Es un rapero de origen burundés que se convirtió en bestseller con su primera novela. Exiliado y nacionalizado francés, analiza la discriminación e hipocresías en sus dos hogares.
Gaël Faye, de 37 años, es el popular rapero devenido en reconocido escritor desde su debut literario en 2016 con Pequeño país (Salamandra). La novela describe la historia de un niño burundés mestizo, llamado Gabriel, que disfruta de comer mangos y fumar a escondidas mientras convive con la discriminación, violencia y muerte que rodean el absurdo enfrentamiento entre hutus y tutsis. «El genocidio es una marea negra: quienes no se ahogan van cubiertos de petróleo toda la vida», escribe Faye, en una suerte de manifiesto personal frente al horror.
–El protagonista de su novela debe enfrentarse a todo tipo de prejuicios por su origen. ¿Qué siente cuando debe explicar qué es Burundí?
–Siempre me planteo si la pregunta sobre mis orígenes es por curiosidad o responde a un señalamiento por ser extranjero. Cuando estoy en Francia, hay personas que entienden que no soy exactamente francés y me preguntan de dónde vengo. Con ellos me dan ganas de jugar, como lo hace Gabriel en la novela, y entonces les respondo: «Vengo de Versalles». Aunque parezca una broma, todavía está presente esa mentalidad de que ser francés es sinónimo de ser blanco.
–En el libro también cuenta que el desprecio a la población tutsi en Ruanda llega a tal punto que los llaman «cucarachas». ¿Observa algo similar con la discriminación que hoy suelen sufrir los refugiados?
–No llegaría a tanto. Cuando se califica así a los tutsi estamos frente a una ideología genocida. Si bien hoy existen grupos extremistas que piensan así sobre los refugiados y los musulmanes, por suerte no son los términos con los que los medios se refieren a la gente, como sí ocurría en Ruanda. Igual, hay que estar atentos si este pensamiento se expresa, sobre todo en los discursos políticos, y salir a denunciarlo.
–¿Le tocó hacerlo?
–Vivo parte del año en Francia, un país donde hay un debate democrático vivaz aunque, debo reconocer, el extremismo y el populismo han crecido en los últimos años. Cuando Jean-Marie Le Pen llega a la segunda vuelta de las elecciones frente a Jacques Chirac, en 2001, millones de franceses salieron a las calles a rechazar la posible llegada de un racista al poder. Veinte años después, Marine Le Pen y Emmanuel Macron llegan a la segunda vuelta y no hubo ninguna oposición. Hemos aceptado que la extrema derecha puede estar en las puertas del poder.
–En su condición de nacido en Burundí y nacionalizado francés, ¿qué opina sobre las millonarias donaciones que hubo, en cuestión de horas, para recuperar la incendiada Catedral de Notre Dame?
–Nos acostumbramos a la desgracia de los otros. En 1994 la comunidad internacional observó durante tres meses el genocidio de Ruanda, justificando aquel desastre con el falso argumento de que era un país donde todos se mataban entre ellos. Es lo mismo que hoy ocurre con la suerte de los refugiados y los que viven en la calle. Casi nadie se preocupa por ellos. Pero la reacción es otra si se está quemando la catedral. Sin dudas, el incendio de Notre Dame desnudó el cinismo de nuestra época.
–¿Cómo les explica todo esto a sus hijas?
–Siempre me pregunté qué les diría sobre los hutus y tutsis, porque a pesar de que vivimos en París, antes estuvimos en Ruanda y ellas estudiaron dos años allí. Es un tema que no sólo debo explicárselo a ellas. Muchos ignoran que la sociedad ruandesa suprimió la mención étnica: hoy es un delito hablar de hutus y tutsis, y solamente se lo puede hacer durante los cien días de la conmemoración del genocidio.
–Olvidó mencionar qué les dijo a sus hijas.
–Con ellas jamás justifiqué esas categorías y les expliqué que todo fue producto de una construcción, que ser tutsi o hutus no te hace tener una relación diferente con el mundo. Es tan absurdo como si quisiéramos separar a rubios y morochos. A mis hijas siempre intento explicarles cómo la política puede manipular a la gente.
–¿Cómo mantiene el equilibrio viviendo medio año en Francia y el resto en Ruanda, con el abismo que separa a ambos países?
–Si no hubiera vivido el exilio, sería un problema. Para mí es común tener varios hogares. Siempre dije que el exilio es estar en un lugar, pero mentalmente habitar otro.
–Algo de eso cuenta en su novela cuando Gabriel confiesa que nunca pudo abandonar realmente su tierra.
–Yo nunca partí, pero acepté la idea de que ese país no existía más.
–¿Por qué esa sensación de no haber partido?
–Sufrí una profunda injusticia cuando fui arrancado a los 13 años de mi hogar en Burundí. Yo nunca pude hablar de mi casa, de mi barrio. De un día para el otro, todo lo que era mi vida se dilapidó. Y contrariamente a lo que pasa con otros que han preservado sus recuerdos, en nuestro caso no quedó nada.
–¿Cree que el libro puede iniciar ese inexistente archivo de la memoria?
–Pequeño país ya es parte de ese archivo, es una de las piedras que se están poniendo para construir un gran muro.
–¿Y desde lo personal qué significó haber escrito esta novela?
–Creo que si no tuviera la escritura, me movería en una habitación oscura. Nuestra historia ha sido ofrecida con varias capas de incomprensión, por lo que ya no entendemos de qué herida estamos hablando. A menos que uno esté loco o sea insensible, hay que hacer algo. Mi única posibilidad fue encontrar coherencia a través de la escritura. Recuerdo que empecé a escribir poesía durante la guerra porque necesitaba encontrar paz. Fue mi forma de exteriorizar lo que no les podía decir, lo que no podía gritar, a los otros. «
Viaje al horror del genocidio en Ruanda
Durante el semestre que le toca vivir en África, Gaël Faye dicta talleres de poesía en Burundí y Ruanda. Además, está embarcado en dos proyectos literarios absolutamente opuestos: por un lado, escribe una novela sobre una estrella de rock que vive entre dos continentes y, por el otro, trabaja en un relato histórico de cuatro generaciones que sobreviven en Ruanda. «Mi intención es rastrear el tema del genocidio a través de la genealogía de una familia ruandesa», señala.
«Publicar un libro –explica– genera más compromisos de los que creía y requiere de tiempo que no dispongo, porque cada vez que saco un álbum de música hago unos cien conciertos al año. Todo esto me obliga a tratar de encontrar algún espacio. Porque para mí, la creación necesita un tiempo de silencio, de reflexión».
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