En el siglo XVII, el científico italiano tuvo que defender sus descubrimientos contra quienes le decían que su telescopio no era confiable. Su solución nos da una lección para defender la ciencia en la actualidad.
Galileo Galilei, el italiano más famoso –mal que le pese a Eros Ramazzotti– llega con su telescopio, lo apunta al cielo y lo que encuentra es… desconcertante: la Luna tiene cráteres, el Sol tiene manchas y, más notablemente, nuestro vecindario cósmico tiene varios pobladores, como las lunas de Júpiter, que nunca había visto nadie hasta ese momento.
Como pueden imaginar, a varias personas no les gusta esta idea que viene a dar por tierra el modelo aristotélico. La reacción es evidente: Galileo tiene que estar equivocado. Por ejemplo, el astrónomo Francesco Sizzi argumenta que simplemente «no puede haber más planetas». ¿La razón? Tienen que ser 7 «planetas» porque 7 son los agujeros en la cabeza (!), los metales, los días de la semana y las notas musicales. ¿Cómo podría haber más? ¿Estamos locos? Lo que está mal no es la antigua teoría, por supuesto. Es este señor Galileo que viene a complicar las cosas.
¿Puede nuestro italiano favorito, frente a estas acusaciones, decir “miren (justamente: miren), si se fijan acá por el telescopio verán que los datos duros, sin ningún compromiso previo, muestran que yo tengo razón”? No, no puede. ¿E perché?
La razón es simple: sus críticos no tienen por qué creerle que su instrumento, ese “telescopio”, es confiable. Le dicen: “aparentemente vos solo estás hablando de las lunas de Júpiter, pero en realidad te estás comprometiendo implícitamente con el enunciado ‘este telescopio es confiable’ y nosotros no tenemos por qué aceptártelo”.
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Lo que decían los críticos de Galileo era que en realidad no estaba viendo las lunas de Júpiter sino manchas en un telescopio, y que estaba confiando en que esa imagen representaba “algo” que estaba ahí arriba. Si lo pensamos, este compromiso de Galileo con la confiabilidad de su instrumento no es muy diferente del que tienen los y las médicas cuando confían en los resultados obtenidos a partir de un análisis de sangre, o cuando quienes se dedican a la microscopía asumen que ver una mancha coloreada en un preparado al microscopio indica que ahí hay una bacteria, o cuando al hacernos una radiografía un profesional de la salud asume que esas manchas realmente indican el estado de nuestros pulmones.
El problema es que para constatar que cualquiera de estos instrumentos es confiable tendríamos que saber que aquello que nos indica realmente “está ahí”. Por ejemplo, que efectivamente Júpiter tiene lunas. Pero al mismo tiempo, para saber que lo que el instrumento nos muestra realmente “está ahí” tenemos que usar el instrumento mismo, no podemos ir y verlo directamente. ¿Entonces? Entonces tenemos un problema de circularidad.
Existe un círculo vicioso en decir: 1) “Para obtener conocimiento este instrumento es confiable, porque me muestra X, que está ahí” y 2) “X realmente está ahí, porque me lo muestra el instrumento en cuestión, que es confiable”.
Pero el problema es mayor: si esto es así, entonces aceptar el conocimiento científico se parece a dar un salto de fe y, como tal, no es muy diferente a la actitud de la persona que cree estar recibiendo mensajes desde el más allá por medio de una tabla ouija. Nosotros contamos con la confiabilidad del telescopio como indicador de cómo son los cielos; otra gente cuenta con la confiabilidad de la ouija como indicadora de qué nos dicen los muertos.
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Y ahora, ¿qué hace Galileo? ¿Dice “sobre manchas no hay nada escrito, vos tenés tu opinión y yo la mía”? ¿Insiste en que tiene “datos duros”? ¿Se hace un bollito y llora? No, Galileo toma el telescopio por las astas.
Dado que el problema es precisamente que no puede acceder a ciertos datos sin la mediación del telescopio para saber si es confiable, entonces lo que tiene que hacer es testear el telescopio justamente en relación con datos que sí se puedan chequear con el ojo desnudo. Así, Galileo les muestra a varias personas, a través del telescopio, objetos lejanos como edificios o barcos, que pueden luego inspeccionar desde cerca: “Ustedes desconfían del telescopio, pero aceptan la visión con el ojo desnudo, ¿no? Bueno, si mi telescopio predice que el edificio de allá a un kilómetro tiene escritas tales letras, y después ustedes van y las leen, entonces la predicción se cumplió, ¿correcto?”.
De esta manera, al mostrar que el telescopio es confiable en la Tierra para ver objetos distantes, Galileo infiere por analogía que también lo será para objetos fuera de nuestro planeta. En todo caso, mostrar que esto no es así es algo que tendrían que hacer sus adversarios dado que la idea de que la Tierra y el resto del Universo están en “esferas” que siguen leyes totalmente diferentes ya había quedado totalmente desacreditada, décadas antes, para buena parte de la comunidad astronómica.
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La historia de Galileo −al menos como la entienden algunos filósofos como Philip Kitcher y Howard Sankey− nos enseña que en lugar de simplemente resignarnos y frustrarnos cuando alguien no nos acepta ciertos supuestos que están en práctica en la ciencia, lo que debemos hacer es retroceder un paso y tratar de encontrar terreno común con nuestros interlocutores.
Y eso no quiere decir conceder que dos visiones distintas del mundo tengan que quedar inmediatamente equiparadas en cuanto a su valor. Así, cuando nos dicen: “Yo puedo defender la astrología-la homeopatía-el terraplanismo y la ciencia no me puede venir a atacar; los compromisos que asumo son diferentes”, lejos de aceptarlo, podemos decir “¡Cierto! Veamos cuáles son los fundamentos de tus compromisos y de los míos”. Y si lo que sostienen quienes se oponen al consenso científico es una masa de evidencia anecdótica, inconsistencias y enunciados incontrastables… eso ciertamente no está a la misma altura que una práctica de espectacular éxito explicativo, predictivo y técnico como lo es la ciencia.
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