Crónica de un viaje hasta la Biblioteca Henry Miller en Big Sur, un bosque lleno de literatura en la costa de California. Según Jack London, el lugar donde se produce el encuentro más feliz de la tierra con el mar. ¡Go West!
A la derecha de la banquina, la pared de las montañas de Santa Lucía escala hasta el cielo. A la izquierda, el océano se pierde hasta el infinito y más allá. Ojo las curvas cerradas de la delgada Ruta 1, mejor pisar el freno a tiempo para no terminar estrolado en los acantilados. A fondo el acelerador en las pocas rectas mientras la frase flota en la mente como un mantra: “¡Go West!”
Atrás quedaron el muelle de Santa Mónica, los skaters de Venice Beach y las rubias taradas de Malibú. Más atrás las autopistas angelinas siempre abarrotadas y los bulevares estrellados de Hollywood. Hace un par de noches, Sergio, migrante mexicano llegado a LA para hacer realidad su sueño americano, me contó de sus penas, mientras vendía puchos en el baño de un bar del Koreatown: “Saco mis dólares, pero en la ciudad de Los Ángeles, no hay nadie que me cuide.” Sergio extraña a sus cuates de Durango. Sin ángel de la guarda, se siente solo, de noche y de día. Como muchos de sus paisanos, casi el 15% de la población del país gobernado por Donald Trump, que viven con terror el avance de los muros y las redadas que impulsa el 45º presidente norteamericano. “Ya le dije, my friend –se despidió Sergio- en Estados Unidos, estamos jodidos.” Chingados.
Libros del bosque
De repente, la ruta es abrazada por tupidos pinos kilométricos y esa es la primera señal de que pisamos las tierras santas de Big Sur. Paraíso naturista, meca verde para los peregrinos de la vuelta a la naturaleza y catedral a cielo abierto del ecologismo. También resort exclusivo para muchos millonarios que ya no saben dónde invertir sus morlacos.
A primera vista, el Gran Sur no es tan grande: algunas casitas al costado de la ruta, un par de restaurantes con vista a las playas desiertas y una oficina postal. ¿Se necesita mucho más para ser feliz? Quizá una buena biblioteca. Big Sur la tiene.
No muy lejos de la cabaña donde pasó casi dos décadas de su larga vida, la Henry Miller Memorial Library rinde culto a la pluma ardiente del autor de Trópico de Cáncer, santo patrono de la pródiga comunidad literaria que supo habitar estos bosques. Desde London hasta Steinbeck, sin olvidar a Ferlinghetti. También Jack Kerouac narró sus aventuras en estos pagos junto a Neal Cassady y la pandilla beat. Hasta el desaforado Hunter S. Thompson se mató el hambre cazando y pescando en estos parajes, mientras componía su olvidable novela Días de ron.
Si Thoreau tuvo su Walden, Henry Miller tuvo su Big Sur. Su vida -bastante asceta y siempre libertina- en la costa californiana fue muy productiva en términos estrictamente literarios. Le dio duro y parejo a la máquina de escribir. Parió Una pesadilla con aire acondicionado, Big Sur y las naranjas de El Bosco y la gorda trilogía La crucifixión rosada (Sexus, Plexus y Nexus). Cuentan que el repiqueteo metálico de las teclas podía escucharse desde la ruta.
Miller había llegado a California en los años cuarenta, luego de su largo exilio voluntario en París y en las islas griegas del mar Egeo. Vivió en el pueblo hasta mediados de los ’60, aunque en realidad nunca dejó el bosque: el viento desperdigó sus cenizas en Big Sur cuando murió en 1980.
Un sueco y dos gatos
“Donde nada sucede”, advierte un cartel en la puerta de la biblioteca. La cabaña donde se atesoran manuscritos inéditos, miles de fotos y varias esculturas funciona como un desfachatado espacio de difusión, estudio y promoción de la obra milleriana. El predio fue donado por el fallecido artista plástico austríaco Emil White, amigo de fierro del escritor.
Magnus es uno de los motores de la casa. Llegó a Big Sur haciendo dedo alla beatnik desde su natal Suecia en la década del ’70 y no se fue más. Esta mañana corta el pasto con una vieja máquina tracción a sangre. Lo custodian atentamente Jack Kerouac y Alice in Wonderland, los dos gatos del establecimiento, mientras corretean entre las esculturas que forjaron Miller y White a cuatro manos.
Antes de dejar el bosque para volver a rodar en el camino, le dejo a Magnus un presente para la biblioteca: un ejemplar de Tiempo Argentino que tiene a las Madres de Plaza de Mayo en la tapa. Me cuenta que sabe de su lucha contra la dictadura y también conoce la historia de Dagmar Hagelin, una piba sueca de 17 años que fue chupada por un grupo de tareas de la Armada.
Digo adiós y al pie de la chata saco algunas fotos de la fachada del memorial. En la verja de acceso hay tatuada una frase del viejo Henry: “Fue aquí, en Big Sur, donde aprendí a decir Amén.” Y no hace falta decir una palabra más.
Este lunes hubo un nuevo ataque y ya son más de 550 las personas asesinadas…
El sábado se encendió una vez más la tradicional Fogata del Parque Avellaneda, es una…
El decreto 441/2025 establece aumentos en naftas y gasoil, mientras se pospone actualizaciones pendientes. Las…
La exministra de Boric representará al oficialismo en la elección de noviembre. Enfrentará, entre otros,…
La cumbre en la gobernación duró dos horas y tuvo un buen clima. Las primeras…
La lista del gobernador le saca una amplísima ventaja al segundo. El candidato de La…
El candidato peronista cosechó poco más del 30% de los votos y logró que la…
Más para Santa Fe relegó a La Libertad Avanza y a Unidos, el frente del…
Un tercio de los alimentos producidos en el mundo se pierde o desperdicia. En Argentina,…
Las salidas que combinan el ciclismo con el disfrute de paisajes y entornos naturales, son…
Esta semana se realizará el congreso partidario. Todos los campamentos han enviado señales de distensión.…
El viernes se fue la misión de control del FMI, que hizo trascender frases sin…