El término se ha instalado como la herramienta de marketing que busca “humanizar” un sistema que es esencialmente inicuo.
Este tipo de conceptos tiene mucho de señuelo y de eufemismo, y una vida útil determinada una o dos décadas, hasta que es rebautizado con alguna equivalencia. En tiempos no tan distantes existieron homólogos o calcos afines: duetos antagónicos naciones adelantadas, naciones atrasadas o bien tríos evolutivos subdesarrollo, en vías de desarrollo, desarrollo, en tanto hoy se habla de países sustentables, economías sustentables, ecosistemas sustentables y así sucesivamente. Más cercanos aún a nosotros: economías emergentes, tigres asiáticos, BRICS, y también, al comenzar la así llamada globalización, una vez culminada la Guerra Fría, efímeros alumnos ejemplares, modelitos a escala como lo fueron, diez o veinte años atrás, las economías supuestamente florecientes de Irlanda o Lituania, casos que pasaron al olvido una vez que alguna burbuja hipotecaria o bien un desplazamiento de capitales los redujera a sus fuerzas verdaderas, que a fin de cuentas no eran tantas. La cuestión, entonces, y dado que casi no se plantean modos antípodas de vivir, son los cuidados paliativos a ser tenidos en cuenta en los procesos de industrialización acelerada. Un orden social sustentado en economías en desarrollo no admite imaginaciones políticas no-productivistas.
En todo caso, al término lo eligen países con economías ya sustentadas, muchas veces sustentadas a costa de las aún no sustentables. Por ejemplo, un país es definible como pobre si acepta los criterios de vida confortable necesidades de quienes así los designan e imponen, o sea los países ricos. ¿Acaso no fue la sorpresiva situación en que se hallaron los indígenas americanos perdón, sus pueblos originarios al momento de ser avisados por sus conquistadores europeos de que carecían aun de lo más elemental? Y desde ya que la palabra América no era originaria. Lo mismo vale para las actuales propuestas de organigramas gubernamentales más eficaces, las tecnologías de última generación o las modas teóricas made in campus del Primer Mundo ¿la decolonialidad, acaso?. Es que así son las ilusiones de época también en política, lo que se consensua como posible por todos los bandos al unísono. Después de todo, ¿no fue el progreso, en el siglo XIX, un valor admitido tanto por liberales como por jacobinos?
Por entonces principiaba la época de la producción por la producción misma la movilización total y ordenada de las energías de una nación, revestida y acreditada, como era de rutina, por grandilocuencias culturales modernistas. Para garantizar su arraigo en países alejados, el proceso requirió de gobiernos enérgicos orden y progreso era la voz de mando, imprescindibles si se pretendía no ahuyentar al banquero, hoy llamado inversionista, quien sólo admite riesgos controlados y que para ello exige del compromiso cierto de un garante en última instancia el endeudado Estado del país receptor, lo que es decir sus súbditos deudores.
¿Cuán sostenible es un sistema social que sitúa a la figura del trabajo y a la del trabajador en el centro de la escena existencial? Mucho, en tanto y en cuanto la lógica productivista junto al consumo, su necesario siamés siga siendo la única opción de vida deseable. ¿Qué es el productivismo? Es el ciclo de la destrucción de la carne y el alma del ser humano en los altares las maquinarias de la transformación del mundo lema moderno, una vez que se diera a la Creación por difunta. Es la cadena de producción, y en tales procesos laborales se le exprime jugo de sangre a cada instante de vida en tanto otras posibilidades de estar en el mundo se difuminan o menguan en su vigor. El curso de acción, últimamente, a medida que se interconectan los órdenes laborales, los que atañen al respiro y los comunicacionales, antes un poco separados, va tomando una única dirección. Claro está que la vida brama en desconcierto y que el malestar es incesante, pero se los mitiga con la creencia de que trabajar es una gimnasia digna y hasta motivo de dignificación.
Pero no lo es, como sabe cualquier jubilado que descubre muy tarde que su vida puede ser contada como una más de las tantas inmolaciones sacrificiales que sucedieron en la Tierra. Por lo demás, los dilemas existenciales de cada persona por separado le son indiferentes al mecanismo basta con mantenerlas entretenidas, o bien medicalizadas, incluso autorreguladas. La vida productiva es, por lo tanto, una rueda giratoria. Sólo se discute si la manivela que la hace rotar será maniobrada por gobiernos de centro, de izquierda o de derecha. ¿Hay diferencias entre ellos? Las hay, pero el mecanismo en sí no cambia, ni de objetivo ni tampoco de ritmo.
El proceso se lleva puesta a la naturaleza muy torsionada a lo largo del siglo XX, y particularmente a las especies animales, ya condenadas, porque el acuciante de su extinción y la de sus hábitats es la extensión de la frontera agrícola y el aumento exasperado de la producción de objetos sean teléfonos celulares o patitos de hule. La opción es de hierro: o ellos o nosotros, y dado que los seres humanos nos consideramos animales evolucionados, y dado también que a nadie se le ocurre preguntarse cómo sería adaptarnos nosotros mismos al modo de ser de los animales ocurre al revés, entonces más de la mitad de la fauna y la flora del mundo desaparecerá en las próximas décadas, y sin que se note mucho remordimiento de parte de los victimarios, gente capaz de talar hasta su raíz a ombúes bicentenarios, en el campo, o de plantar soja en vez de geranios en los maceteros de los escuetos balcones de sus edificios de departamentos.
De modo que la situación actual se sostiene por eclipse de la consciencia de estar viviendo mal, y tal olvido es una cuestión política. Como otros modelos de buena vida son tenidos por absurdos otrora se les decía utópicos, eso significa que lo que antes era considerado políticamente imposible ahora es, llanamente, cosa impensable en política. Esta asunción, por parte de la mayoría, es una baza jugada y ganada por los poderosos: los dueños de la fuerza.
Nada cambiará en demasía entonces por un tiempo quizás largo, pero por más que los publicistas, los especialistas internacionales o los doctorados en política prometan a la población repetir el milagro de Lázaro redivivo, lo cierto es que los países periféricos calificación en desuso parecen destinados a una pauperización sustentable, más allá de temporarias etapas de alza o mejoría que terminan concluyendo en recaídas en la realidad de base, por la sencilla razón de que el modelo de los países desarrollados es, por la esencia de las cosas, inalcanzable. A modo de ejemplo, sería ridículo pretender a la Barañao intentar siquiera, incluso en un reducto específico altamente tecnologizado, aproximarse a la monstruosa capacidad inventiva ciencia y técnica que es propia de países como Estados Unidos o China. Es correr muy de atrás, aunque, claro, siempre se puede seguir participando, como en los concursos de baile. Y sin embargo, no puede decirse que un país que dispone de reses y cereal en superlativa abundancia y que puede alimentar a unos 200 o 300 millones de personas en el mundo además de las propias sea indigente. En todo caso aquí rige la injusticia sustentable.
Y bien, ¿qué hacer en los entretiempos? La cuestión de la redistribución de la riqueza puede ser un objetivo loable de la acción política, pero insuficiente y corriéndose además el riesgo de luchar por apenas unos pocos puntos gananciales más. Más relevante es no plantear falsos problemas ni procurar únicamente humanizar limar las aristas más cortantes de los programas económicos de ajuste un sistema que esencialmente es inicuo.
Por lo demás, hay problemas que no tienen solución sin dejar de ser problemas, así como hay soluciones que agravan los problemas. El orden social no se parece a un teorema que la ciencia o la política podrían resolver está comprobado que se puede hacer el mal científicamente o con toda clase de experimentos políticos. No: el mundo se parece a un laberinto, y de un laberinto no se sale por arriba ni atendiendo a las señales de tránsito instaladas por el empresario que lo construyó. De un laberinto se sale atravesando las paredes, y eso sólo puede suceder en el momento oportuno, cuando una crisis habilita una revulsión catártica en la población, o bien con audacia y pensamientos purgados de lo ya repetido en exceso. Por el momento estamos siendo acostumbrados entrenados a habitar un mundo inhabitable, que está en proceso de invención, para lo cual se precisa de nuestra activa y esperanzada cooperación. Eso cansa tarde o temprano, y tampoco es que una forma de dominación sea sostenible en el tiempo. Puede que las pirámides antiguo y persistente emblema de la imaginación política permanezcan en el tiempo, pero no así las dinastías faraónicas. Deconstruir como se dice ahora la estructura de la pirámide es más importante que trepar a su vértice, pues alguien las construyó, y no fue el faraón, sino sus sucesivos esclavos, siervos y ciudadanxs. Estudiar menos, entonces, los planos de la construcción, pues para dar cuenta de las tres dimensiones consabidas de la pirámide, quizás haya que hacerlo contemplando la figura desde una cuarta dimensión. Esa es la virtud y dignidad de la imaginación aplicada a la política.
*Ensayista y profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA)
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