La primera película de la directora salteña rápidamente se constituyó en una piedra angular del Nuevo Cine Argentino. Una catarata de signos y símbolos le dan riqueza y consistencia a una narrativa inconfundible.
Disruptiva y clásica por donde se la mira, La ciénaga comienza con planos que corresponden a una altura de cámara para un infante. Se ven piernas, pies, se escuchan hielos girando en vasos aptos para el alcohol, tintineo de copas, frases sueltas, alguna voz elevada lejana a la escena: todas huellas sólo plausibles de marcarse durante la infancia, todas marcas a completarse como huellas ya de adulto. A la manera de las migas de Hansel y Gretel, esas voces imposibles de silenciar en la adultez permiten darle vida a las sueltas imágenes que convocan. Sin ninguna de las habituales señales a las que el cine durante décadas había acostumbrado (y adocenado) el ojo del espectador, con eso poco Martel le dice que le va a contar una historia sobre gente grande desde el punto de vista de una chica, aunque el género no está definido en esos planos que inician el relato, pero en breve se sabrá. Y que dado que no lo advierte de la forma en que Occidente lo ha acostumbrado, se tratará de una historia diferente, por más que ya se haya contado millones de veces. Si falla, será un desastre. La osadía de Martel no tiene límites.
Y ahí, en esa valentía que promete el súmmum, Martel consagra definitivamente lo que en los años siguientes se conocerá como Nuevo Cine Argentino, al que el mundo abrazará para llevar a todos sus confines.
Para quienes por cuestiones de edad u otros motivos no tuvieron la dicha de verla, valga recordar que está protagonizada por Graciela Borges (Mecha) y Mercedes Morán (Tali, su prima), la mayor parte de la historia transcurre en la finca La Mandrágora, donde Mecha pasa el verano con sus cuatro hijos (Tali también tiene cuatro hijos) y un accidente une a las dos familias. Que las ciénagas son terrenos anegados, pero en este caso es una localidad de Salta, y que cerca de ella está La Mandrágora, que también nombra a una planta que se utilizó como sedante, antes del éter y la morfina, para que una persona soportara algo doloroso, como una amputación. La ciénaga es también una especie de ecosistema, como la misma directora definió una vez. Una catarata de signos y símbolos que cuentan de una manera que hasta entonces el cine argentino no había experimentado -y el internacional más bien poco-. En algún pasaje pueden abrumar, pero en conjunto resulta totalmente liberador: el espectador se siente respetado (y así querido) en toda su capacidad de sensibilidad y comprensión.
Así Martel lo pasea por la Argentina clasista, y también la racista. La primera contrastada entre la cheta Mecha y la clasemediera Tali (evitando el lugar común del contrapunto binario y mostrando que la clase se juega prácticamente en todos los ámbitos y a cada acción); la de ambas con las mujeres (y sus hijos) de origen indígena que limpian y cocinan en La Mandrágora -y en la casa de clase media también-, y cuidan a su descendencia. Y le advierte -sin alegoría ni metáfora- sobre un estado que él y ella también perciben, pero no se animan a gritar: hay un ecosistema a punto de eclosionar, de colapsar hasta pulverizar todo lo conocido, aunque -ahí se pone a la par de quien mira- no sabe cuándo.
Y sin embargo La ciénaga acaso no se habría consagrado como lo hizo y seguramente no habría completado la lección que dio, sin una subtrama que se escribió fuera de la pantalla. En el año 2000 José Miguel Onaindia asumió la dirección del Instituto de Cine. En estos días, al recordar los 20 años de su estreno en Berlín, contó que uno de los objetivos de su gestión fue promover la internacionalización de ese nuevo cine, para lo que invitó a programadores internacionales. No lo dice, pero como bien lo ha demostrado en sus escritos desde hace años, Onaindia tiene una especial percepción sobre las cuestiones de género. Y en ese sentido La ciénaga también es disruptiva, por nueva y por su excelsa originalidad: esos cuerpos -femeninos y masculinos- de una promiscuidad que el citadino de grandes urbes desconocía (o quería desconocer) se manifiestan con la evidencia de lo natural. En ellos hay una verdad que la racionalidad, a la manera que denuncia Foucault, ha enterrado con voluntad de olvido total. Martel los exhibe en toda su subversiva belleza, lejos de lo que en esos días premia a rabiar Occidente: frente a la soledad de la individuación atroz con la que se exhiben las fisonomías de modelos, Martel declara la subversiva belleza de los cuerpos en relación.
Esa es una forma probable de definir a La ciénaga: una película de relación, la que se produce entre los personajes y la que el espectador produce con ella al verla. Como el río del filósofo, no baña dos veces igual, pero en su diferencia, nunca decepciona.
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