La biblioteca infinita

Por: Sergio Olguín

Sergio Olguín, escritor, columnista invitado.

En 2003 apareció mi novela Filo que es como la Cenicienta de mis libros: solo salió publicada en Argentina, no fue reeditada nunca ni tiene traducciones. Tuvo una tirada acorde a la época (creo que 1500 ejemplares), la editorial que la publicó (Tusquets) en ese momento no tenía encargado de prensa y ni siquiera se la promocionó. En librerías es casi imposible conseguirla a pesar de que quedan algunos ejemplares en los depósitos del Grupo Planeta.
Hace casi cuatro años un grupo editorial (entonces Grupo Prisa, ahora Grupo Penguin Random House) compró los derechos para reeditarla paro nunca hubo posibilidad de incluirla en el plan editorial. 
Alrededor de 2008, alguien que no conozco se tomó el trabajo de armar un archivo word con la novela, escanear las tapas, armar un archivo comprimido con todo eso y subirlo a una web de intercambio de bienes culturales (discos, libros, películas). Todavía no era el auge de los ebooks así que la mayoría de los libros de ese sitio se encontraban en formatos como .doc, .rtf o .pdf.
Si no fuera por esa persona desconocida, que no ganó un peso por subir el libro a Internet, sería imposible leer Filo en estos días. ¿Qué duda cabe de que esa persona hizo más por mi libro que cualquier editorial? Es cierto, yo no cobro cuando alguien copia el libro o se lo baja de Internet, pero tampoco lo gano cuando se vende un ejemplar usado (en el sitio www.iberlibro.com alguien vende un Filo a 63 euros, pobre iluso), ni qué hablar del bajo porcentaje que nos pagan las editoriales por libro digital. Y eso cuando pagan: difícil saber si las liquidaciones están correctamente hechas.
El libro digital es lo más maravilloso que nos pasó a los lectores. Gracias a la labor desinteresada de gente que pone a disposición de otros lectores su ebooks hoy podemos tener miles y miles de obras al alcance de la mano. Muchas veces se trata de libros discontinuados por las editoriales, en otras son títulos aparecidos recientemente y que muchos quieren leer pero no todos pueden comprar (si uno lee cuatro libros al mes debería gastar unos mil pesos solo en el mercado editorial). 
Si hacer circular gratuitamente ebooks nos permite disfrutar de libros como cuando nos lo presta un amigo o lo sacamos de una biblioteca pública, ¿por qué no hacerlo? ¿Quién se animaría a prohibir el préstamo de libros sin cortar peligrosamente las libertades individuales de instruirnos, cultivarnos y expresarnos? Que una copia digital sea idéntica a la copia original no es un argumento válido. La mejora del formato es algo que juega a favor del lector, no en su contra. 
Hoy hay muchos sitios de donde bajar libros gratis (lectulandia.com, www.espaebook.com, ebiblioteca.org, entre otros). Esos sitios cumplen una labor divulgativa y de facilitar el acceso a la cultura mucho más efectiva que cualquier ministerio de cultura. Son el equivalente digital de las bibliotecas populares, las mismas que tenemos en todo el país y que permiten el acceso al libro en formato papel a gente que no puede comprar libros o que prefiere no hacerlo. Pero mientras un libro de papel puede ser leído solo por una persona  a la vez, el ebook permite multiplicar al infinito las copias haciendo mucho más fácil el encuentro del texto con el lector.
Los derechos de autor son necesarios, especialmente para defender a los escritores de la voracidad de las empresas editoriales. Los derechos de autor, en cambio, no están ni deberían estar pensados para limitar el acceso a la lectura. La finalidad de una obra no es solo ganar dinero (y bienvenido cuando llega, lo digo como autor) sino que esa obra sobreviva en el tiempo y la única manera de conseguirlo es copiando el libro en formatos nuevos. Si hoy los distintos tipos de ebook permiten que el libro se multiplique rápidamente, aprovechémonos de esa mejora. Y cuando se invente un nuevo formato habrá que pasar los ebooks a lo que llegue. Solo la copia salva el libro. Y la copia desinteresada convierte al copista en un héroe.
La mayoría de los textos clásicos griegos llegaron a los copistas medievales en ejemplares de pergamino y no en papiro (como seguramente estaban las versiones originales).El papiro tenía una vida útil que no superaba los 300 años, mientras que el pergamino podía aguantar mucho más. Alguien –en realidad muchos seres anónimos como los que suben libros a Internet– tuvo el buen tino de pasar esas obras de un formato a otro más moderno y duradero. ¿Pero cuántas obras se perdieron en el camino, cuántas no contaron con la suerte de tener un copista?
Ojalá hubiera más lectores dispuestos a subir libros a Internet. Gente generosa con su tiempo para digitalizar los libros de Alberto Vanasco, de Salvadora Medina Onrubia o las traducciones argentinas de las primeras novelas de George Simenon. O gente generosa con su dinero que se compra el ebook carísimo (¿cómo puede salir casi lo mismo que el libro de papel?) y lo pone a disposición gratuitamente para que otros no tengan que gastar.
No se va a terminar la literatura porque los autores pierdan posibles ganancias por vender menos libros digitales. En cambio la cultura va a ganar la supervivencia de obras y la multiplicación de los lectores. Lo demás es marketing desesperado de un capitalismo que no acepta perder ni siquiera la batalla cultural. <

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