La destrucción sustentable

Por: Christian Ferrer

El término se ha instalado como la herramienta de marketing que busca “humanizar” un sistema que es esencialmente inicuo.

Sea enunciado con reticencia y suspicacia o con fe y seguridad, lo más llamativo del término “sustentabilidad” es justamente su cualidad “sustentable” –la circulación misma del concepto–, que transforma incluso a sus contrincantes en sparrings que hacen fintas inoperantes en torno de quien ocupa el centro del cuadrilátero. Dicho de otra manera: su instalación retórica, en lenguajes políticos, periodísticos, académicos, es su triunfo. El refutador termina por conformarse con recomendar “control de daños” sobre tal o cual medio ambiente.

Este tipo de conceptos tiene mucho de señuelo y de eufemismo, y una vida útil determinada –una o dos décadas–, hasta que es rebautizado con alguna equivalencia. En tiempos no tan distantes existieron homólogos o calcos afines: duetos antagónicos –naciones “adelantadas”, naciones “atrasadas”– o bien tríos “evolutivos” –subdesarrollo, en vías de desarrollo, desarrollo–, en tanto hoy se habla de “países sustentables”, “economías sustentables”, “ecosistemas sustentables” y así sucesivamente. Más cercanos aún a nosotros: economías “emergentes”, “tigres asiáticos”, “BRICS”, y también, al comenzar la así llamada “globalización”, una vez culminada la Guerra Fría, efímeros “alumnos ejemplares”, modelitos a escala como lo fueron, diez o veinte años atrás, las economías supuestamente florecientes de Irlanda o Lituania, casos que pasaron al olvido una vez que alguna burbuja hipotecaria o bien un desplazamiento de capitales los redujera a sus fuerzas verdaderas, que a fin de cuentas no eran tantas. La cuestión, entonces, y dado que casi no se plantean modos antípodas de vivir, son los “cuidados paliativos” a ser tenidos en cuenta en los procesos de industrialización acelerada. Un orden social sustentado en economías “en desarrollo” no admite imaginaciones políticas no-productivistas.

En todo caso, al término lo eligen países con economías ya “sustentadas”, muchas veces sustentadas a costa de las “aún no sustentables”. Por ejemplo, un país es definible como “pobre” si acepta los criterios de vida confortable –necesidades– de quienes así los designan e imponen, o sea los países ricos. ¿Acaso no fue la sorpresiva situación en que se hallaron los indígenas americanos –perdón, sus “pueblos originarios”– al momento de ser avisados por sus conquistadores europeos de que carecían aun de lo más elemental? Y desde ya que la palabra “América” no era originaria. Lo mismo vale para las actuales propuestas de organigramas gubernamentales “más eficaces”, las tecnologías “de última generación” o las modas teóricas made in campus del “Primer” Mundo –¿la “decolonialidad”, acaso?–. Es que así son las ilusiones “de época” –también en política–, lo que se consensua como “posible” por todos los bandos al unísono. Después de todo, ¿no fue el “progreso”, en el siglo XIX, un valor admitido tanto por liberales como por jacobinos?

Por entonces principiaba la época de la producción por la producción misma –la movilización total y ordenada de las energías de una nación–, revestida y acreditada, como era de rutina, por grandilocuencias culturales “modernistas”. Para garantizar su arraigo en países “alejados”, el proceso requirió de gobiernos enérgicos –“orden y progreso” era la voz de mando–, imprescindibles si se pretendía no ahuyentar al banquero, hoy llamado “inversionista”, quien sólo admite riesgos “controlados” y que para ello exige del compromiso cierto de un garante en última instancia –el endeudado Estado del país receptor, lo que es decir sus súbditos deudores.

¿Cuán sostenible es un sistema social que sitúa a la figura del trabajo –y a la del trabajador– en el centro de la escena existencial? Mucho, en tanto y en cuanto la lógica productivista –junto al consumo, su necesario siamés– siga siendo la única opción de vida deseable. ¿Qué es el productivismo? Es el ciclo de la destrucción de la carne y el alma del ser humano en los altares –las maquinarias– de la “transformación del mundo” –lema moderno, una vez que se diera a la Creación por difunta–. Es la cadena de producción, y en tales procesos laborales se le exprime jugo de sangre a cada instante de vida en tanto otras posibilidades de estar en el mundo se difuminan o menguan en su vigor. El curso de acción, últimamente, a medida que se interconectan los órdenes laborales, los que atañen al respiro y los comunicacionales, antes un poco separados, va tomando una única dirección. Claro está que la vida brama en desconcierto y que el malestar es incesante, pero se los mitiga con la creencia de que trabajar es una gimnasia digna y hasta motivo de dignificación.

Pero no lo es, como sabe cualquier jubilado que descubre –muy tarde– que su vida puede ser contada como una más de las tantas inmolaciones sacrificiales que sucedieron en la Tierra. Por lo demás, los dilemas existenciales de cada persona por separado le son indiferentes al mecanismo –basta con mantenerlas entretenidas, o bien medicalizadas, incluso autorreguladas–. La vida “productiva” es, por lo tanto, una rueda giratoria. Sólo se discute si la manivela que la hace rotar será maniobrada por gobiernos de centro, de izquierda o de derecha. ¿Hay diferencias entre ellos? Las hay, pero el mecanismo en sí no cambia, ni de objetivo ni tampoco de ritmo.

El proceso se lleva puesta a la naturaleza –muy torsionada a lo largo del siglo XX–, y particularmente a las especies animales, ya condenadas, porque el acuciante de su extinción y la de sus hábitats es la extensión de la frontera agrícola y el aumento exasperado de la producción de objetos –sean teléfonos celulares o patitos de hule–. La opción es de hierro: o ellos o nosotros, y dado que los seres humanos nos consideramos animales “evolucionados”, y dado también que a nadie se le ocurre preguntarse cómo sería adaptarnos nosotros mismos al modo de ser de los animales –ocurre al revés–, entonces más de la mitad de la fauna y la flora del mundo desaparecerá en las próximas décadas, y sin que se note mucho remordimiento de parte de los victimarios, gente capaz de talar hasta su raíz a ombúes bicentenarios, en el campo, o de plantar soja en vez de geranios en los maceteros de los escuetos balcones de sus edificios de departamentos.

De modo que la situación actual se sostiene por eclipse de la consciencia de estar viviendo mal, y tal “olvido” es una cuestión política. Como otros modelos de “buena vida” son tenidos por absurdos –otrora se les decía “utópicos”–, eso significa que lo que antes era considerado políticamente imposible ahora es, llanamente, cosa impensable en política. Esta asunción, por parte de la mayoría, es una baza jugada –y ganada– por los poderosos: los dueños de la fuerza.

Nada cambiará en demasía entonces –por un tiempo quizás largo–, pero por más que los publicistas, los “especialistas internacionales” o los doctorados en política prometan a la población repetir el milagro de Lázaro redivivo, lo cierto es que los países “periféricos” –calificación en desuso– parecen destinados a una pauperización “sustentable”, más allá de temporarias etapas de alza o mejoría que terminan concluyendo en recaídas en la realidad de base, por la sencilla razón de que el modelo de los países “desarrollados” es, por la esencia de las cosas, inalcanzable. A modo de ejemplo, sería ridículo pretender –a la Barañao– intentar siquiera, incluso en un reducto específico “altamente tecnologizado”, aproximarse a la monstruosa capacidad inventiva –ciencia y técnica– que es propia de países como Estados Unidos o China. Es correr muy de atrás, aunque, claro, siempre se puede “seguir participando”, como en los concursos de baile. Y sin embargo, no puede decirse que un país que dispone de reses y cereal en superlativa abundancia y que puede alimentar a unos 200 o 300 millones de personas en el mundo –además de las propias– sea indigente. En todo caso aquí rige “la injusticia sustentable”.

Y bien, ¿qué hacer en los entretiempos? La cuestión de la redistribución de la riqueza puede ser un objetivo loable de la acción política, pero insuficiente y corriéndose además el riesgo de luchar por apenas unos pocos puntos gananciales más. Más relevante es no plantear falsos problemas ni procurar únicamente “humanizar” –limar las aristas más cortantes de los programas económicos de “ajuste”– un sistema que esencialmente es inicuo. 

Por lo demás, hay problemas que no tienen solución –sin dejar de ser problemas–, así como hay soluciones que agravan los problemas. El orden social no se parece a un teorema que la ciencia o la política podrían resolver –está comprobado que se puede hacer el mal “científicamente” o con toda clase de experimentos políticos–. No: el mundo se parece a un laberinto, y de un laberinto no se sale por arriba ni atendiendo a las señales de tránsito instaladas por el empresario que lo construyó. De un laberinto se sale atravesando las paredes, y eso sólo puede suceder en el momento oportuno, cuando una crisis habilita una revulsión catártica en la población, o bien con audacia y pensamientos purgados de lo ya repetido en exceso. Por el momento estamos siendo acostumbrados –entrenados– a habitar un mundo inhabitable, que está en proceso de invención, para lo cual se precisa de nuestra activa y esperanzada cooperación. Eso cansa –tarde o temprano–, y tampoco es que una forma de dominación sea sostenible en el tiempo. Puede que las pirámides –antiguo y persistente emblema de la imaginación política– permanezcan en el tiempo, pero no así las dinastías faraónicas. Deconstruir –como se dice ahora– la estructura de la pirámide es más importante que trepar a su vértice, pues alguien las construyó, y no fue el faraón, sino sus sucesivos esclavos, siervos y “ciudadanxs”. Estudiar menos, entonces, los planos de la construcción, pues para dar cuenta de las tres dimensiones consabidas de la pirámide, quizás haya que hacerlo contemplando la figura desde una cuarta dimensión. Esa es la virtud y dignidad de la imaginación aplicada a la política. 

*Ensayista y profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA)

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