Jimena Néspolo y un relato de respiración jadeante

Por: Walter Romero

La última novela de la narradora y poeta, Vértigo de mí (Caterva Editorial), pone en escena a Isabel Huayta, quien a través de su discurso, de su monólogo, narra y se narra a sí misma su propia vida, una existencia que de pronto se le vuelve extraña, tan extraña como la de Gregorio Samsa que un día se levanta convertido en un gran insecto.

Vértigo de mí, la nueva novela de Jimena Néspolo (1973) —poeta, escritora, investigadora del CONICET y editora cultural de la revista Boca de Sapo—, está escrita en sintagmas sin punto final, pero con mayúsculas que, en franca síncopa, escanden una historia narrada con respiración jadeante que se tensa entre seguir o detenerse para siempre. Una voz en femenino (pero nunca del todo femenina) parece parapetarse —o querer alzarse por sobre la letra y sus dichos— no tanto para contar, sino para auto justificar un designio.

 El inicio de la novela es un ejercicio formalista que revisita un texto ineludible: esa mañana en que un tal Gregorio Samsa, después de un sueño intranquilo, se despierta distinto. Ni cucaracha ni coleóptoro, Isabel Huayta, su protagonista, es una sabandija que recorre su propia vida marcada por el deseo de éxito y un triunfalismo que desde el liberalismo de los noventa deviene modelo de un capitalismo artrópodo liderado por CEOs.

A modo de duermevela discursiva y/o charlatana (que se empeña en recordar sin ahorrarse los impudores de una yuppie a contramano), una retrolengua de modismos de un arcano difuso se multiplica para nombrar la construcción de un yo que quiere “armar” un destino del que no conviene despertar: ¡catapum!”, pirucha, tarambana, too much, monísima, al cuete, ¡mamita!, fisurado, estropicio, pavura, naringas, guacha, la mar en coche y pituto son cortocircuitos que denotan una interfaz fallada. Sin volverse nunca monólogo, Huayta no asume una voz: es una onda que transmite. Sólo en la cercanía con los abismos, el cuerpo o el amor (siempre negados) parecen nombrarse.

 La asunción y los largos años de trabajo en un cargo importante en una cadena —que es epítome de los entramados de la industria químico-farmacéutica— marcan en Isabel un vértigo que, en verdad, es inadecuación. Las escaleras de la superación empresarial, las “curvas de venta” y el imperio de las necesidades fabricadas se “miden” frente a un recuerdo humano potente en una escena crucial ante el volcán Villarrica como quien le habla a la boca humeante del Averno. En ese hito —momento extraordinario de un texto que no da respiro—  un mundo de cartón se le desvanece ante un cráter de verdad: la protagonista descomprime (aunque sea sólo un poco) su templada armazón.  

Entre “acontecer y deseo”, la novela asume el registro de una existencia cuyo cogito no da tregua. Pánico y mareo podrían ser otras maneras de nombrar las dificultades de asumir un “balance” que no cierra.

En definitiva, Vértigo de mí se precipita en una historia que es el relato letal de una border que desnuda, a la vez, una vida pero también toda una época de la argentinidad.

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