¿Javier Milei realmente odia a la ciencia?

Por: Claudio Cormick / Valeria Edelsztein

La destrucción del sistema científico-tecnológico por parte del Gobierno de La Libertad Avanza, junto a ataques sobre áreas completas del conocimiento (desde la climatología hasta las ciencias sociales), llevó a caracterizarlo como "anti-ciencia”. ¿Es esa la película completa? El ideal "tecnofílico", la ciencia "buena" y la "mala" y el antecedente republicano.

 “[N]osotros defendemos una causa justa y noble. La misma causa que nos convirtió en ciudadanos y nos liberó del yugo del tirano y la causa que descubrió el método científico, que industrializó al planeta Tierra y que sacó de la miseria a miles de millones de seres humanos. La misma causa que nos llevó al espacio exterior, a la Luna y hará de la especie humana una civilización interplanetaria”.

¡Cuánto optimismo! ¡Cuánta confianza en la ciencia! (Confianza enteramente justificada: por supuesto que la ciencia ha tenido, y sigue teniendo, un rol crucial en la satisfacción de las necesidades humanas; por supuesto que la exploración espacial es un logro espectacular.) Nadie dudaría de que quien dijo estas palabras está en las antípodas de quienes sostienen que la Tierra es plana y niegan la carrera espacial, de quienes quieren enfatizar el lugar de la religión y la tradición contra el ateísmo y el materialismo de la ciencia, y definitivamente en las antípodas de quienes adhieren al discurso de “vuelta a lo natural”. No, lo natural es la miseria, lo natural es morirse de un resfrío a los 30 años; que viva la ciencia que nos sacó de ahí.

Ustedes, queridos lectores, podrían, en este punto, decirnos: “pero claro que van a defender estas palabras; es más, podrían perfectamente haberlas proferido ustedes”. Y tendrían razón (matiz más, matiz menos), a excepción de un pequeño detalle: la cita es de Milei.

El mismo Milei que atacó al CONICET en campaña y está desmantelando el sistema científico-tecnológico argentino; el mismo que se pone místico para hablar del apoyo de “fuerzas del cielo”; el mismo que ha negado una y otra y otra vez, contra prácticamente toda la comunidad de climatólogos y climatólogas, la existencia de un cambio climático producido por la actividad humana; el mismo al que, en el mapa de las posiciones políticas contemporáneas, hay que ubicarlo en línea con Bolsonaro, en quien, a su vez, se ha subrayado una forma de “antiintelectualismo” consistente en el “rechazo a la ciencia y a la educación formal a favor de la religión y de la experiencia personal”.

Pero ¿es Milei realmente otro Bolsonaro? Y ¿en qué puede consistir una posición que presuntamente reivindique la ciencia, al mismo tiempo que echa un manto de sospecha sobre al menos buena parte de la ciencia realmente existente? ¿Hay que apostar por más ciencia para tener un plan nuclear e inteligencia artificial, pero a la vez los científicos son una manga de “vagos socialistas que escriben papers de cuarta”? ¿Cómo podemos explicar coherentemente los ataques aparentemente incoherentes de Milei?

Un presidente «académico»

Quizás la explicación de los ataques ¿selectivos? de Milei a la ciencia sea muy simple:  nos está engañando, en realidad no cree lo que dice creer. Así, Milei sería solo un exponente más de la actitud cínica, insincera, de quienes saben muy bien que el cambio climático existe y simplemente fingen desconocerlo porque afectaría sus negocios, siguiendo una estrategia muy calculada de la que hemos hablado en esta columna. Pero el hecho es que no estamos en la cabeza de Milei, no sabemos si cree o no en su propio discurso y, como fuere, para poder desmentirlo frente a la sociedad primero necesitamos entender su lógica interna, y no generar la sensación de que discutimos contra una caricatura. Entonces, dejemos de lado la cuestión de la sinceridad: ¿qué es lo que al menos aparenta creer (o sentir) Milei sobre la ciencia?

Una respuesta que se ha dado es que el “fervor de Milei en contra de la ciencia” no puede deberse únicamente a su búsqueda de déficit cero (porque en la práctica a la ciencia se le asignan chirolas) sino que “se fundamenta en el odio”, “odio hacia las personas que trabajan en el desarrollo científico y tecnológico y hacia el conocimiento basado en evidencia”. Posiblemente este diagnóstico esté basado en buenos elementos, y no es demasiado lejano de aquel para el cual Milei estaría dejando salir a la luz un “complejo de inferioridad” en virtud de su fracaso en obtener reconocimiento académico, pero también se ha intentado no colocar en el centro del análisis la esfera exclusivamente emocional, visceral del presidente.

En su lugar, hay otras personas que han intentado inscribir los ataques de Milei a la actividad científica en algo más parecido a un marco de pensamiento, uno, irónicamente, anti-intelectualista. En esta línea, una autora ha señalado repetidamente que estos ataques se inscriben en el marco de una reacción contra las élites académicas que se ocupan de la producción de conocimiento, y que incluye el rechazo de algo así como “una suerte de exceso de teoría”. De nuevo, hay evidencia para todo esto, de hecho ya hemos señalado aquí que hay una forma específica de antiintelectualismo que consistiría en plantear suspicacias contra una “casta” de intelectuales: basta recordar el llamado de Milei a que los investigadores renuncien a sus presuntos “privilegios” y prueben su valor en el mercado “vendiendo libros”.

Y sin embargo, no pareciera que este salpicado de motivos alcance para caracterizar la relación de Milei con la actividad científica. De hecho, a través de su vocero Adorni, Milei se presenta a sí mismo como “un académico”; está orgulloso de haber escrito su primer artículo académico a los 20 años, y —como resumen Kessler y Vommaro— el presidente es percibido por sus seguidores como “alguien que sabe de economía” (por inconcebible que resulte esto a quienes sí vivimos de la actividad académica y conocemos el historial de plagios y la más general “flojera de papeles” académica del jefe de Estado). Alguien que cultiva esa imagen de sí mismo no puede estar promoviendo un ataque global a las elaboraciones intelectuales, ni siquiera a su profesionalización en forma de un trabajo “académico”.

Y algo más: las obvias manifestaciones de negacionismo científico de Milei a propósito del cambio climático no se presentan bajo la forma de un cuestionamiento a la ciencia como tal, quizá “a favor de la religión y de la experiencia personal”, como nos haría pensar el paralelismo con el “anti-intelectualismo” de Bolsonaro.

Al contrario: curiosamente (o no), las objeciones de Milei a uno de los consensos más robustos de la ciencia actual son formuladas en nombre de la ciencia misma; el problema que el autodenominado “libertario” tendría con los resultados de la climatología sería, según él, que ellos no son lo suficientemente científicos —el problema no es que sean papers, sino que sean “papers de cuarta” de “vagos socialistas”—, y sería el propio Milei (junto con otros negacionistas, como Lila Lemoine) quien defendería la auténtica ciencia.

¿Y entonces? ¿En qué quedamos?

Para poder entender y criticar en sus propios términos la postura de Milei, quizás lo que nos está faltando es un poco de contexto histórico. Antes de avanzar sobre la historia de cómo el papá de Conan en realidad solamente está importando polémicas creadas por los republicanos hace algunas décadas, es importante mencionar que acá hay dos cuestiones diferentes: la “selectividad” en cuanto a qué resultados de la ciencia son aceptables y cuáles no, y las condiciones de producción (privada o pública) del conocimiento científico. Por cuestiones de espacio, nos vamos a enfocar en la primera. Ahora sí, la historia.

La ciencia fea, sucia y mala

Las declaraciones de Milei contra la climatología son todo menos originales: básicamente son una importación, a nuestro contexto tercermundista, del giro que dio el Partido Republicano estadounidense hacia dejar de reconocer el cambio climático que había sido admitido por un presidente tan insospechado de zurdito como George Bush padre.

Los republicanos desembocaron progresivamente en lo que el periodista Chris Mooney, allá por el 2005, caracterizó titulando su libro como La guerra republicana contra la ciencia. Al igual que con el caso Milei, una serie de críticos le señaló a Mooney que, en realidad, la actitud de desprecio de los republicanos no era contra la ciencia en general, sino que parecía más bien cobrar la forma de una aceptación selectiva. Pero, ¿selectiva con según qué criterio?

La distinción clave no sería tanto entre la ciencia institucionalizada y la experiencia personal, menos aún entre la ciencia institucionalizada y otros discursos como el de la religión, sino entre dos formas de ciencia distinguidas por sus consecuencias. Para el ideal “tecnofílico” de una serie de dirigentes republicanos como Newt Gingrich, la ciencia que está bien es la que amplía la capacidad humana de transformar el mundo y nos promete “un futuro de posibilidades ilimitadas”; en particular, la que amplía la transformación del mundo guiada por el mercado, por la búsqueda de ganancia capitalista entendida como motor del desarrollo (un optimismo que también copió Milei en un ¿encantadoramente? ingenuo “artículo” llamado “De los Picapiedras a los Supersónicos”).

La ciencia fea, sucia y mala, en cambio, es la que —por ejemplo por recordarnos las consecuencias de saturar el ambiente con dióxido de carbono— “impone límites”, restringe o limita estas fuerzas del mercado e invita a mayor regulación estatal. O sea: la distinción entre ciencia buena y mala no se establecería por el rigor en la obtención de los datos o en el análisis teórico, sino en sus consecuencias, en si conduce hacia “más mercado” o “más Estado”.

Algo parecido relevaron años después Oreskes y Conway en su influyente libro Mercaderes de la duda: la actitud de aquellos negacionistas que empezaron al servicio de las tabacaleras y luego promovieron la duda sobre el cambio climático habría sido una actitud sincera de cuestionamiento a los ecologistas y al resto de la comunidad científica. Uno de estos negacionistas, Fred Seitz, veía a sus colegas como “ingratos” “enemigos del progreso” que sería, en cambio, promovido por la ciencia bien entendida. De otro destacado negacionista, Fred Singer, subrayan cómo su optimismo sobre la “innovación tecnológica impulsada por un mercado libre” lo llevó a terminar descartando las preocupaciones ecologistas: la Tierra sería, a fin de cuentas, una “cornucopia”, una fuente de posibilidades ilimitadas.

Entonces, pasando en limpio: nada de esto se parece mucho a un rechazo global de la ciencia, como el que podría hacerse desde una ideología religiosa y en particular desde el discurso de una vuelta a lo natural. No: para los Milei (y los Gingrich, los Seitz, o los Singer) de este mundo, la ciencia tiene por justificación y propósito precisamente sacarnos de nuestra condición natural; la ciencia que parezca indicar, por el contrario, que nos pasamos tres pueblos y que quizá el despliegue descontrolado de las fuerzas del mercado está friendo el planeta es una que, desde esta matriz de pensamiento, tiene que estar mal.

Como comenta Matías Saidel, un politólogo argentino, el “fundamentalismo del mercado y de la propiedad privada lleva a negar evidencias científicas que están afectando gravemente la vida humana en el planeta como el cambio climático, las epidemias o la contaminación ambiental. Lejos de reconocer la influencia humana en dichos eventos, los paleolibertarios sostienen que esto es parte de una agenda globalista”.

La consigna parecería ser, entonces, “defendamos la ciencia, si sus resultados nos convienen”. Así cualquiera. «

La política nuclear, reflejo del odio hacia lo público

Una parte central de la “ciencia que sí” es, para el gobierno de Milei, la que desemboca en el desarrollo de energía nuclear. Declaró: “Planeamos trabajar con reactores modulares que los vamos a poder exportar. En esa carrera tecnológica, la Argentina está siete años adelantada al resto. Con el quilombo de energía que hay afuera vamos a exportar reactores a lo pavote. Está hecho por físicos y matemáticos del Balseiro e INVAP, que es privada”. Pero acá entra en juego el otro problema: el odio de Milei hacia lo público. No, INVAP no es privada, sino propiedad de la provincia de Río Negro, como desmiente al presidente la propia página oficial del gobierno argentino. De hecho, el desarrollo nuclear ha sido históricamente impulsado desde los Estados. El Balseiro, también público, está justamente siendo destruido por el “desesperante” ahogo presupuestario del gobierno. Como denunció su director, implicará que se necesiten 15 años para recuperar la experiencia perdida al abandonar la institución los docentes más capacitados. La cosa empeora: si bien el proyecto CAREM, que era, sí, el de un reactor modular, fue destacado a comienzos del año pasado por la Nuclear Energy Agency, está paralizado. No es posible enorgullecerse de ser el topo que “destruye el Estado desde adentro” y a la vez pretender la posición de vanguardia que Argentina supo tener en cuestiones nucleares.

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