Moro sentenció a Lula a nueve años de prisión y 19 de inhabilitación para ocupar cargos públicos. En ese momento –corría el año 2017– Lula tenía 72 años. Su proscripción hubiera terminado, de cumplirse el fallo, cuando tuviera 101. Y, de seguir vivo, difícilmente tendría la fuerza para la batalla política. Se ve que el tribunal que condenó a CFK considera que la vicepresidenta goza de muy buena salud porque para no correr riesgos la inhabilitaron a perpetuidad.
En la sentencia contra Lula, Moro sostuvo que tenía «la convicción» de que el líder del PT había delinquido y, entre otras cosas, había recibido de la empresa OAS un departamento en el balneario de Guarujá. Nunca hubo un sólo documento que mostrará que esa propiedad estaba a nombre de Lula, de alguno de sus familiares, siquiera un vecino. El triplex siempre siguió registrado a nombre de la empresa. A tal punto era así que, en otro juicio, contra la constructora, solicitaban embargarlo. La falta de pruebas se reemplazó–igual que aquí– con «convicciones» o «indicios» y con la frase de moda en el lawfare regional: no podía no saber.
El modo de construcción de la acusación también fue similar: una empresa se ve beneficiada con varias licitaciones públicas y ésa es la punta del ovillo para sostener que detrás hay una trama de corrupción. La «prueba», entonces, son acciones públicas de gobierno, como haber licitado más de 40 obras viales para la provincia de Santa Cruz durante los 12 años de Néstor y CFK. La decisión política, avalada por el Congreso y otras instancias de control, se transforma en delito. Lo mismo ocurrió en la bizarra causa de Dólar Futuro.
Para juzgar acciones de gobierno, de cualquiera de los poderes del Estado, la democracia presidencialista tiene dos instrumentos: las elecciones y el juicio político. Lula y CFK podrían haber sido llevados a juicio político. Es el mecanismo para remover a un gobernante por sus decisiones. ¿Por qué amañar el código penal para transformar decisiones políticas –discutibles o no– en delitos penales? Dos respuestas: la derecha no tenía el número para conseguirlo en el Parlamento (en Brasil lo tuvo luego contra Dilma Rouseff) y porque el objetivo –aunque sea reiterativo hay que decirlo– es la supresión absoluta del adversario.
Las 1619 páginas de los jueces Jorge Gorini, Rodrigo Giménez Uriburu y Andrés Basso repiten el modelo del fiscal Diego Luciani que dijo que tenía tres toneladas de pruebas. Se crea una gigantesca cortina de humo para ocultar que no hay nada contundente. Ethan Hunt, personaje principal de la nueva saga de películas de Misión Imposible, podría ser el ideólogo de esta estrategia de encubrimiento, pero hubiera sido más creativo.
Condenar a presidentes históricos votados por millones de personas sin una sola prueba es defender la república y hacerle un juicio político, no penal, a una Corte Suprema que invadió las potestades del Parlamento y el Ejecutivo es atentar contra la república. Resulta agotador vivir refutando siempre los mismos argumentos, pero no hay muchos caminos para recuperar lo que la propia vicepresidenta definió como democracia constitucional.
La batalla contra la proscripción de Cristina no es sólo la del pueblo peronista que quiere seguir teniendo derecho a votarla. Es el nudo de una disputa central en la próxima elección: democracia constitucional o dictadura judicial. «
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