Netflix vuelve a apostar al mundo narco, esta vez recreando la vida de Ana Griselda Blanco Restrepo. Buenas actuaciones, pocas sorpresas y un relato fallido.
Sin embargo, la sentencia de Escobar sobre su alter ego femenino genera expectativas engañosas que no se cumplen en la ficción. En efecto, los guionistas liderados por Ingrid Escajeda no optan por componer un personaje que infunda miedo o terror, sino que hacen foco en una mujer inteligente, ambiciosa e insegura -por momentos hasta víctima- que intenta hacerse un lugar en el machirulo universo del Cartel de Medellín a la vez que proteger a sus tres hijos de las privaciones económicas.
Esa posición curiosamente feminista queda clara cuando el punto de partida de la biopic, es el desengaño amoroso que sufre Griselda (Sofía Vergara) al ser entregada como prenda sexual por su marido Alberto Bravo (Alberto Ammann) al hermano de éste, Fernando Bravo (Ernesto Alterio) para saldar deudas generadas por el narcotráfico. Plena de rabia y decepción, Griselda asesina a su esposo y se ve obligada a emigrar de Colombia con su progenie y crear su propio imperio en Miami. Para seguir con la misma perspectiva, en la “tierra prometida” estadounidense, Griselda encuentra su némesis: June (Juliana Aidén Martínez) una detective mujer que, como ella, es despreciada por los hombres en un ecosistema varonil -en este caso el policial- y que, cual un Javert femenino, busca obsesivamente poner a la criminal entre rejas. Hacia el final June comprende el paralelismo que la une con su perseguida. Ambas son el espejo invertido de la otra, el Dr. Jekill y el Mr. Hyde del sistema patriarcal.
Pero no son estas posiciones ¿políticas?, ni estas licencias ¿literarias? -que pueden ser considerados aciertos-, ni siquiera las imprecisiones biográficas -el género ficción no tiene como objetivo la veracidad de un documental- las que hacen naufragar la primera gran apuesta de Netflix del año. Griselda fracasa justamente en lo propio de la ficción: en darle hondura y profundidad al personaje principal. En este sentido, se puede afirmar que Sofía Vergara -que intenta dejar definitivamente atrás su imagen de amorosa madre de Modern Family– hace lo que puede frente a un guion desparejo y a los continuos saltos narrativos en el tiempo que hacen que ninguno de las motivaciones, ni los vínculos sentimentales de Griselda generen comprensión o empatía en los espectadores.
Un ejemplo de ello es que siguiendo ciertas prerrogativas del Toni Montana encarnado por Al Pacino, los duelos, las culpas, los excesos de todo tipo y las paranoias de Griselda la llevan a traicionar el amor de sus más caros afectos: su incondicional amiga Carmen (Vanessa Ferlito) y el hombre que más la ama, Darío Sepúlveda (Alberto Guerra). Sin embargo, al contrario de la ejemplar Scarface (Brian de Palma, 1983), Griselda no logra conmover porque la bioserie no construyó previamente la intensidad de esas relaciones.
El otro punto de referencia es El padrino. Sin recurrir a ningún tipo de elipsis ni metáforas, la familia Blanco mira en televisión la película de Coppola para dar cuenta de que Griselda, personaje y miniserie, van a repetir el camino del ficticio Michael Corleone: el que va de un carácter de cierta vulnerabilidad y heroísmo a la impiedad más absoluta para terminar despojado de todo cuanto realmente vale la pena en la vida. Como dato de color, la propia Griselda Blanco le puso a su cuarto hijo -el único que la sobrevivió- Michael Corleone Sepúlveda Blanco.
A su vez, la miniserie desaprovecha algunos aciertos que hubieran podido constituir su fortaleza: no se le da la suficiente relevancia a la comunidad de prostitutas colombianas (una de ellas interpretada por la cantante y compositora Karol G) y el ejército de emigrados cubanos (los “marielitos”) que potencialmente redimirían a la protagonista al erigirla en líder de las marginalidades, en reina revolucionaria y libertaria (en el buen sentido) de los deshechos del sueño americano.
Uno de los hallazgos más brillantes de Griselda Blanco fue percatarse de que la élite económica de Miami precisaba una nueva fuente de diversión para sus “aburridas vidas”: el paraíso artificial de la sustancia blanca. Sin embargo, para convertir a la alta sociedad de potencial a seguro consumidor se precisaba que los dealers sean sus empleados de toda la vida: el profesor de tenis o el cadete del contador… Es decir, personajes que les llevaran la cocaína a la comodidad de sus yates y mansiones sin obligarlos a trabar relación con seres peligrosos o que se vieran obligados a descender a escenarios sórdidos. De manera inentendible, este aspecto que es un eje estructural de la construcción del imperio de Griselda se resuelve en una sola escena.
En definitiva, esta versión de la vida de Griselda Blanco -cuya fascinante biografía ya fue llevada a la pantalla en los formatos de telenovela, La viuda negra de 2014 interpretada por Ana Serradila, y de película, Cocaine Godmother de 2017 protagonizada por Catherine Zeta-Jones- resulta despareja. Con notables actuaciones entre las que cabe destacar la del argentino Martín Rodríguez como el sicario “Rivi” Ayala-Riviera, y a pesar de sus buenas intenciones, -no casualmente es la primera serie que, desde su título le restituye el nombre a su antiheroína-, Griselda no aporta demasiado -estética o narrativamente- a larga saga de ficciones con anclaje en el narcotráfico colombiano. «
Creada por Doug Miro e Ingrid Escajeda. Dirección: Andrés Baiz. Con Sofía Vergara, Alberto Guerra, Vanessa Ferlito, Christian Tappan, Martin Rodríguez y Juliana Aidén Martine. Disponible en Netflix.
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