Haroldo Conti, a 45 años de la desaparición de un luchador

Por: Mónica López Ocón

En los primeros minutos del 5 de mayo de 1976, un grupo de tareas entró a su casa y lo secuestró. A pesar de todas las gestiones realizadas por su familia y por escritores del país y del extranjero, permanece desaparecido desde entonces. Pero su legado literario y su ética de militante hacen que su figura se agigante día a día en la memoria colectiva.

Habían pasado apenas 5 minutos del 5 de mayo de 1976 cuando Haroldo Conti y Marta Scavac volvían a su departamento de la calle Fitz Roy 1205, donde vivían con el hijo de 3 meses de ambos, Ernesto, y una hija de Marta de una relación anterior, Miriam, de 7 años. La hija mayor de Marta, Vivian, de 14, se había quedado con su padre practicando matemática para rendir un examen. Un amigo, Juan Carlos Fabiani,  había ido a buscar refugio y la pareja le había ofrecido el sillón del living. Aprovechando su presencia, Haroldo y Marta dejaron a los chicos a su cuidado y fueron al cine a ver El Padrino. Era una forma de evadirse por un corto tiempo del calvario que significaba vivir con la angustia de un desastre inminente.

Al regreso, Haroldo puso la llave en la cerradura, abrió y fue recibido por un grupo de seis hombres armados. Era un grupo de tareas del Ejército. El compañero  que había ido a buscar  refugio a su casta estaba tirado en el suelo, inconsciente y maniatado.

Llevaron a cada miembro de la pareja a una habitación distinta. A Marta le taparon los ojos, la golpearon y  la patearon mientras escuchaba los gritos de dolor de Haroldo en una habitación contigua. En ese momento, a la angustia de la situación Marta sumaba la incertidumbre de no saber qué había pasado con sus hijos, ya que no escuchaba a ninguno de los dos.

Quizá algún rescoldo de piedad ardía aun en uno de los represores o tal vez quiso aumentar el sufrimiento de Marta haciendo explícito que Haroldo no volvería nunca, lo cierto es que le permitió despedirse de él. Al besarlo, Marta descubrió que él no tenía la cara tapada, que estaba viendo a sus verdugos, lo que equivalía a una condena a muerte. Uno de los uniformados ironizó “¿Va a sacar  a bailar a la señora?”. La patota pasó muchas horas allí dentro, revolviendo, destrozando, buscando, discutiendo si llevarse o no el televisor.

Cuando se fueron, Marta buscó a sus hijos a los que presume que les habían dado algo para que durmieran, razón por la cual no los había escuchado durante el tiempo en que los uniformados estuvieron en el departamento. “Era evidente -dijo Marta en esa lejana entrevista con Tiempo Argentino – que habían dejado todo listo para volver y llevarse lo que quedaba.”

Marta colocó una silla bajo la ventana y salió a la calle con sus dos hijos y con lo que tenía puesto.  Paró un taxi con la angustia de no saber, según le contó a Tiempo Argentino hace muchos años, si el taxista sería uno de ellos. Llegó así a la casa de sus padres que vivían a unas cuadras, vivió seis meses huyendo, finalmente se asiló en la Embajada de Cuba y luego de un año y medio de permanecer allí, logró las garantías necesarias para marchar al exilio. En una entrevista aparecida en Resumen Latinoamericano firmada por Roxana Barone,  ella cuenta así la llegada a la embajada: “Estoy tocando el timbre y por suerte el agregado cultural que era muy amigo nuestro estaba en el hall y me ve por la cámara. Abre la puerta y le digo: me están persiguiendo y apenas pongo un pie, la frenada de tres Falcon en la puerta. Los cubanos me tiraron para adentro. Yo no lo podía creer. Tuve que sentarme porque me temblaban las piernas. Me volví a salvar otra vez”.

Luego marchó a Cuba, más tarde a México y finalmente a Suecia.

Gabriel García Márquez, de que quien Conti fue amigo, resume así las circunstancias  en una nota aparecida en el diario El País de España, en abril de 1981: “A Haroldo Conti, que era un escritor argentino de los grandes, le advirtieron en octubre de 1975 que las fuerzas armadas lo tenían en una lista de agentes subversivos. La advertencia se repitió por distintos conductos en las semanas siguientes y, a principios de 1976, era ya de dominio público en Buenos Aires. Por esos días, me escribió una carta a Bogotá, en la cual era evidente su estado de tensión. «Marta y yo vivimos prácticamente como bandoleros», decía, «ocultando nuestros movimientos, nuestros domicilios, hablando en clave». Y terminaba: «Abajo va mi dirección, por si sigo vivo». Esa dirección era la de su casa, en el número 1205 de la calle Fitz Roy, en Villa Crespo, donde siguió viviendo sin precauciones de ninguna clase hasta que un comando de seis hombres armados la asaltó a medianoche, nueve meses después de la primera advertencia, y se lo llevaron vendado y amarrado de pies y manos, y lo hicieron desaparecer para siempre. Haroldo Conti tenía entonces 51 años, había publicado siete libros excelentes y no se avergonzaba de su gran amor a la vida.”

Según García Márquez,  Aunque la noticia no se publicó nunca, se supo que, el padre Castellani lo vio el 8 de julio de 1976 en la cárcel de Villa Devoto, y que lo encontró en tal estado de postración que no le fue posible conversar con él.

Por testimonios de sobrevivientes se sabe que estuvo en el campo de exterminio llamado El Vesubio. Todo lo que hicieron familiares y amigos para logar su aparición fue inútil. Tampoco surtieron efectos los pedidos de diversos intelectuales a nivel internacional.

En 2014, la justicia condenó a prisión perpetua a tres militares retirados y a un ex penitenciario por delitos de lesa humanidad cometidos en El Vesubio contra más de 200 víctimas, entre ellas Conti, Héctor Oesterheld, Raymundo Gleyzer, Marcelo Gelman -hijo del poeta Juan Gelman- y los parlamentarios uruguayos Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz.

Su compañera, Marta Scavac murió el 11 de agosto de 2016. En 2017 se colocó una baldosa en la entrada de la casa donde vivió y de donde se lo llevaron.

En 1975, a propósito de la aparición de La balada del álamo Carolina, quizá su obra más difundida, Conti, fue entrevistado por Heber Cardoso y Guillermo Boido en el diario La opinión. Le preguntaron, entre otras cosas, si alguna vez se había preguntado para qué sirve escribir. Contestó: “Por supuesto. Uno se pregunta si no es una tarea inútil la nuestra, eso de escribir fatigosamente, de atornillarse a una silla sin saber si vamos a trascender ese acto individual y llegar a un público. A veces ocurre que las ganas de escribir son como una enfermedad y uno escribe para curarse. He dicho muchas veces que yo no escribo la Historia sino las historias de las gentes, de los hombres concretos. Escribo para rescatar hechos, para rescatarme a mí mismo. Podría decirles más: creo que toda mi obra es una obsesiva lucha contra el tiempo, contra el olvido de los seres y las cosas. Uno siente que envejece, que se va y quiere que algunas cosas, de alguna manera, permanezcan. Es una cuestión, diríamos, metafísica, y determina todo lo que escribo.”

A pesar de la tragedia que acabó con su vida y que  quebró para siempre la de sus seres queridos, la persistencia de Conti, dio sus frutos: aunque a un precio muy alto, ganó su obstinada lucha contra el tiempo y el olvido.

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