Nacida en un enclave colonial inglés, la autora vive desde los 17 años en Estados Unidos. Su literatura, plantea preguntas inquietantes acerca de la identidad de quien ha crecido educada en la cultura y los valores del opresor pero que es consciente de los efectos del colonialismo y del neocolonialismo. Es una de las invitadas más esperadas del Filba que comienza este viernes 16 de octubre.
Por eso, tan importante como escribir la historia de los premiados es escribir la de aquellos que no lo recibieron aunque tuvieron los merecimientos para hacerlo.
Una de esas ganadoras morales es la escritora Jamaica Kincaid, quien será una presencia importante en el Festival de Literatura de Buenos Aires (Filba) que comienza este viernes 16 de octubre.
Es cierto que nadie elige el lugar en que nace. Pero no es menos cierto es que ese lugar nos condiciona y que, aunque cambiemos de país, siempre se es del lugar de la infancia. Kincaid nació en Antigua y Barbuda, dos islas que comprenden un solo estado junto con la isla deshabitada de Redonda. Una digresión: la isla de Redonda está rodeada de un halo literario. Varios son los escritores y artistas que se proclamaron como reyes de esa isla vacía. En la actualidad, el rey es el escritor Javier Marías, también candidato al Nobel desde hace bastante tiempo. Fueron sus monarcas también Arturo-Pérez Reverte y Pedro Almodóvar.
Jamaica Kincaid nació en la capital de Antigua y Barbuda, Saint John, el 25 de mayo de 1949, cuando el Estado era aún una colonia inglesa habitada por descendientes de esclavos africanos y lo seguiría siendo hasta 1967, aunque solo alcanzó el status de nación en 1981.
Su posición frente al colonialismo y frente e su familia que desaprobaba su condición de escritora, la llevaron a cambiarse el nombre con el que había sido anotada en el documento al nacer: Elaine Cynthia Potter Richardson.
La escritora en ciernes vivió en su lugar de nacimiento hasta 1965 junto a su padrastro y su madre, con quien su relación fue difícil. En esa fecha fue enviada a Nueva York para trabajar como au pair, una elegante expresión francesa tras la que se oculta una forma de la esclavitud. El destino de la futura escritora, según la decisión familiar, era vivir con una familia como personal doméstico haciéndose cargo, sobre todo, de los hijos de esta familia, por casa, comida y un sueldo mínimo que jamás alcanzaría para comenzar una vida independiente. Pero la escritora tomó otro rumbo y, una vez en Nueva York, dejó la familia para la que trabajaba y decidió dedicarse por su cuenta a escribir artículos periodísticos y a sacar fotografías. Fue así que comenzó a escribir en The New Yorker, donde ejerció el periodismo durante 20 años, hasta 1996. Luego se convirtió en profesora del Departamento de Estudios Africanos y Afroamericanos de la Universidad de Harvard.
Su obra está integrada tanto por textos de ficción y de no ficción. Annie John, Lucy, Autobiografía de mi madre, Mr. Potter, Un pequeño lugar, Mi hermano, En el fondo del río, son solo títulos. En Mi hermano, narra en primera persona las alternativas de la enfermedad de su hermano Devon quien padecía Sida y su regreso desde Estados Unidos a su país natal para reencontrarse con él.
Su primer libro fue de cuentos: At the Bottom of the River, y con él ganó el Morton Dauwen Zabel Award de la American Academy and Institute of Arts y fue nominado al Premio PEN/Faulkner de ficción. Recibió también otras distinciones, como el Premio Guggenheim, el Lannan Literary Award de Ficción, el Prix Femina Étranger, Anisfield-Wolf Book Award, la Clifton Fadiman Medal, y el Dan David Prize for Literature. En Argentina se consiguen solo dos de sus novelas: Autobiografía de mi madre y Mi hermano, ambas publicadas por Capital Intelectual. En el blog de la librería y editorial Eterna Cadencia hay una selección de frases tomadas de una entrevista realizada por Kate Tuttle en Boston Globe. Allí declara:
«Todo lo que hago es para escribir. Si voy a caminar, es porque estoy pensando en escribir. Si voy a mirar flores, si voy al jardín, si voy a un museo, todo vuelve a la escritura. En realidad no hago nada que no tenga que ver con la escritura, y no sé bien quién soy si no estoy pensando en escribir».
Y también hace allí una declaración de principios sobre la tarea del escritor: «Un escritor o escritora profesional es un chiste. Escribís porque no podés hacer otra cosa, y después tenés otro trabajo. Siempre estoy diciéndoles a mis alumnos que vayan a estudiar derecho o se conviertan en médicos, que hagan algo y después escriban. Antes que nada, debés tener algo sobre lo que escribir, y sólo podés tener algo sobre lo que escribir si hacés algo. Si sólo estás sentándote ahí y sos escritor o escritora, lo más probable es que escribas basura. Mucha de la literatura estadounidense es basura. Y muchos de los escritores estadounidenses son profesionales. Escribir no es una profesión, es un llamado. Es casi sagrado».
Susan Sontag dijo de ella que era una de las pocas escritoras de habla inglesa que le interesaba leer y definió su escritura como “un sintagma emocional”.
En un texto reproducido por la revista Transas. Arte y Letras en América Latina, Kincaid habla de lo que significa nacer y crecer en un enclave colonial, de qué modo se impone un modo de vida ajeno que llega a volverse tan natural como la propia respiración. El colonialismo no es solo una dominación en términos políticos, sino una dominación de la vida cotidiana, una suerte de intoxicación de la cotidianidad que hace que el sometido conserve pocos rasgos de identidad propia y que la nación dominante se presente como la única forma posible de vida.
“Cada mañana –dice Kincaid-, antes de ir a la escuela, tomaba para desayunar medio pomelo, un huevo, pan y mantequilla y una loncha de queso, y una taza de cacao. A menudo la lata de cacao quedaba abierta frente a mí, sobre la mesa. Tenía escrito el nombre de la empresa, el año de fundación de la empresa, y las palabras “Hecho en Inglaterra”. Esas palabras, “Hecho en Inglaterra”, también estaban escritas en la caja en la que venía la avena. Seguro que también estaban escritas en la caja donde venían los zapatos que yo llevaba; un rollo de tela de lino gris que reposaba en un estante de la tienda donde mi madre había comprado tres yardas para hacer el uniforme que yo vestía tenía escritas en el borde esas tres palabras. Los zapatos que tenía puestos estaban hechos en Inglaterra; también lo estaban mis medias y mi ropa interior, y los lacitos de satén que llevaba atados al final de las dos coletas. Mi padre, que puede que hubiera desayunado conmigo ese día, era carpintero y fabricante de armarios.”
Y continúa dando el ejemplo de lo absurdo de llevar una vida a la inglesa en un isla tórrida habitada por descendientes de esclavos, cuya cultura originaria, desdibujada pero no acabada por la esclavitud, nada tenía que ver con la del enclave británico al que habían sido “cazados y trasladados” los ancestros de Kincaid contra su voluntad.
“Los zapatos que habría llevado al trabajo estarían hechos en Inglaterra –continúa la escritora- , también la camisa caqui y los pantalones, los calzones y la camiseta interior, las medias y el sombrero marrón de fieltro. El fieltro no era precisamente el material del que una esperaba que estuviera hecho un sombrero que protegiera de un sol tórrido, pero mi padre debía de haber visto y admirado una foto de un inglés en Inglaterra con un sombrero como ese, y esta foto que vio fue tan cautivadora que hizo que mi padre llevara un sombrero inadecuado para un clima caluroso el resto de su larga vida. Y este sombrero, que era un sombrero marrón de fieltro, se convirtió en una parte tan importante de su personalidad que era lo primero que se echaba encima al salir de la cama cada mañana y lo último que se quitaba antes de volver a meterse en la cama cada noche.”
A través de su escritura Kincaid se interroga y a la vez trata de construir una identidad, porque en su biografía late una pregunta fundamental. ¿Quién es y qué lugar ocupa en el mundo una mujer negra descendiente de esclavos, que habla en lengua inglesa y cuya formación literaria también tiene el sello inglés. «Yo memoricé a Wordsworth –dice en un ensayo-cuando era una niña, a Keats, todo tipo de cosas. Era un intento por convertirme en un cierto tipo de persona, el tipo de persona para el que, en cualquier caso, ellos no tenían ningún lugar. Una persona negra educada. Fui llenada de un montón de cosas, así que terminé por usarlas.»
La autora declaró en algún momento que escribía desde la desesperación Y quizá esa desesperación sea de la tener que preguntarse una y otra vez por su propia identidad, por tratar de establecer quién es una mujer que está constituida por la miseria y el desprecio a que la sometió el colonizador, pero que, a la vez, lleva dentro la cultura de quien la oprime.
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