la Higuera hasta el hospital de Nuestra Señora de Malta y le descubrieron el pecho. Para el momento en que comenzaron a desfilar los periodistas y algún que otro vecino morboso, la metamorfosis había sido completa: el revolucionario desharrapado, furioso, deprimido y abatido en su ley en la selva boliviana había sido sustituido por un joven de rostro claro y sereno, ojos límpidos y abiertos que desprendían abnegación y un torso desnudo y fuerte al que parecían no haberle hecho mella cuarenta años de asma y meses de hambre en los inclementes páramos del sureste boliviano. El cuadro irradiaba una singular, inefable y trágica belleza. Sin quererlo, con esa estética fotografía, los verdugos consumaron el mito y el arquetipo del revolucionario rebelde dispuesto a dejarlo todo por sus ideales: un radical Cristo de Vallegrande que se sacrificaba por los pobres. Quizás otra hubiera sido la perdurabilidad del símbolo del Che de no haber existido esa imagen sacra. Pero con la fallida estrategia militar boliviana, la efigie crística prevaleció sobre la del capturado: si ésta, a lo sumo hubiera inspirado lástima y conmiseración, aquella se erigía triunfal como la de un Jesús resucitado que, a la vez que denunciaba el brutal crimen cometido, creaba sus apóstoles en busca de sueños sociales redentores. 

Durante sus últimas horas, el Che es acosado por el Lari Lari.

El Che y yo, la obra de teatro escrita y dirigida por Raúl Garavaglia, se sitúa en ese momento crucial de la conversión del Che de humano a mito. Para ello necesariamente debe ubicarse en el espacio-tiempo de las últimas horas de existencia vital del comandante: la escuelita de la Higuera en Bolivia en que se hallaba arrestado el 8 de octubre de 1967.

El Che pergeñado por Garavaglia e interpretado conmovedora y convincentemente por Laurentino Blanco es un hombre pleno de contradicciones: sigue conservando sus utopías revolucionarias, pero está cansado; no quiere mostrarse asustado, pero quiere vivir; es valiente, pero está lógicamente temeroso de su destino; quiere luchar furiosamente, pero está indefenso y desarmado; ama al pueblo, pero no comprende los motivos por los cuáles los propios campesinos lo delataron y entregaron al enemigo. Es un ser humano de carne y hueso.

Mientras el Che agónico enfrenta sus demonios, éstos parecen corporizarse en un ser extraño, mitad humano, mitad animal: Lari Lari (Theo Cesari), una criatura mitológica de la región andina que invade la celda del prisionero y cuya principal preocupación parece ser perder su fama sacra y popular al eventualmente ser sustituido por la figura del guerrillero. Lari Lar parece percatarse de que el sacrificio del Che puede inmortalizarlo y rebajar su estatus en el imaginario religioso latinoamericano. Por eso mientras el Che afirma que “vale más muerto que vivo”, Lari Lari le contrapone que es la muerte lo que dará la vida.

El encuentro fantástico y la confrontación entre el Che y Lari Lari son la excusa para penetrar en aspectos íntimos y en recuerdos personales del ministro de agricultura de la revolución cubana. Por eso, más pronto que tarde, en esa noche angustiante, Lari Lari deviene diversos personajes: la maestra de la escuela de la Higuera a la cual el Che le reprocha que, por su mala conciencia de clase está condenada a seguir enseñando en esas condiciones inhóspitas e indignas para las niñeces pobres. Pero también Lari Lari se metamorfosea en la madre del Che, la mujer a quien evidentemente el médico argentino quiere ver antes de morir y en quien busca el consuelo final (de manera análoga a Jesús y la Virgen María). Y finalmente, Lari Lari se convierte en el militar que asesina al Che.

 Esta sucesión de personales exige una versatilidad de la cual Cesari sale más que airoso. A su vez, el recorrido permite a Blanco desgranar monólogos interiores, discursos políticos y emotivos sentimientos del Che. En tiempos en que todo lo que suena a comunismo -o lo que no se le parece en lo más mínimo, pero es sindicado como tal- es demonizado por el discurso oficial, El Che y yo deviene una obra políticamente necesaria, un acto de resistencia, un ejercicio que pone en juego la creación y la imaginación para, al menos, volver a creer en utopías contrarias al presente histórico local.



El Che y yo

Dirección y dramaturgia: Raúl Garavaglia. Con Laurentino Blanco y Theo Cesari. Lunes a las 20:30 en Itaca Complejo Teatral, Humahuaca 4027.

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