Jordi Gracia: «La gran ilusión revolucionaria me parece tóxica»

Por: Mónica López Ocón

El intelectual catalán ejerce su crítica a los valores y mitos instituidos a través de sus libros. Tiempo Argentino dialogó con él sobre dos textos suyos de diferentes épocas, El intelectual melancólico (2011) y Contra la izquierda (2018).

El humor y la ironía son dos elementos fundamentales en la escritura de Jordi Gracia, un intelectual de Barcelona y profesor de la Universidad de esa ciudad, que apunta contra algunos de sus pares en El intelectual melancólico (Anagrama, 2011), y un autoproclamado hombre de izquierda cuyos tics anacrónicos critica en Contra la izquierda (Anagrama, 2018). Es autor, además, de muchos otros libros.

Gracia viajó a Buenos Aires con la delegación de Barcelona, ciudad invitada de honor en la 45ª edición de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Sentado a una mesa del bar del hotel en que se alojaba, desplegó una energía envidiable para referirse a los temas que abordó en los dos textos mencionados demostrando que la pasión no pasó de moda.

–¿Cuál es o debería la función de un intelectual?

–El concepto ha cambiado desde su creación, que fue a fines del siglo XIX y principios del XX. Hoy tiene múltiples funciones y todas ellas consisten en contraprogramar al poder, fiscalizarlo. Pero el poder no es sólo uno, no es de quien tiene el título de gobernante, el poder son las grandes compañías, las modas, las tonterías que se repiten una y otra vez, es la difusión de fake news y de mentiras programáticas. Los intelectuales son los sujetos que, más allá de su especialización, son capaces de atender al mundo con una mirada independiente, autónoma, no cautiva de los mismos discursos que imperan en múltiples ámbitos. Contra ese poder plural es contra el que yo creo que actúa un intelectual.

Pero hay intelectuales que no actúan en ese sentido.

–Efectivamente. En mi definición he asociado al intelectual con una función crítica, activa y militante. ¿Es la única forma de actuar en la sociedad contemporánea? Claro que no. Hay intelectuales que definen su función social en términos de respaldo, de apoyo, de seguimiento de determinadas opciones de poder. ¿Los encajamos, sin embargo, en la misma definición? Descriptivamente sí, pero creo que vale la pena todavía mantener la identidad del intelectual que ejerce su función como fiscalizador, como contrapoder de múltiples poderes. Creo que sigue siendo la función más noble de un intelectual. La otra a lo mejor es más rentable y permite obtener más beneficios, pero no es exactamente de eso de lo que hablamos cuando hablamos de un intelectual.




–Su libro contra el intelectual melancólico que perdió el supuesto paraíso del pasado me hizo recordar una canción de María Elena Walsh, que dice «quien no fue mujer ni trabajador piensa que el de ayer fue un mundo mejor y al compás de la nostalgia hoy bailamos por error».

–Sí, señora. Sí, señora. Efectivamente, ese es el resumen de mi libro.

–¿Pero no es fácil confundir la crítica genuina con la proyección sobre lo social de la situación personal que, según usted, hace el intelectual melancólico?

–La crítica contra la que yo voy es la que nace del desconcierto, del descentramiento de figuras que desde el punto de vista mediático, editorial y cultural han tenido una relevancia importante y que, sin embargo, han vivido o están viviendo las transformaciones tecnológicas de la modernidad reciente de las sociedades occidentales contemporáneas como una forma de agresión, de exclusión e incluso expulsión de esa misma sociedad. Se sienten cancerberos o reservas espirituales de un tiempo que teóricamente fue mejor. Son muy poco ecuánimes a la hora de equilibrar lo que se ha ganado y lo que se ha perdido. La escolarización ahora no obliga a que todos los muchachos sepan latín. ¿Es verdaderamente grave eso? A cambio, saben muchas otras cosas. Ahora mismo, un chaval al que le interese el arte, la poesía, la literatura en general, la arquitectura, el diseño o la música tiene un nivel de acceso a los maestros de cada uno de esos ámbitos a través de Internet que es absolutamente deslumbrante. ¿De verdad es una pérdida aunque no sepa latín?

¿Qué es lo que usted les reclama a los intelectuales melancólicos?

–Un enjuiciamiento más ecuánime de lo que son las pérdidas y las ventajas de los cambios sociales globales como los que estamos viviendo. Lo que peor me sabe de los portavoces de esa nostalgia de cuando las voces estaban más jerarquizadas es que no asuman la situación de privilegio desde la que hablan. Cuando uno está en una situación de privilegio debe medir muy bien cuál es el objetivo de su crítica. Si es la vulgarización y democratización de la cultura, creo que les están haciendo un flaco favor democrático a las sociedades contemporáneas, porque esa vulgarización y democratización no ha derribado ni aniquilado los espacios de la alta cultura más elitista, sino que le dio acceso a ellos a muchísima más gente. Ese cambio me parece trascendental y enormemente beneficioso para la mayoría de la población aunque a los intelectuales melancólicos les obligue a cambiar sus puntos de vista para no creerse los cancerberos de la alta cultura humanística.

–Para usted esos intelectuales rondan los 50 años y en general son profesores universitarios.

–Pueden tener bastante más de 50 y pueden ser no sólo profesores universitarios, sino escritores, músicos, arquitectos… Son una plaga, un sarampión, un virus (risas). Por eso no puse nombres, porque los lectores ya saben de quién estoy hablando. Es el libro que más alegrías me ha dado porque me encuentro con gente que me dice «ya sé de quién estás hablando» y a lo mejor yo ni conozco a la persona que mencionan. El intelectual melancólico es un tipo sociocultural. Pero también, claro, hay gente de 60 o 70 años que considera la tecnología como un instrumento y se conecta a la red sin prejuicios.




–En otro momento los intelectuales melancólicos iban contra la televisión, por lo que los hubo siempre.

–Completamente de acuerdo. En realidad el problema empezó con la imprenta. «Esto empieza mal», dijeron los melancólicos, pero pasaron 500 años y todo está mejor que antes. Hoy la red ocupa el lugar de la imprenta. ¿Qué problema hay en que mucha gente lea a Arturo Pérez Reverte? No es un gran escritor, pero no hace daño. ¿O es que antes todo el mundo leía a James Joyce? Vamos, por favor (risas).

–Usted dice que la izquierda tiene una retórica vieja. ¿Cree que está poblada de intelectuales melancólicos?

–Creo que hay algo de eso. Es como si el izquierdismo se generara en una etapa juvenil en que la propensión mitificadora es muy fuerte y luego, en la madurez, resultara muy difícil deshacerse de los mitos gestados en la juventud y que quizá no son las mejores ideas. La desmitificación del Che Guevara para mucha gente ha sido muy difícil y aún para muchos continúa siendo un mito inequívocamente positivo. Pero, hombre, hay muchos elementos de la existencia real del Che Guevara que permiten un cuestionamiento más ecuánime, más cerebral de su figura. Sin embargo, algunas de las banderas redentoras de la izquierda contemporánea me parece que siguen ancladas, fidelizadas a mitos inaplicables al presente. Con esto se devalúa la función social que la izquierda podría ejercer hoy. No es útil para persuadir de su capacidad transformadora apelar a Fidel Castro, ni a la Unión Soviética, ni a Cuba ni al Che.Pero sigue subsistiendo un lenguaje público, una iconografía que no ayuda al ensanchamiento de la izquierda.

–En contra de las ideas totalizadoras usted reivindica el concepto de «microbatallas» como el feminismo o el ecologismo. ¿Podría desarrollar ese concepto?

–Cualquier forma de explicación del mundo, de las relaciones sociales, de la redistribución de la riqueza que pretenda ser integral, totalizadora es un fraude intelectual, es una forma de fe y una fe que no es aplicable, en términos políticos, a un objetivo pragmático. Creo que hay que asumir cuáles son las condiciones de lo real y lo real es un sistema capitalista inexpugnable. Fingir una revolución que altere ese orden de cosas, insisto, me parece un fraude. Ahora bien, una actuación metódica, sistemática, programática, con elementos de carácter empírico, controlable, para modificar o atenuar la presión asfixiante del sistema capitalista en las capas más vulnerables, eso no sólo me parece factible, sino también la única función que podemos pedirle a la izquierda: en lugar de cantos de sirena redentores de la humanidad, que hagan el favor de aumentar la renta básica de los más pobres, que hagan el favor de proteger a las mujeres. Esas son las microbatallas que son capaces de cambiar la vida de las personas. ¿Desde dónde? Desde el Estado, que es el único que puede dar batallas y microbatallas. Esto que digo suele calificarse como una actitud de resignación y de conformismo ante la realidad. Que alguien me cuente de manera creíble cuáles son los mecanismos que ha descubierto para hacer una subversión radical de la realidad que no sea con armas. La ilusión revolucionaria me parece tóxica porque mantiene las cosas como están. Las alternativas imposibles le convienen mucho a la derecha.

¿El capitalismo no va a desaparecer?

–Caro que no. Me parece iluso y petulante creer que uno tiene las herramientas conceptuales y políticas para acabar con él. Eso sólo se puede creer desde una perspectiva emocional. Lo único que podemos hacer es ponerle límites: los beneficios de las empresas van a ser hasta aquí, los impuestos van a ser tantos… El idealismo es tóxico.

–¿En qué lugar pone entonces al marximo?

–En el de un instrumento teórico que puede iluminar todavía aspectos de las sociedades contemporáneas, pero no es un catecismo ni una biblia.

–¿Se considera de izquierda?

–Definitivamente sí.«

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