El escritor acaba de publicar sus Cuentos reunidos en un volumen que abarca los libros de relatos que escribió desde los años '80 hasta el presente. En esta nota, habla de lo que significó revisar su obra pasada a través de la perspectiva de hoy.
–¿Qué efecto tuvo en vos el hecho de reunir cuentos de diferentes épocas?
–Lo que me impone en principio es un ejercicio de introspección, un ejercicio existencial de revisión, inclusive ideológica. Reunir cuentos me plantea la pregunta de si estoy a la altura de mis comienzos. ¿Cuándo comienza mi relación con la literatura? De pibe, cuando descubrí Crimen y castigo y, casi al mismo tiempo, El juguete rabioso. Esas lecturas son marcas y definen un programa. Arlt planteaba una literatura, en cierta forma, social. Hablaba de escribir mientras el edificio social se derrumba. Empecé a leer esta literatura a los 16 años, en los ’60. Yo creo que, en realidad, los ’70 comienzan en los ’60.
–¿Cómo es eso?
–En los ’60 había una gran cantidad de autores jóvenes que comenzaban a publicar, entre los que se contaban Abelardo Castillo, Liliana Heker, Beatriz Guido, Marta Lynch, Dalmiro Sáenz, Germán Rozenmacher, Miguel Briante… Todos aparecían a través de editoriales pequeñas excepto Beatriz Guido que estaba en Losada, una editorial fuerte, o Marta Lynch que arrancó en Fabril. Es el momento en que también se leía a Onetti. Hay una serie de escritores que funcionan para mí como marcas. Es un momento de estallido de publicaciones quizá comparable al fenómeno de las editoriales independientes de hoy. Yo pertenezco a una generación que fue marcada por «La madre de Ernesto» (se refiere a un cuento de Abelardo Castillo). En los ’70 hay dos marcas ineludibles que son Manuel Puig y Osvaldo Soriano. Además de la ya consabida literatura norteamericana y la literatura rusa, toda esa literatura argentina, de alguna manera, me forma.
–¿Viñas tiene que ver con eso?
–Sí, Viñas es el referente de mi literatura. La literatura argentina, dice Viñas, nace y se organiza a partir de una metáfora mayor de «El matadero»: la violación.
–¿Estas reflexiones surgen a partir de la edición de tus cuentos reunidos?
–Sí, revisar mis cuentos me movió bastante el piso porque implicó un ejercicio de reedición. Algún consejo me dio Claudio Zeiger y fue muy fuerte la colaboración de Paula Pérez Alonso. Demandó un tiempo la edición, porque incluso tuve que encontrar algún libro que no tenía porque no soy de guardar mucho los libros que publico.
–¿Por qué?
–Porque cuando los tenés, los lees y decís «yo antes escribía mejor» o «pero cómo puedo haber publicado esto» (risas). Todavía hoy no puedo resistir la tentación de abrir un libro de otro tiempo y decir «esto no estaba mal» o «este cuento no tendría que estar».
–¿Qué cosas descubriste revisitando tus cuentos escritos en distintas épocas?
–Que todos cargaban dolor, sombras, miserias humanas, búsqueda de pureza a pesar de la roña social, de la injusticia, de la humillación. Al recorrer mis cuentos recorro la historia del país. Siguiendo a Viñas, creo que la relación texto/contexto es importante. Mis cuentos referencian lo que va de los ’80 hasta ahora. Hace un tiempo estaba charlando con Ana María Shua y le digo «estos cuentos son una mierda». Y ella me contesta: «Pero Guille, nuestra realidad, desde que empezamos con este oficio, fue oscura, penumbrosa». Lo que nos tocó vivir a la gente de nuestra generación ha sido muy difícil, muy tremendo. Es un impacto duro de absorber cuando ves cómo esto hizo eco en lo que escribís. No hay cuentos felices.
–No me llama la atención que menciones a Arlt, porque impacta mucho, sobre todo cuando lo leés siendo un adolescente que comienza a descubrir la hostilidad del mundo.
–Claro, yo tenía 14 años cuando comencé a leer El juguete rabioso y puedo recordar perfectamente la situación, el lugar en que estaba. Me recuerdo en el fondo de casa, en un galpón, acostado en un catre en una tarde de verano, posiblemente de febrero, con mucho calor. No me podía despegar del libro. Creo que intuí en ese momento que se podía escribir de otra manera
–¿»De otra manera» respecto de qué?
–En mi casa había una gran biblioteca y yo venía de leer con mucha avidez las novelas de Emilio Zola que eran tremendistas, pero en El juguete rabioso había un protagonista joven, Silvio Astier, estaba la famosa escena del robo de la biblioteca y la escena con el pibe homosexual, la traición, y todo contado como en pequeños cuentos. Entonces tuve la sensación de que era posible escribir algo distinto de la novela decimonónica. También en sus secuencias El juguete rabioso funciona como ruptura. Luego llegué a Los siete locos, a los Los lanzallamas, a los cuentos de El jorobadito con ese relato que para alguien que escribe es la suma de todos los terrores, «Escritor fracasado». Puedo decirte que Arlt me partió la sabiola. Fue una gran marca. Desde entonces para mí ha sido un modelo. No pasa un año sin que vuelva a él. En estos últimos tiempos volví a leer a Onetti porque encontré un libro muy interesante que son sus cartas a Julio Payró. Su prosa tiene una gran potencia. También me interesaban mucho en mi etapa de formación los cuentos de Beatriz Guido que, afortunadamente, se volvieron a editar partir del libro de Cristina Mucci Las olvidadas. En esa época había una efervescencia del cuento. Siempre se dice que el cuento es una tradición. Por supuesto que en esta charla estoy eludiendo a Borges, a quien pude leer ya de más grande y desde una perspectiva menos maniquea.
–El prólogo de Cuentos reunidos tiene una economía lingüística muy borgeana.
–Lo escribí yo porque no quise comprometer a nadie a que me halagara en un prólogo, a que dijera «qué bien que escribís» o «qué bonitos ojos tienes» (risas). Creo que los cuentos que escribí la tienen que pelear per se. Luego, sí, Zeiger hizo la contratapa porque él reeditó Situación de peligro que salió en Ada Korn
–A esta altura no necesitás que nadie te presente.
–Hace mucho que no hago presentaciones de mis libros. La última creo que fue hace siete u ocho años o quizá más, y fue una conversación con Juan Forn con el que éramos como hermanos. Al revisar mis cuentos, revisé también mis amistades, quiénes estuvieron presentes en mi literatura: Eduardo Grüner, Dal Masetto. Algunos ya no están y se extrañan las ausencias: José Pablo Feinmann, Antonio Dal Masetto, Juan Forn, que eran muchas veces los lectores de mis libros antes de su publicación. Me reconforta, por ejemplo, que se publiquen los cuentos de La indiferencia del mundo, un libro que circuló poco y que es de una editorial que desapareció, Alfonsina, que armamos con Miguel Russo y el librero y editor Pepe Rosa, uno de mis amigos más antiguos. Le debo a Página 12 por lo menos tres libros y ése es uno de ellos.
–¿Por qué se los debés?
–Porque en un momento me sentí no digo que bloqueado, pero sí medio quebrado y Rodrigo (Fresán) me dijo que escribiera un cuento por mes para Página 30. Era muy gracioso, porque la revista se vendía por el video y el video determinaba el tópico de la revista. Por ejemplo, si era Rocco y sus hermanos, para todos los artículos el tema era la familia. Eso y el tener que entregar un cuento por mes me obligó a un ejercicio de rigor. Aunque mis cuentos no tuvieran esos tonos, mis referentes eran Chejov, Guy de Maupassant, Isaac Babel, Raymond Carver. Hemingway, Scott Fitzerald, Quiroga… Partía de un tema dado que no sabía a dónde me iba a llevar. Era un poco «Composición tema la vaca» pero yo tenía la libertad de escribir lo que se me ocurriera. Cuando escribía esos cuentos me bastaba con mirar al costado para ver la realidad, pero a través de ellos yo tenía la posibilidad de torcerla, de encontrar una vuelta de tuerca. Siempre supe de que la literatura no va a cambiar el mundo, pero tal vez a alguien le ilumine una zona de la realidad. El sueño de un escritor es que, cuando desaparezca, un libro suyo quede en una mesa de saldos y que lo encuentre un lector no desprevenido, pero al que lo tome por sorpresa y decida elegirlo. No hay que creérselo demasiado todo lo de la prensa y la famita que te otorga la publicación de un libro. Con mucha rapidez muchos escritores importantes desaparecen de las librerías porque no hay una política de catálogo como había en viejos tiempos. Hoy buscás un libro de Leopoldo Brizuela y no lo encontrás. Buscás uno de Rivera, de Orgambide o de Dal Massetto y tampoco. Desaparecen sin certificado de defunción, a veces los destruyen para volver a hacer papel porque a las editoriales les ocupan mucho lugar.
–¿Cómo es en tu caso la relación entre realidad y escritura?
–Aquí aparece otra vez Viñas. Yo creo en la lucha de clases no sólo porque nací en un hogar de trabajadores y mi padre era un socialista gremialista, sino también porque comencé a militar muy pibe y la literatura en ese momento era literatura «comprometida», de cuando aún se creía en el «compromiso». Esto no implica pertenecer a tal o cual partido político, sino hacer una literatura comprometida con el contexto, con lo humano, con el dolor y el sufrimiento. En la literatura la felicidad no tiene buena prensa (risas). De pibe me sorprendió una frase de Hemingway que aparecía en un reportaje. Decía que un escritor debe andar todo el día con un detector de mierda prendido. Es un buen consejo aunque suene tremendista. Creo que hoy es muy difícil encontrar una literatura que incomode. Me gustan los escritores que te conmueven. Si un texto no te inquieta, no te perturba, no te desacomoda, no te hace pestañear, ¿cuál es su sentido?
El título de uno de tus libros de cuentos, La indiferencia del mundo, pertenece a una frase de un tango que citás completa en el acápite. ¿No creés que toda tu obra podría sintetizarse, quizá, en otra frase tanguera: «la vida es una herida absurda»?
–En ésa y en la de «Naranjo en flor» que dice «Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento». Ese tango de los hermanos Expósito es muy duro, por lo que le agregaron para suavizarlo «eran más blanda que el agua, que el agua blanda» (risas).
–El tango es impiadoso.
–Sí, y creo que mis cuentos son impiadosos.
–Me parece que toda tu escritura lo es.
–Sí, tal vez, en los cuentos en los que hay más ternura son los de «El pibe». Lo que me pasa ante el libro de mis cuentos reunidos es que me siento desnudo. Esos cuentos me obligan a recordar todo el tiempo el momento en que los escribí. Cuando recibí el primer ejemplar y lo tuve en mis manos, lo que primero que hice fue pensar en mi padre y en mi madre. Pensé en mi origen, en el lugar del que vengo, que fue un lugar de vidas muy sacrificadas, muy atravesadas por el dolor, la injusticia, y las estrecheces. Fue como decir «miren lo que hice con lo que me pudieron dar». Este libro dice «éste es el lugar de donde vengo» y refleja mi creencia en la lucha de clases.
Vos tenés una gran formación en poesía. ¿Crees que el cuento es algo más cercano a la poesía que a la novela? Me refiero a la precisión que exige.
–Coincido en la apreciación. En las últimas semanas estuve leyendo poetas norteamericanas como Anne Sexton, Sharon Olds, que me parecen esenciales. Pero hay una que me deslumbra y de la que junté toda la obra y es Louise Glück. Me parece una poeta del carajo. Tiene una capacidad narrativa y de síntesis extraordinaria. Busca lo que hay debajo del iceberg de la palabra. Lo que se encuentra en la poesía –y soy un lector frecuente de Emily Dickinson– es la captura de la ráfaga del instante, del momento que se te pianta que puede ser tanto un bocinazo como el canto de un pájaro o una escena de la calle. Aquí, en el Bajo, encontrás gente caída todo el tiempo, gente que cayó hace mucho y gente que se nota por la ropa que está en situación de calle desde hace poco. Hacer literatura con eso, hacer una búsqueda formal a partir de eso no es nada fácil.
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