Gabo Ferro: un universo hecho de belleza, intensidad y dolor

Por: Mariano del Mazo

Compositor prolífico, artista de la palabra y performer abrumador, construyó un género propio, inconfundible y desafiante. Su prematura muerte constituye una pérdida irreparable.

Leonardo Favio, Antonin Artaud, Ginamaría Hidago, los frigoríficos de Mataderos, Roberto Arlt, Ada Falcón, Facundo Quiroga. Con Gabo Ferro se apagan las luces de un denso universo hecho de intensidad y dolor. Todos los mundos parecían caber en ese cuerpo enjuto, todas las desesperadas formas de la búsqueda de felicidad parecían habitar su sonrisa blanca. Decir que fue un poeta suena a poco, pero básicamente esa es la palabra que lo contiene. Aún dentro de una vida zigzagueante -que fue de un barrio de casas bajas en el deslinde de Buenos Aires, el rock, el estudio académico de la Historia y el músico experimental hasta el trovador hecho y derecho-, su centro neurálgico fue la palabra. En ese sentido Gabo Ferro fue, también, un hombre político.

“La vida no sobra. La muerte nos obra. Una flecha partió la cuerda del reloj. Hicimos el nido en el árbol prohibido, en la rama del gato más feroz dimos a luz…”, escribió en «La silla de pensar», el tema que abre El lapsus del jinete ciego. La muerte obró y clausuró un frenético camino de producción y belleza. Todo lo que tocaba lo convertía en reflexión y cuestionamiento, ya desde los títulos de sus obras. Como la ópera de cámara Este grito es todavía un grito de amor, que hizo junto a Rubén Szuchmacher y Juan Carlos Tolosa, o canciones como «Soy todo lo que recuerdo», «El amor no se hace» y tantas más

Se sabe que Gabo Ferro agitó fuerte la escena under de los ’90 con su feroz grupo de rock Porco, que sus actuaciones eran tremendas performances con movimientos espasmódicos sobre una silla de ruedas, vómitos de sangre, gritos desaforados y variopintas escatologías. Se sabe –es, ya, una leyenda– que un día dejó el micrófono en el medio del escenario y se alejó del rock por siete años. Entró en un claustro académico, se volvió silencioso, como consternado y circunspecto –lo llamaban «El mudo»- y salió recibido de profesor y doctor en Historia, con medalla de oro de la Academia Nacional de Historia. Se saben muchas cosas de Gabo: sería extenuante enumerarlas. Pero en realidad su existencia ha sido un enigma. ¿De dónde salió? ¿Cómo se proyectó con tanto rigor y creatividad hacia la poesía de Diana Bellesi, hacia las óperas del Centro de Experimentación del Teatro Colón, hacia la militancia de género, hacia el barroco? ¿Cuántas vidas caben en los 54 años de vida de Gabo Ferro? Todo le interesaba, todo lo atravesaba. Trazaba una analogía: decía que era un trabajador que lleva una gran caja de herramientas, y que utiliza cada tenaza, pinza o metro de acuerdo al desafío. “Se trata de entrar en una pieza oscura con una linterna, e ir iluminando rincones, paredes, el cielorraso”, sintetizaba.

La trayectoria, abrumadora, comprende discos con el escritor Pablo Ramos y con la cantante Luciana Jury –hija de Zuhair Jury, sobrina de Favio–; libros de un acceso limitado como Artaud, lengua madre junto con el fundador de «El periférico de objetos» Emilio García Wehbi; la publicación de su tesis de maestría en Investigación Histórica, «Barbarie y civilización: sangre, monstruos y vampiros durante el segundo gobierno de Rosas» (1835-1852); la deliciosa compilación de documentos literarios que tituló 200 años de monstruos y maravillas argentinas; una participación en «Four Walls» de John Cage en el cuento coreográfico «La niña del enfermero», obra de Carlos Trunsky producida por el Teatro Colón y dirigida por la pianista Haydée Schvartz… Y hay más. Como el libro de poemas que le publicó la familia Vitale –quizá nadie como él comulga con el espíritu setentista de M.I.A.– titulado Recetario Panorámico Elemental Fantástico y Neumático (Ciclo 3 Ediciones). Son recetas fantásticas, como conjuros, dictadas a modo de instrucciones:

Tocar el alma propia, un chancho y una estrella

Embutir con las luces

Enlomar con la masa entre nardos el jamón y la espuma

Coser contra los picos de los patos con hilo de camino la espesura

Herir las hondonadas de la especie

Oler rápidamente y como pueda lo que sea posible

Suspender el planeta sobre su propia tierra

Que se hunda el paso en cada pie

Ser gentil con la fronda y el zarpazo

Amparar la alimaña mientras se va postrando lo útil en lo salvado

Mirar salir el lobo de la luna

Besarle los colmillos

Animarlo

En 2019 homenajeó a las cancionistas de los años ’20 y ’30, con un disco con el repertorio de aquellos entrañables tangos, valses y milongas. Fue, al fin, una acción de rescate de lo femenino. “Empezó como un ensayo sobre teorías de género. Me interesaba la apropiación de su identidad que hace la mujer que al principio salía a cantar vestida de varón. Y me empecé a meter con las canciones. Porque solo conocía algunas que cantaban Libertad Lamarque, Ada Falcón y Tita Merello. Y hay diferencias. Libertad Lamarque no expone lo mismo que Sofía Bozán. Libertad expone el síntoma, Sofía el problema, velada por el tono bufo de sus tangos. Es interesante ver lo desnudo del reclamo en Bozán o en Merello: algunas veces les es ‘permitido’, justamente por el tono humorístico en el que el problema es expuesto. Mercedes Simone o Libertad, por ejemplo, se exponen mostrando trágicamente el síntoma de su estado, su fragilidad exhibida por la ausencia del hombre que les justifica la razón de su vida misma”, teorizaba Gabo, que siempre estuvo merodeando las tradiciones.

Fue, en esencia, un amante del trabajo en colaboración. Era usina y esponja. Se reía de quienes lo tachaban de prolífico como si fuera una acusación y defendía su condición de rocker hiciera el género que hiciera. “¿Quién de nuestra generación puede salirse del rock? El rock es hermosamente complejo, contradictorio, confuso. En lugar de envenenarse y reventar se nutre de eso mismo y se reconforma. Cierta intelligentzia decreta qué es o no es rock, si vive o ha muerto. Que jueguen si quieren en el bosque de lo teórico mientras los lobos cargamos nuestros instrumentos y nuestros cuerpos de aquí para allá con la canción que se nos cante y cómo se nos cante cantarla. No necesito que nadie me autorice, me habilite o me entregue credenciales”, se plantaba.

A meses de la muerte de Rosario Bléfari, es complicado delimitar el vacío que deja Gabo. Fue, como Bléfari, más que un cantante, un músico o un compositor, una respiración. Su manera urgente de crear –una urgencia que no soslayaba la calidad- constituyó una obra inmensa, para descubrir y redescubrir con paciencia. Es una jungla a transitar. En esa obra la muerte fue una constante; la muerte y sus variantes: los espectros, la nada, el silencio. Se movía cómodo en el territorio de los mitos y las leyendas. En aquellas instrucciones gastronómicas fantásticas había escrito: “Cuando asome la cola la sirena sentarse en la alacena con los gatos detrás de las conservas. / Verla tomar confianza entre los desperdicios. / Escuchar lo que cuenta a los atunes. / Mirarla cómo llora frente a cada retrato / Cómo vuelve a los pozos”.

El Más allá de Gabo Ferro debe ser un océano de sirenas, lágrimas frente a los retratos. Debe ser una eternidad de palabras: carpinteros, costureras, enamorados, jardines, zapatos. “Dios me ha pedido un techo / Cansado de todo ese cielo, de no tener nada encima del lomo, de no tener nada, de tenerlo todo. / Dios me ha pedido un beso”, escribió en una canción de «Todo lo sólido se desvanece en el aire». Hacia allá fue, a cumplir con el pedido celeste. Aquí en la Tierra surcada por la peste nos dejó vacíos, tristes, sin palabras.

Gabo Ferro. 6 de noviembre de 1965 – 8 de octubre 2020. «

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